Bien, reflexionemos durante un instante. ¿Con qué dificultades se encontraría un miembro de la tripulación de una nave espacial si no dispusiese de un mecanismo generador de gravedad artificial y pretendiese prepararse un suculento almuerzo? Suponed, por ejemplo, que quisiese ingerir algo tan aparentemente trivial como un pedazo de pan, simplemente. Todos sabemos que si el pan no está recién horneado, se desmigaja con suma facilidad. Como todos los objetos que se encuentran en el interior de la nave, cápsula o módulo, están en caída libre, las migas andarían flotando por todo el interior del habitáculo, dispersándose y, lo que es peor, podrían deteriorar seriamente sistemas delicados del vehículo espacial. Para evitar esto, es necesario almacenar los alimentos, bien enlatados, o en forma de bolas, normalmente deshidratadas, o también encerrados en recipientes, ya sean rígidos o flexibles. De hecho, desde la década de 1980, la agencia espacial norteamericana, la NASA, ha venido sustituyendo el pan por tortillas de harina similares a las que se sirven en los restaurantes mejicanos, las cuales, además de no producir migas, se mantienen en perfecto estado de conservación hasta 18 meses. Los condimentos, como pueden ser la sal, la pimienta o cualquier otro que habitualmente usamos en forma de granos, han de llevarlos consigo en forma líquida. Se emplean imanes, muelles y velcro para poder retener la cubertería y que no flote por el espacio de la cabina. A la hora de ingerir los alimentos deshidratados, tales como el queso o la pasta italiana, se hace uso de un dispensador de agua disponible a bordo. El líquido elemento se inyecta por una válvula incorporada en el recipiente o envase donde se encuentra el alimento y éste queda listo para ir directo a la boca. Excepcionalmente, puede incluso haber agua caliente o algún pequeño refrigerador, pero su uso está bastante restringido debido a las necesidades críticas de energía. En otras ocasiones, la comida se calienta en un horno a temperaturas entre 70 ºC y 85 ºC, que suele estar compuesto por dos compartimentos. Uno de ellos utiliza un sistema de convección para los envases de tipo rígido; el otro funciona mediante conducción de calor y se emplea con los envases flexibles. Una vez que se ha elegido el menú (los astronautas pueden hacerlo, pero siempre supervisados cuidadosamente por un nutricionista), los diferentes bocados se disponen sobre una bandeja, siendo encajados los distintos recipientes mediante el empleo de velcros. Si los cubiertos son metálicos, se sujetan con imanes. Por último, la bandeja se fija a una pierna del astronauta mediante una correa. No es lo mismo, pero esta realidad se asemeja bastante a la escena que tiene lugar en 2001: una odisea del espacio, mientras almuerza el astronauta Dave Bowman. Sigamos con la ficción por un momento y volvamos, una vez más, a nuestros amigos de la Nostromo, antes de ser masacrados por la criatura de verdosa sangre ácida. ¿Cómo tomarse un café o servirse un vaso de agua, en estado de microgravedad? Pues tampoco resultaría nada fácil el asunto. Tan pronto como intentasen inclinar la jarra, la cafetera o la botella para verter el líquido en la taza o en el vaso, comprobarían que aquél no caería, permaneciendo obstinadamente en el interior del recipiente que lo contuviese. En presencia de gravedad, la cosa es mucho más sencilla, pero cuando todos los objetos están en caída libre, ninguno se acelera más que otro y se hace necesario obligarlos a ello. No queda más remedio que sacudirle un buen mamporro al envase y al instante veremos cómo se forman gotas de distintos tamaños de café, agua o refresco. Y digo bien, se forman gotas, no cae ningún chorro, como sucede en la Tierra, y esas gotas pueden ser tan grandes como fuerte pueda ser el golpe que le asestemos al recipiente. Además, serán perfectamente esféricas, ya que las únicas fuerzas que actúan sobre ellas son las de carácter intermolecular, responsables de la tensión superficial. El que sean completamente esféricas es debido a que a igualdad de volumen, la esfera es el cuerpo geométrico con menor superficie. Pero aquí no terminan los problemas, pues si se pretendiese verter las gotas en la taza o el vaso, veríamos que el líquido comenzaría a extenderse por toda su superficie, primeramente por la interior y luego por la exterior, convirtiendo en una situación un tanto pringosa y desagradable la “hora del té”. La forma de solucionar esta molesta inconveniencia consiste en hacer lo que en física de fluidos se llama “que el líquido no moje al sólido” y esto depende de las características particulares del líquido que vengamos utilizando (en nuestro caso agua, aunque sea mezclada con un poco de café o unos polvitos con sabor a naranja o similar). Por