Jet lag y papada: Diario «popamericano» por Pedro Almodóvar En la frontera En el momento que pisas suelo americano no tienes la menor duda de dónde estás. Cuando hacíamos la cola ante las cabinas de inmigración, sobre nuestras cabezas había unos monitores de televisión emitiendo un partido de fútbol americano, expresión inequívoca de la cultura local (cultura pop, el pop es una expresión artística genuinamente americana. Cualquier esquina de Times Square en Nueva York es un verdadero museo de arte pop, o la curva de Sunset Boulevard con Tower Records en Los Ángeles, o todo el paseo por el bulevar, con sus casitas bajas, los números desproporcionadamente grandes, los maravillosos billboard y las fachadas de los únicos edificios altos, los de los hoteles, sirviendo de soporte a imágenes de publicidad descomunales que no solo se integran en el paisaje, sino que le dan forma, alegría y vida). Me divirtió que, en las pantallas, en vez de poner el número de los vuelos que llegaban o el número de cinta rodante donde podías recoger tu equipaje, emitieran imágenes del deporte americano favorito. Pero aquella sensación duró poco. Detrás de mí había una pareja de jóvenes valencianos que se excitaron mucho al verme, tanto que uno sacó una cámara, el otro dio un salto y me cogió por la cintura, e inmediatamente estalló un flash. Lo hicieron todo muy rápido; pero todavía no habían acabado de darme las gracias cuando aparecieron a su lado dos feroces funcionarios, les quitaron la cámara y los sacaron de la cola con gestos intimidatorios. Yo me asusté porque, aunque realmente los valencianos demostraron tener muy poco conocimiento, tampoco era como para que los condenaran a picar piedra en una cantera, como hemos visto en montones de películas. Durante la media hora siguiente, la mayor parte de la cola desfiló ante las ventanillas de inmigración, pero no volvimos a ver a los chicos valencianos por ningún lado. Fuimos a la zona de recogida de equipajes y tampoco aparecieron por allí. Cuando salimos y respiramos el primer aire helado del exterior, yo sentía mala conciencia por no haber hecho nada. Podría haberles explicado a los de la migra que los valencianos son así de echaos palante; que fue en Valencia donde se inventó la ruta del bakalao, conocida e imitada en el mundo entero; que los valencianos son tan vitales que el simple hecho de encontrarme en una cola les provoca una alegría incontenible, pero que ellos no son culpables de ser tan festivos. La culpa es del Mediterráneo un mar transparente y gozoso que hace perder el juicio no solo a los lugareños, sino también a las discretas hordas inglesas y a las estrictas hordas germanas. Premios del National Board of Review Nueva York nos recibe con 15 grados bajo cero, ¡con lo mal que me sientan los gorros! Mi asistente dice que eso son complejos míos, pero yo sé que una de sus tareas es mentirme para mantener alta mi moral. Pasamos por el nuevo establecimiento de Prada, obra del arquitecto Rem Koolhaas, realmente merece la pena verlo. Además de admirar el diseño del espacio, me compro varias prendas que no necesito, además de un gorro que me sienta igual que los otros, pero sabiendo que es de Prada me infunde mayor confianza. El invierno neoyorquino es frío y luminoso, con una luz lechosa que le arrebata el color a las diversas superficies que se superponen unas a otras creando una orgía de volúmenes que hacen de Nueva York una ciudad visualmente única. La primera noche entretenemos el jet lag comprando y devorando revistas de cine. Me quedo atónito cuando descubro que en Premiere, Variety, Entertainment Weekly y The Hollywood Reporter aparecemos como seguros candidatos al menos para tres de las grandes categorías de los oscars. Lo leo una y otra vez, y no me lo creo. Ni pienso creérmelo. Ese es un abismo al que no pienso lanzarme. No quiero sentirme frustrado después. De vuelta a casa, consultamos nuestra biblia digital, el Variety y descubrimos que nos han dado otros dos premios que evidentemente no fuimos a recoger, los Golden