Poco después fue a inscribirse en una agencia de empleo. Consultó la guía telefónica y se decidió por la de Alice Brooks Turner, principalmente a causa de la llamativa brevedad de su anuncio: CONTABLES CAJEROS VENDEDORES GERENTES Alice Brooks Turner Únicamente personal experto La señorita Turner, que tenía sus dependencias en uno de los edificios de oficinas del centro, resultó ser una persona muy estilizada, no mucho mayor que Mildred, y de aspecto duro. Fumaba en una larga boquilla, de la que se sirvió, sin necesidad de mirarla, para señalarle un pequeño escritorio al que dirigirse para rellenar un cuestionario. Esforzándose por escribir nítidamente, Mildred suministró lo que le pareció un absurdo y exagerado montón de información sobre sí misma; desde su edad, peso, altura y nacionalidad, hasta su religión, educación y exacto estado civil. Muchas de estas preguntas le parecieron improcedentes, y otras, francamente impertinentes. No obstante, las contestó. Cuando llegó a la pregunta: «¿Qué clase de trabajo desea?», tuvo una duda. ¿Qué clase de trabajo deseaba? Cualquier clase de trabajo por el que se le pagara algo, pero, evidentemente, no podía decir eso. Escribió: «Recepcionista». Igualmente consideró escribir Endocrina, que pese a que ignoraba lo que significaba, le había llamado la atención hacía unas semanas, y sonaba suficientemente autoritario. Luego le llegaron los gigantescos espacios en blanco que debía rellenar con los nombres de sus antiguos empleadores. Con pesar escribió: «Sin empleo anterior». Luego firmó y fue a entregar sus respuestas. La señorita Turner le indicó que se sentara, examinó lo que Mildred había escrito, sacudió la cabeza y tiró el informe sobre el escritorio. —No tiene ninguna posibilidad. —¿Por qué? —¿Sabe qué es una «recepcionista»? —Bien, no sé qué es, pero... —Una recepcionista es una holgazana, que no sabe hacer absolutamente nada y quiere estar exactamente donde todos pueden ver cómo lo hace. Es la que siempre lleva un vestido de seda negra, cortado muy bajo en la parte del escote y muy alto en la parte de las piernas, que se sienta a un paso de la puerta de « entrada, frente a la más sencilla de las centralitas telefónicas, y que da con el número correcto una vez de cada cien. Ya sabe, la misma que le dice: «Tome asiento, el señor Doakes le atenderá dentro de unos minutos». Para luego continuar enseñando las piernas y arreglándose las uñas. Si duerme con Doakes, recibe veinte dólares por semana; de lo contrario, doce. No es nada personal, ni pretendo herir sus sentimientos, pero por lo que ha escrito en este cuestionario, yo diría que esa es la descripción que le corresponde. —No, no me molesta. Ni me quitará el sueño. Si el desplante de Mildred impresionó a la señorita Turner, el efecto no se notó. Movió la cabeza y dijo: —Estoy segura de que usted duerme bien. ¿No lo hacemos todos? Pero yo no tengo una casa de citas, y sucede que, hoy en día, a las recepcionistas no las quiere nadie. Tuvieron su momento. Sus buenos tiempos, cuando incluso los prestamistas las exhibían en la entrada de sus negocios como señal de distinción. Pero después se descubrió que no eran estrictamente necesarias y los empresarios empezaron a acostarse con sus esposas. Fuera como fuere, creció la tasa de natalidad. Así que supongo que usted no ha tenido demasiada suerte. —Aparte de recepcionista, podría ser alguna otra cosa. —No, no podría. —Pero, escúcheme... —Si supiera hacer alguna otra cosa, lo hubiera escrito en este cuestionario con letras bien grandes. Cuando se escribe «recepcionista», para mí ya no queda ninguna esperanza. Es un caso perdido, y no vale la pena que usted me haga perder el tiempo ni que yo se lo haga perder a usted. Pondré su tarjeta en el archivo, peí o ya se lo he dicho, y se lo vuelvo a repetir: no tiene la menor probabilidad de conseguir trabajo. Evidentemente, la entrevista había llegado a su fin, pero Mildred forzó la situación para poder soltar un pequeño discurso para venderse. Se fue animando con sus propias palabras y explicó que se había casado antes de cumplir los diecisiete años, de modo que, mientras otras mujeres aprendían profesiones, ella formaba un hogar y criaba a dos niñas, hechos que, por lo general, no eran considerados una carrera desgraciada. Ahora que su matrimonio se había disuelto, deseaba saber si era justo que se la castigara por lo que había hecho, y se le negara el derecho de ganarse el sustento como cualquier otro ser humano. Además, agregó, no había estado dormida. Había aprendido a ser una buena ama de casa, una buena cocinera, hasta el punto de que el poco dinero que conseguía provenía de los postres que vendía en su vecindario. Si podía hacer eso, también podía hacer otras cosas. Y repetía: —Lo que hago, lo hago bien. La señorita Turner extrajo un montón de cajones y los puso en fila sobre el escritorio. Contenían tarjetas de todos los colores. Mirando intencionadamente a Mildred dijo: —Le he dicho que usted no está cualificada. Muy