ejemplo, si se empleara mercurio, no habría problema, pues éste nunca “moja al sólido”, aunque tomarse una taza de mercurio no resultase en absoluto vivificante. ¿Cómo hacer, entonces, que el café o el refresco no mojen el recipiente? Sencillamente, engrasando ligeramente este último con un poco de aceite, por ejemplo. En los párrafos anteriores he dado por supuesto que la teniente Ripley y compañía han sido capaces de calentar y hervir el agua para hacer el café. Pero, ¿cómo proceder en ingravidez? En primer lugar, más les valdría disponer de una placa vitrocerámica, pongamos por caso, ya que cualquier intento de utilizar una llama (una cocina de gas, sin ir más lejos) presentaría también algunas dificultades técnicas, ya que cuando arde una llama siempre se producen, como resultado de la combustión, gases como el anhídrido carbónico y el vapor de agua, ambos incombustibles. Como permanecen al lado de la llama debido a la microgravedad, el fuego arde muy débilmente y se apaga enseguida. Con el fin de mantenerlo vivo hay que remover continuamente el aire, soplando, abanicando o de cualquier otra forma parecida. Una vez mantenida encendida adecuadamente la llama, al calentar el agua en la cafetera, el líquido emplearía un buen rato en hervir debido a la ausencia de circulación de las distintas capas de fluido. En la Tierra, cuando calentamos agua en un recipiente, las capas líquidas en contacto con el fuego ascienden a la superficie, dejando espacio para que se calienten las capas más frías, que descienden, a su vez, hasta el fondo del recipiente. De esta manera, se propaga el calor por todo el volumen del agua y la ebullición se produce en un lapso de tiempo más o menos corto. En ingravidez, dichos ascenso y descenso de las capas de líquido no tienen lugar y, en consecuencia, el agua sólo se calienta por la parte inferior, la que está en contacto con el fuego. La solución pasaría por llevar a cabo algo parecido a lo que hacemos cuando cocinamos arroz con leche, es decir, revolver continuamente. Por último, aún resulta más osado freír comidas más o menos exóticas, como carne de rata, pollo con almendras, o perro agridulce con o sin tres delicias en el wok del genio Trey, en Sunshine. A poco que se intentase y no contásemos con nuestra vieja compañera la gravedad, los vapores que se formarían entre los alimentos y la superficie del wok, se volatilizarían violentamente en pequeñas explosiones, lanzando por los aires pedacitos de carne poco hecha. ¡Bon appétit! Café y copa, pero nunca el habano Bien, después de haber llevado a cabo un brevísimo repaso de algunas de las dificultades por las que deberían pasar los tripulantes de una nave espacial a la hora de elaborar sus propias recetas y/o de alimentarse a bordo, dejadme que os cuente algunos inconvenientes más que deben superar los alimentos de los que se nutren los astronautas actuales, así como los que hipotéticamente viajasen por el espacio en un futuro no demasiado lejano. Desde los ya lejanos años sesenta del siglo pasado, los astronautas del proyecto Mercury debían nutrirse a base de alimentos bastantes desagradables, envasados en tubos flexibles semejantes a los que actualmente contienen nuestras pastas dentífricas. Podéis imaginaros el sabor de semejante mejunje. Algo más se avanzó pocos años después, durante las misiones Gemini, donde se disfrutó por primera vez del helado espacial (los alimentos se rehidrataban con la propia saliva del astronauta que los consumía), pero no sería hasta la época del proyecto Apollo cuando se dispuso de agua caliente, los primeros cubiertos y comida termoestabilizada o esterilizada (más adelante volveré sobre esto) que no necesitaba ser rehidratada. El primer refrigerador de alimentos no haría su aparición hasta la época del célebre Skylab, donde ya se podía contar con hasta 72 menús diferentes. En el momento en que redacto este capítulo, los transbordadores actuales disponen de 74 comidas distintas y más de una veintena de bebidas diferentes. Como ya dije anteriormente, en los cinco o seis meses previos a la misión, los propios astronautas supervisan los menús (controlados por nutricionistas, para que ningún estadounidense se pase con las hamburguesas y los perritos calientes y ningún ruso haga lo mismo con lo que diablos sea lo que ellos coman) y llevan a cabo una evaluación de los mismos, calificándolos como si fueran las notas de un examen, de 1 a 9 puntos, según sus gustos personales; si esta puntuación supera el 6, el plato elegido pasa a formar parte del menú de a bordo. Pero no todo resulta tan sencillo, pues los alimentos que se han de transportar en la nave deben pasar por un riguroso control de calidad nutricional, así como estar convenientemente tratados desde un punto de vista