Satellite, como mejor película extranjera y mejor guion. Pero tanto premio no me ayuda a dormir, y como de costumbre los fantasmas de la diferencia horaria se ensañan conmigo. Al día siguiente, en el temprano atardecer invernal, rebosando un traje gris de Thierry Mugler, una limousine nos conduce al Tavern on the Green, un lugar muy kitsch, tipo Florida Park, en pleno corazón del Central Park. Yo ya lo conocía porque The Film Society of the Lincoln Center suele organizar allí la fiesta de apertura del Festival de Nueva York, honor que a veces ha recaído en un servidor. La cena con premio del National Board of Review se presenta ruidosa y muy concurrida, cada premiado suele acompañarse de una corte de seis o siete personas (entre publicistas, agentes, asistentes, novios y familiares). El ambiente es cálido (calor humano, debido a que había más gente de la debida) y cercano (el Tavern es grande, pero no cabemos, nos incrustramos los unos contra los otros; no me quejo, no me importa tener incrustado a Harvey Keitel). Michael Barker, nuestro anfitrión y jefe de Sony Pictures Classics, nos conduce a una mesa donde están George Lucas y una mujer idéntica a un dibujo de Modigliani (su esposa, según me entero después). Francis F Coppola y su hija Sofia, también cineasta (Las vírgenes suicidas), adorable y tímida, pero con el talento de la familia. Creí que Barker nos llevaba para presentarnos a los monstruos sagrados, pero no, semejante poderío de mesa era ¡mi mesa! Me quedo mudo de la impresión, y no sé qué decirle a George Lucas durante toda la cena, a pesar de todo lo que se ha inventado ese hombre a favor del lenguaje cinematográfico. El reconocimiento que le hacen al final de la ceremonia no puede ser más justo. A mi lado se hallaba Harvey Keitel, y junto a él una chica cuyo rostro y pelo frito me sonaba (resultó ser Daphna Kastner y había rodado en España Spanish Fly). Keitel era el artista elegido por el National Board of Review para glosar mi carrera y entregarme el premio. El hombre estaba nervioso por la responsabilidad. Estuvo encantador, emocional y tierno. Yo no le dije suficientemente cuánto le admiraba. Keitel es uno de los grandes y escasos actores americanos que se han arriesgado a llevar una carrera lejos de Hollywood, o a rebajar su estatus de estrella para arrastrarse por el lodo del cine independiente americano (Teniente corrupto, de Abel Ferrara), o compartir en Europa, con Romy Schneider, un proyecto mítico, La muerte en directo, de Bertrand Tavernier, idea madre de muchas pelícu las que después se han hecho. Aunque odio la palabra, entrañable fue el abrazo que nos dimos en el escenario. El escenario improvisado a un metro del suelo era muy escueto: dos carteles de películas y un póster de Christopher Plummer, premio a toda su carrera, eran la única decoración. Los carteles pertenecían a Las horasy Hable con ella. ¡Sí! La sorpresa y el descubrimiento de verme en esa especie de altar me dio la idea para el discurso de agradecimiento, comento la misteriosa casualidad que relaciona a los personajes de mi película. Explico que en Hable con ella aparece la edición de Las horasen español cuando Darío Grandinetti coge su móvil para escuchar el último mensaje de Benigno. El aparato estaba sobre el ejemplar de Las horas; no era casual, sino un homenaje a la obra maestra de Michael Cunningham, presente en la sala. La portada exhibe una mano muerta emergiendo del agua. La muerte y el agua. La muerte de Virginia Woolf, ahogada en el río, con los bolsillos llenos de piedras (en Las horas, novela y película). Y la muerte, igualmente decidida, de Benigno, una noche de lluvia, en Hable con ella. Comento mi impresión al coincidir en el escenario con los carteles de ambas películas, y doy las gracias. Mi presencia y el discurso son recibidos con grandes aplausos, excepto Christopher Plummer que, según él mismo dijo al recibir su premio, vivió una pequeña crisis cuando yo mencioné los dos carteles que había en el escenario, cuando en realidad había un tercero con su rostro. Tengo