Los dos hombres salieron de la estación empujando un objeto cubierto, montado sobre ruedas. Lo llevaron a lo largo de la plataforma hasta alcanzar uno de los vagones centrales, y allí lo subieron, gruñendo, con los cuerpos empapados de sudor. Una de las ruedas cayó, rebotando sobre los escalones metálicos. La recogió un hombre que venía detrás, para entregársela al que llevaba un traje pardo arrugado. —Gracias — dijo el hombre del traje pardo, guardando la rueda en el bolsillo lateral de la chaqueta. Ya en el coche, ambos empujaron al objeto cubierto por el pasillo. La falta de una rueda lo hacía inclinarse hacia un lado; el hombre del traje pardo, cuyo nombre era Kelly, se veía forzado a sostenerlo con el hombro para evitar que tumbara. Respiraba jadeando, y de vez en cuando sacaba la lengua para lamer las pequeñas gotitas de sudor que se le formaban sobre el labio superior. Al llegar al medio, el que llevaba un traje azul arrugado volteó hacia atrás uno de los respaldos, de modo que quedaran cuatro asientos enfrentados. Después empujaron el objeto hasta colocarlo entre los asientos; Kelly metió la mano por una abertura de la funda y tanteó hasta encontrar cierto botón. El objeto se sentó pesadamente junto a la ventana. — ¡Oh, Dios!, oye cómo chirría — dijo Kelly. Pole, el otro hombre, se encogió de hombros y se sentó. — ¿Qué esperabas? — preguntó, suspirando. Kelly se estaba quitando la chaqueta. La dejó caer en el asiento de enfrente y se sentó junto al objeto cubierto. —Bueno, le vamos a comprar algunas cosas en cuanto cobremos — dijo, preocupado. —Si lo conseguimos — dijo Pole. Este era muy delgado. Se recostó contra el asiento caliente, mientras Kelly se enjugaba las mejillas sudorosas. —¿Por qué? — preguntó, pasándose el pañuelo húmedo bajo el cuello de la camisa. —Porque no fabrican más — respondió Pole, con la falsa paciencia de quien ha repetido lo mismo demasiadas veces. —Es una locura —protestó Kelly. Se quitó el sombrero para secarse la pequeña calva, circundada por pelo de color herrumbre, agregando: —Todavía hay muchos B-7 en funcionamiento. —No tantos — observó Pole, apoyando un pie sobre el objeto cubierto. — ¡No! — exclamó Kelly. Pole dejó caer el pie, con una suave maldición. Kelly pasó el pañuelo por el forro de su sombrero. Iba a ponérselo otra vez, pero cambió de idea y lo dejó caer encima de su chaqueta. — ¡Diablos, qué calor! — exclamó. —Y se pondrá peor — observó Pole. Del otro lado del pasillo un hombre colocó su maleta en el estante y se sentó, bufando. Kelly le echó un vistazo antes de volverse. —Así que hará más calor en Maynard, ¿eh? — preguntó. Pole asintió. Kelly tragó saliva, diciendo: —Me gustaría tomarme otra de esas cervezas. Su compañero perdió la mirada más allá de la ventanilla entre las ondas cálidas que se levantaban de la plataforma de cemento. —Me tomé tres cervezas — continuó Kelly —, y tengo tanta sed como antes. — ¡Ajá! — dijo Pole. —Como si no hubiese tomado nada desde que salimos de Fila. — ¡Ajá! Por un momento, Kelly fijó la vista en el otro. Pole era de cabellos oscuros y piel blanca; sus manos eran desproporcionadamente grandes en relación con el cuerpo; pero eran tan hábiles como grandes. "Pole es de los mejores", pensó Kelly, "de los mejores." —¿Te parece que le irá bien? — preguntó. —Siempre que no le peguen — gruñó Pole, sonriendo sin la menor alegría. —No, no, hablo en serio — protestó Kelly. Los ojos oscuros e inexpresivos de Pole se apartaron de la plataforma para mirar a Kelly. —Yo también — dijo. — ¡Vamos! —Steel, lo sabes tan bien como yo. Lo mandarán al diablo. —No es cierto — afirmó Kelly, agitándose en el asiento, incómodo —. No necesita más que algunos arreglos. Un pequeño ajuste y quedará como nuevo. —Sí un ajuste de trescientos o cuatrocientos dólares — repuso Pole — y con repuestos que ya no se fabrican. Y volvió a mirar por la ventanilla. —Vamos..., no está tan mal — protestó Kelly —. ¡Dios mío!, el que te oiga pensará que sólo sirve para chatarra. —¿Y no es cierto? —No — retrucó Kelly, enojado —, no es cierto. El moreno se encogió de hombros; sus largos dedos blancos tamborilearon sobre las rodillas. —Todo porque está un poco viejo... —Viejo... — gruñó Pole —. Caduco, eso es lo que está. — ¡Oh! Kelly aspiró una gran bocanada de aire caliente y exhaló por la nariz ancha. Posó los ojos sobre el objeto cubierto, con la expresión de un padre enojado por las faltas de su hijo, pero más enojado aún con quienes las mencionan. —Todavía le queda para rato — dijo. Su compañero contempló a la gente que caminaba por la plataforma. Un maletero empujaba un carro repleto de maletas apiladas. —Bueno, ¿está bien o no? — preguntó Kelly finalmente, como si la pregunta le resultara desagradable. —No sé, Steel — respondió Pole, volviendo los ojos hacia él —. Necesita reparaciones, y tú lo sabes. El resorte impulsor del brazo izquierdo tiene ya tantas composturas que está casi arruinado. De ese lado no tiene protección. El lado izquierdo de la cara está todo golpeado; la lente del ojo se ha quebrado. Los cables de las piernas están gastados y flojos, y la tensión se ha ido al demonio. ¡Cielos, si hasta el giroscopio anda mal! Y agregó, apartando otra vez la mirada: —Para qué hablar de la pasta lubricante que no tiene. —Se la pondremos— dijo Kelly. — ¡Sí, después de la pelea, después de la pelea! — estalló Pole — ¿Y antes qué? Andará a los chirridos por todo el ring, como una... pala mecánica. Por milagro puede ser que aguante dos rounds. Nos van a emplumar. Kelly tragó saliva y encontró confianza para afirmar: —No creo que esté tan mal. —¡Que me lleve el diablo si no! Está peor. ¡Ya verá cuando la gente se dé cuenta de lo que es este "Maxo el Luchador", de Filadelfia. ¡Oh, Dios!, nos van a matar. Tendremos que darnos por muy conformes si logramos cobrar los quinientos dólares. —El contrato está firmado — observó Kelly, en tono seguro —. Ahora no pueden echarse atrás. Aquí mismo tengo una copia, en el bolsillo. Se inclinó para palmear su chaqueta. —El contrato habla de "Maxo el Luchador" — indicó Pole —. No de esta... pala mecánica que tenemos aquí.