bacteriológico. Así, por ejemplo, la comida que se elabora para las misiones estadounidenses de la NASA sufre tres técnicas básicas: ionización o irradiación, deshidratación y esterilización. En Europa, el segundo de los anteriores procesos se sustituye, en ocasiones, por otro denominado de “alta presión hidrostática”. A continuación, os describiré sucintamente cada uno de ellos. La ionización o irradiación consiste, simplemente, en lanzar haces de electrones, rayos X o rayos gamma, haciéndolos incidir sobre los alimentos colocados dentro de sus propios envases (el pavo ahumado es un buen ejemplo de alimento irradiado). Esta técnica presenta ventajas, como pueden ser que la estructura de la comida no se ve alterada, ni sufre aumento de temperatura, además de no transformarse en radiactiva. Si las dosis de radiación son suficientemente elevadas, las bacterias y demás microorganismos se eliminan, lo cual permite almacenar los alimentos sin necesidad de refrigerarlos. Pero no todo son ventajas. Respecto a los inconvenientes, se puede decir que las reacciones de oxidación traen como efectos secundarios la destrucción del contenido en vitaminas, así como un desagradable cambio en el color y sabor de la comida. La irradiación también conlleva una degradación de los ácidos grasos poliinsaturados, cuya ausencia se sabe que está íntimamante relacionada con los problemas de tipo coronario y elevados niveles de colesterol. En la esterilización, el producto alimenticio se somete a temperaturas comprendidas entre los 110 ºC y los 115 ºC, con el propósito de destruir las enzimas y demás microorganismos altamente resistentes. Es el proceso que más afecta al contenido en vitaminas de los alimentos. El agua sufre un tratamiento un poco diferente, pues se calienta hasta los 130 ºC para, posteriormente, ser tratada con yodo, reduciéndose el número de microbios presentes a menos de un millar por litro. Tres alimentos típicamente esterilizados son la fruta, el atún y el pollo a la parrilla de las fajitas. La técnica de altas presiones hidrostáticas (a veces, también se la conoce como pasteurización hiperbárica) consiste en introducir los alimentos en unos recipientes flexibles pero completamente herméticos y sumergirlos en una cámara especial llena de agua. Una vez allí, son sometidos durante unos pocos minutos a presiones de unos cuantos miles de atmósferas. Se consigue, de esta forma, reducir la vida útil de los microbios. Sin embargo, al no poder ser eliminadas las enzimas de forma total, los alimentos han de conservarse refrigerados. Por último, la comida que ha sufrido un proceso de deshidratación, ya sea total o parcial (sopa, huevos revueltos, cereales del desayuno, melocotones, peras, albaricoques) presenta sus propios problemas, ya que producen altos niveles de sulfatos (éstos pueden dar lugar a severos problemas respiratorios y cardíacos), así como dolencias y flatulencias (más conocidas como pedos o cuescos, según lo fino y delicado que se sea). Pero no os alarméis, porque los ingenieros y demás sesudos responsables de las misiones espaciales han pensado ya en todos estos problemas. De mucho tiempo atrás es sabido que el cuerpo humano emite gran cantidad de gases, como el dióxido de carbono, el metano o el amoníaco, entre otros. Evidentemente, en un espacio tan reducido como una cápsula espacial, el hecho de estar respirando los aromas del desalojo gaseoso de un compañero, por muy buen rollito que haya a bordo, constituye un problema muy serio. Por eso, se hace necesario eliminar tan dañinas emanaciones. Dicha labor se lleva a cabo mediante filtros de carbono activo (algo semejante a lo que hacemos con las campanas extractoras de nuestras cocinas). Además, resulta imprescindible fabricar oxígeno respirable, tarea que se lleva a cabo mediante el proceso de electrolisis del agua, que no consiste en otra cosa que hacer pasar una corriente elécrica por el líquido y húmedo elemento, separando sus moléculas en sus componentes atómicos correspondientes (hidrógeno y oxígeno). El primero de ellos se combina con el dióxido de carbono producto de la respiración humana, generándose agua y metano. Este último se expulsa al exterior. La cuestión de los alimentos de los astronautas ha adquirido tal importancia en los últimos años que, actualmente, se trabaja de forma intensa en la elaboración de menús que sean lo más parecidos posible a los que se consumen aquí, en la Tierra. Hay que tener en cuenta que un tripulante a bordo de la Estación Espacial Internacional puede contemplar hasta 16 amaneceres y sus correspondientes crepúsculos cada 24 horas de misión debido a que describen una órbita cada 90 minutos, aproximadamente. De esta forma, la alimentación no juega un papel meramente físico, sino también psicológico