la impresión de que esa sensación de olvido y marginación en alguien como el señor Plummer, que no ha dejado de trabajar, no era nueva para él. Le pedí disculpas allí mismo. De todas modos, el asunto del cartel de nuestra película fue el origen de un placer inagotable. (A propósito, la revista Premiere lo ha elegido el mejor póster del año; Barbra Streisand lo ha fusilado para la carátula de Duets, su último disco, y también ha servido de modelo para el cartel de la primera película dirigida por Denzel Washington, Antwone Fisher). Por una vez lamenté que el acto no fuera emitido por te levisión. La ceremonia se multiplicaba en varias pantallas de vídeo colocadas en los extremos de la sala; durante casi todo el tiempo que duró la ceremonia, la cámara que más se vio fue la que enfocaba a nuestro cartel. De haberse transmitido, el acto se habría convertido en el mayor anuncio jamás pagado de la historia de la televisión americana. Nuestro cartel componía divinamente, en distintas proporciones, con todos los que presentaron o recogieron premios. La entrega duró algo más de dos horas, y Michael Moore, Susan Sarandon (la más guapa, tenía un punto de esplendor napolitano, con un vestido muy Sophia Loren, primera etapa), Elmer Bernstein, Julianne Moore, Al Pacino, Christopher Plummer, Cicely Tyson, Maggie Gyllenhaal (actriz revelación por Secretary), Harvey Keitel, Coppola, George Lucas, George Clooney (cojo y más guapo que en pantalla, premiaban su revelación como director en Confesiones de una mente peligrosa, escrita por Charlie Kaufman, el inventor de Cómo ser John Malkovich y, este año, Adaptation (El ladrón de orquí deas), también dirigida por Spike Jonze). John Turturro, Todd Haynes, Stephen Daldry, Richard Gere, Renée Zellweger, Rob Marshall, etc., fueron algunos de los artistas que compartieron imagen con el cartel. Susan Sarandon y Michael Moore fueron los únicos que aludieron a la situación de amenaza de guerra que vive el país. Moore está recibiendo muy merecidamente todos los premios al mejor documental por Bowling for Columbine, un repaso irónico, real y estremecedor sobre el uso cotidiano de las armas en Estados Unidos. Cuando todo termina quiero tomarme una foto con mis compañeros de mesa, pero me da un apuro enorme pedírselo. Cero espíritu paparazzi el mío. Por fin me atrevo y, para mi sorpresa, Coppola padre, saca una cámara digital diminuta y pide su turno para otra ronda de fotos. A la única que he visto sacar una cámara sin pizca de sonrojo, además de Francis Ford Coppola, es a Loles León. Después de las fotos no hay tiempo para mucha chá chara porque debemos volver a casa, hacer las maletas y levantarnos pronto porque a las nueve nos recogen para llevarnos al aeropuerto rumbo a Los Ángeles. Un viaje a Los Ángeles no tiene por qué ser una tortura, especialmente si vuelas en business, pero en eso exactamente lo convierte American Airlines. Un airecillo rico en todo tipo de bacterias acaricia tu cabello, tus fosas nasales y tu garganta durante las cinco horas y media que dura el vuelo. Dormir y suplir la falta de sueño de la noche anterior hubiera sido lo ideal, pero el respaldo de los asientos estaba diseñado por un torturador. Ni soñar con echar una cabezadita. Afortunadamente en Los Ángeles hace buena temperatura. Llegamos como hace tres años, con el tiempo justo de deshacer las maletas, dar a planchar el traje -esta vez de Armani-, ducharte y salir a toda hostia al hotel Casa del Mar, donde se hace entrega de los Premios de la Crítica de Los Ángeles, premios importantísimos que en esta edición me han elevado a la categoría de mejor director. Los Angeles Film Critics Awards Cegado por el primer baño de flashes, tuve un bajón. Al jet lag Madrid-Nueva York (seis horas) le sumaba ahora el de Nueva York-Los Ángeles (tres horas). Creí que me iba a desmayar. Aprovecho el bajón para reflexionar sobre el paso del tiempo, sin haberme comido ni una mala magdalena proustiana. No hay nada como viajar frenéticamente para descubrir que el tiempo pasa por encima de ti