bien, mire esto y comprenda lo que le quiero decir. En estos tres cajones figuran los que ofrecen empleo, personas que me llaman a mí cuando necesitan a alguien. A mí, precisamente a mí. Me llaman a mí porque yo no les engaño y les ahorro la molestia de hablar con memos, como usted ¿Ve las tarjetas rosas? Significan «no queremos judíos». ¿Ve las azules? Esas significan «no queremos gentiles». No son muchas, pero hay algunas. Eso nada tiene que ver con usted, pero le dará una idea. En este escritorio vendemos a gente igual que se vende ganado en los corrales de Chicago, exactamente por la misma razón: tienen lo que el comprador busca. Muy bien, ahora mire un momento algo que a usted le interesa. ¿Ve esas tarjetas verdes? Esas significan «no queremos mujeres casadas». —¿Podría preguntar por qué? —Porque, precisamente cuando la actividad es mayor, las maravillosas amas de casa como usted tienen la costumbre de recibir una llamada telefónica para decirles que Juanito tiene tos, y allá se van corriendo. Y a lo mejor no vuelven hasta el día siguiente o... hasta la semana siguiente. —Alguien tiene que cuidar a Juanito. —Esta gente, estos patrones que figuran en las tarjetas verdes, no está muy interesada en Juanito. Y otra costumbre que ustedes, maravillosas amas de casa, suelen tener, es la de acumular gran cantidad de deudas, que, según creían, pagaría su adorado esposo. Pero cuando él no lo hace, ustedes salen a buscar trabajo. Y entonces ocurre que contra el primer pago que les corresponde se presentan dieciocho demandas de embargo... y la vida es demasiado corta para esas cosas. —¿A usted le parece justo? —Yo lo llamo verde. Me guío por el color de las tarjetas. —Yo no debo un centavo. —¿Ni uno? Sintiéndose culpable, Mildred pensó en el interés de la hipoteca que debía pagar el i de julio, y la señorita Turner, viéndola vacilar, dijo: —Ya me lo imaginaba... Ahora fíjese en estos otros cajones. Todos son de solicitantes de empleo. Estas son taquígrafas... se ofrecen por docenas casi gratis, pero, por lo menos, algo pueden hacer. Estas son secretarias graduadas y cualificadas... que se ofrecen también a docenas, pero que están en otro cajón. Aquí están las taquígrafas con experiencia en actividades científicas, enfermeras, ayudantes de laboratorio, químicas; todas ellas, capaces de hacerse cargo de un consultorio, dirigir un establecimiento que requiera tres o cuatro médicos o trabajar en un hospital. ¿Por qué la voy a tener yo a usted en cuenta antes que a ellas? Algunas de estas muchachas tienen doctorados y másters obtenidos en las facultades más prestigiosas del país. Aquí tiene una cantidad de taquígrafas que son contables. Cualquiera de ellas podría hacerse cargo de todo el trabajo de oficina de una empresa no muy grande, y aún disponer de tiempo para una siestecita. Estos son vendedores, hombres y mujeres; cada uno ofrece referencias de primera clase... Ellos son los que mueven realmente el producto. Todos están sin empleo, el producto detenido, y yo no sé cómo podría ponerla a usted delante de ellos. Y aquí está el grupo de los elegidos. Mírelo, un cajón entero, hombres y mujeres, todos ellos auténticos ejecutivos, directores, auditores o gerentes de cualquier negocio. Y cuando recomiendo a uno, sé que cobrará los honorarios que le corresponden. Todos están en casa, sentados junto al teléfono, esperando que les llame. Y no lo haré. No tengo nada que decirles. Lo que yo quiero que entre en su cabeza es esto: usted no tiene la menor posibilidad de conseguir trabajo aquí. Toda esta gente me duele, no duermo pensando en que no tengo nada que ofrecerles. Merecen que se les dé algo, y no encuentro el modo de hacer nada por ellos. Por eso no hay la menor probabilidad de que la coloque a usted por delante de ellos. No está cualificada. No existe ni una sola cosa que sepa hacer, y yo no soporto a la gente que no sabe hacer nada. —¿Y cómo podría estar cualificada? Los labios de Mildred temblaban de nuevo, del mismo modo que en la oficina de la señora Boole. La señorita Turner dirigió rápidamente la vista para otro lado y dijo: —¿Me permite que le haga una sugerencia? —Sí, claro. —Yo no diría que usted tiene una belleza deslumbrante, pero sí una silueta de primera y dice que cocina bien y duerme mejor. ¿Por qué no deja de buscar empleo y le echa el anzuelo a un hombre para casarse de nuevo? —Ya lo intenté. —¿Y no dio resultado? —Veo que no se le escapan los detalles. Eso fue lo primero que pensé, y por un rato pareció funcionarme. Él no lo dijo, pero creo que el hecho de tener dos hijas me descalificaba. —Vamos, vamos, me parte el corazón. —No sabía que usted tuviera corazón. —Ni yo tampoco. La fría lógica de las palabras de la señorita Turner le llegó hasta las entrañas, hasta donde no le habían llegado las caminatas, las esperas y las esperanzas de las últimas semanas. Volvió a su casa, no pudo contenerse más y lloró durante una hora. Sin embargo, al día siguiente se inscribió en otras tres agencias.