de gran importancia; resulta esencial para la buena salud de los viajeros espaciales tener la sensación de que se encuentran cerca de su hogar y que la comida que ingieren sea una pequeña fiesta dentro de la monotonía de las labores que se llevan a cabo a bordo de la nave o estación. Últimamente, son bien conocidos los casos de algunos adinerados y ociosos turistas espaciales, cada uno de ellos con sus caprichitos personales. Por ejemplo, se puede citar a Charles Simonyi quien saboreó, mientras disfrutaba de su paseíto por la Estación Espacial Internacional, un suculento menú compuesto por pechugas de pato rellenas de alcaparras, codornices asadas, pollo al queso, puré de patatas con nueces y un delicioso arroz con leche. Entre las cosas que se nos dan bien a los españoles (además de ir de jarana y visitar bares con asiduidad) está la elaboración del llamado “Menú Barcelona”, creado por tres grandes “chefs” españoles: Carles Abellán, Carles Gaig y Enric Rovira. Dicho menú espacial consiste en nueve platos, de los cuales destacan la escalivada de berenjena y pimientos, los guisantes con zanahoria y panceta, el arroz con calamares y los bombones planetarios de postre. Yo, personalmente, sigo prefiriendo la pizza. De todas formas, no me queda muy claro si todos los apetitosos platos citados más arriba presentarán el mismo sabor si los degustásemos aquí abajo, en nuestro querido, viejo y maltratado planeta. Pues cuentan los astronautas (los de verdad) que, debido, al estado de microgravedad en el que se encuentran de forma permanente, los fluidos corporales suelen acumularse en la parte superior del cuerpo, produciendo una cierta congestión en la cabeza y la nariz, muy similar a la que se puede experimentar cuando sufrimos un constipado. Esto afecta de forma notable al sabor de los alimentos y, hasta ahora, la única solución parcial que parecen haber encontrado consiste en condimentar fuertemente con productos como el ketchup o las salsas picantes. Sinceramente, no me imagino comer bombones planetarios picantes y embadurnados de tomate frito ligeramente especiado. No quisiera finalizar este capítulo sin haberme referido, aunque sea brevemente, a las posibles futuras misiones espaciales de larga duración. Si todos los inconvenientes que os he contado hasta ahora os parecen poca cosa, sólo tenéis que imaginar qué pasaría si los viajes durasen meses o incluso años, tal y como nos muestran las películas de ciencia ficción. Tened en cuenta que un astronauta puede perder, durante una misión no demasiado prolongada, hasta la décima parte de su masa corporal y un 2,5 por ciento de la ósea, por lo cual necesitan ingestas de calcio superiores a las de los humanos normales que no viajamos ni viajaremos nunca al espacio. Análogamente, deben ingerir suplementos de vitamina D, ya que ésta se produce en el cuerpo humano con la inestimable colaboración de la luz solar. Para recuperarse cuando regresan a la Tierra se requiere más del doble del tiempo de duración de la misión. Según el propio Pedro Duque, astronauta español, se estima en unos 20.000 euros el coste de cada kilogramo que es enviado al espacio. Cada astronauta dispone de unos 2 kg de comida por día (incluidos los recipientes y envases), además de un suplemento para casos de emergencia, en caso de tener que permanecer durante un período no superior a tres semanas, de unas 2.000 kilocalorías diarias. Las soluciones que actualmente se estudian van por el camino del autoabastecimiento a bordo de las naves espaciales, es decir, se trataría de que los propios miembros de la misión cultivasen ellos mismos hasta un 90 por ciento de sus alimentos. Las opciones más viables parecen ser el arroz, la soja, los tomates, cebollas, espinacas, trigo, cacahuetes, patatas y ciertas especies de algas ricas en proteínas. Se trata, en todo caso, de productos fácilmente transformables en harina y queso de leche de soja, además de presentar enormes ventajas, como la de contener aceites utilizables en otras comidas y el poder usarse para reciclar y depurar el aire, haciéndolo respirable de nuevo. En relación con esto, resulta enormemente recomendable la película Naves misteriosas (Silent Running, 1972). Y ya sólo me resta, para terminar, recordaros que, una vez que uno ha comido opíparamente, que NO ha fumado un cigarrillo (fumar está terminantemente prohibido en las misiones espaciales) y se encuentra más o menos en buena forma, lo único que le hace falta para sentirse como en casa es… sexo espacial, un buen casquete interestelar, pues la microgravedad ni siquiera permite el natural y reconfortante proceso del eructo a causa de la imposibilidad física de separación entre líquidos y gases en el interior del tubo digestivo. Ya se sabe, a falta de pan buenas son tortas…