como una apisonadora. El bajón y la consiguiente reflexión me empujan a hacer una confesión, nada me sienta peor que el jet lagy las papadas (propias). Y en ese momento yo atesoraba un doble jet lag y una triple papada. Me faltaban las fuerzas pero de pronto vi al compositor Elmer Bernstein, un hombre de más de setenta años al que habían premiado la noche anterior en Nueva York, y que ahora acudía tieso y rozagante a la misma ceremonia en Los Ángeles (en ambas ocasiones le premiaban por su estupenda banda sonora de Lejos del paraíso, de Todd Haynes, con Julianne Moore, tan ubicuos como yo.) La frescura del pizpireto Bernstein me hizo pensar que, si él estaba tan fresco a su edad, yo no podía ser menos. Así que me autolobotomicé y convencí de que estaba en plena forma. La ceremonia de entrega de premios de la crítica de Los Ángeles se lleva a cabo en uno de los salones del hotel Casa del Mar, también en el transcurso de una cena. Hay menos categorías premiadas, sin embargo, la ceremonia dura más tiempo. ¿Razón? Todo el mundo habla más. La situación es relajada, sencilla y familiar, imposible desde luego en ningún lugar de Europa, y menos en España. Imaginaos que nos reunimos alrededor de unas cuantas mesas los críticos que suelen machacar nuestras películas y los directores y actores que trabajamos en ellas. Inimaginable. Me resulta extraño ver cómo los críticos y sus «¡Me queda fatal ese sombrero! Mi asistente siempre me dice que son complejos míos, pero sé que una de sus misiones es mentirme para mantenerme bien alta la moral» Descubro que a los críticos de Los Ángeles (espero que lo tomen como un halago) lo que realmente les gustaría es ser actores cómicos. Para la presentación del premio y del premiado, todos montan largos monólogos básicamente cómicos, y parecen disfrutar mucho de cada segundo vivido en el escenario. Pero, como decía, la familia Almodóvar solo tiene motivos de agradecimiento hacia este grupo. Es el primer colectivo importante de críticos especializados que en Estados Unidos me proclama mejor director del año. Se lo agradecí y se lo agradezco de todo corazón. En el camino a mi mesa me presentan a una auténtica dama, Anne Bancroft, la mujer más elegante de esta larga semana de fiestas y desfiles de moda. Bellísima, radiante de buen humor (mezcla de Ava Gardner y Charo López), Bancroft acompañaba a otras dos leyendas: su marido, Mel Brooks (¡qué cara tan graciosa!), y Arthur Penn, el gran homenajeado de la noche. Conocí a Arthur Penn en Madrid, durante una retrospectiva organizada por la Filmoteca. Parte de la mejor historia del cine americano de hace treinta años lleva su firma, aunque su carrera no fue precisamente un camino de rosas (El zurdo, El milagro de Ana Sullivan, Bonnie y Clyde, La jauría humana). La presentación de Anne Bancroft; el largo discurso de Arthur Penn recordándonos su historia; la intervención de Jack Nicholson, irónico implacable, premiado por su papel en A propósito de Schmidt; la simpática Edie Falco, mejor actriz secundaria por La tierra prometida, dirigida por John Sayles, comentando en el escenario que aquello era demasiado «elegante» para ella; la tullidez tan atractiva del estupendo Chris Cooper (el vecino facha y gay de American Beauty, de nuevo revelación en Adaptation (El ladrón de orquídeas) y candidato seguro para los premios de marzo); mi conversación con la gran maestra de montadores Thelma Schoonmaker (responsable del ritmo frenético de las películas de Martín Scorsese, viuda de Michael Powell), confiándome detalles que no puedo repetir de la gran aventura que ha supuesto el montaje interminable de Gangs of New York; las muestras de mutua y sincera admiración de Julianne Moore (me aseguró que se ponía a estudiar español para poder trabajar conmigo); el abrazo entusiasta de Jack Nicholson susurrándome al oído cómo le gustaban mis películas; las miradas cómplices con Alexander Payne y Todd Haynes, son algunos de los muchos recuerdos que me traigo de aquella noche y que no quiero olvidar. Por eso escribo esta crónica….