Juntos de nuevo Tres semanas después, cuando volví a Palermo, la tensión en el plato era explosiva. Francis estaba donde le había dejado, todavía sentado en la Silver Bullet, todavía reescribiendo el final. Tras docenas de rupturas, Al y yo rompimos de nuevo. Maestros de la evitación como éramos, ni siquiera nos saludábamos. Un sábado frío Francis programó un ensayo en la sala donde Wagner compuso Parsifal. Se reunieron los sospechosos habituales: Andy Garcia, George Hamilton, Talia Shire, Sofía (que pronto sería portada de Vogue), Richie Bright, Al y John Savage. Eli Wa-llach se me acercó. «Eres una superviviente. Me alegro por ti. Eres una superviviente deslumbrante.» ¿Superviviente? Las luces del teatro Massimo estaban colgadas al revés. Gordon Willis echaba chispas. Mientras esperábamos la duodécima versión del final de El Padrino III, pensé en las anteriores. En una Talia mata a Eli Wallach, Al se queda ciego y Andy rompe con Sofía un instante antes de que sea asesinada; cuando el ciego Al descubre a su hija muerta en los escalones del teatro, se vuela los sesos. En otra se da a Al por muerto pero vuelve. En una tercera, le disparan pero sobrevive y al final lo matan el Domingo de Pascua cuando va a la iglesia. En otra versión Al es tiroteado en el teatro Massimo, pero Sofia vive. Ninguno de nosotros sabía qué esperar. ¿Sería este el último borrador, el definitivo, o solo uno más de la serie de intentos de terminar la saga de nuestro voluble e inteligente jefe, Francis Coppola? Lo que recuerdo sobre el rodaje del final definitivo de El Padrino III es esto: no me costó llorar. Lloré y lloré, y seguí llorando. No me costó. Solo tuve que pensar en mi padre. Cuando no pensaba en él, pensaba en Al. Volvíamos a estar juntos, más o menos. Me daba lo mismo que lo nuestro saliera bien o no. Era feliz oyéndolo recitar Macbeth, a medianoche, oyendo el sonido de su voz. Estaba loco. Era un loco maravilloso. Siempre me llamaba Di. «Di, prepárame un café, caliente y fuerte.» «Di, siéntate a mi lado y hablemos.» Una noche, mi preferida, me contó lo que era ser un niño de la calle. Le encantaba el otoño y cómo las sombras amplificaban los edificios destartalados. Me dijo que el mundo siempre sería aquella calle del Bronx. Comparaba todas las cosas bellas con aquella época, con la luz dorada brillando sobre sus amigos y la calle. Siempre la calle. Yo le escuchaba. Detestaba las despedidas. Prefería desvanecerse tan misteriosamente como aparecía. A veces me despertaba en plena noche y lo encontraba preparando té o comiendo palomitas y m&Ms. Le gustaban las cosas sencillas. A mí me gustaba su sencillez. Le quería, pero mi amor no me hacía mejor persona. Lamento decir que yo no era sencilla. Yo era demasiado.