Me llamaron del departamento de castin para anunciarme que el estudio prescindía de mis servicios y que mi presencia ya no era requerida. No pude hablar. Permanecí escuchando incapaz de moverme. El jefe de castin me explicó que me habían dado varias oportunidades y en ellas había funcionado bastante bien, pero el estudio opinaba que no era fotogénica. Ése era el motivo, dijo, por el que Zanuck me había eliminado de las secuencias donde yo había intervenido fugazmente. —Mr. Zanuck piensa que, con el tiempo, tal vez se convierta en una actriz —añadió el jefe de castin—, pero su físico la perjudica claramente. Me dirigí a mi habitación, me tendí en la cama y lloré. Lloré durante una semana. Ni comí ni hablé ni me peiné. Seguí llorando como si estuviera asistiendo al funeral de Marilyn Monroe. No se trataba sólo del despido. Si me hubieran echado por no saber actuar habría sido muy duro, pero no irreparable. Hubiese podido aprender, mejorar y acabar convirtiéndome en una actriz. ¿Pero cómo podía cambiar mi aspecto? ¡Y yo había pensado que era la parte de mí que no podía fallar! Imaginad lo terrible que debía de ser mi aspecto si incluso Schenck había aceptado aquel despido. Seguí llorando día tras día. Me odiaba por haber sido tan estúpida, por haberme hecho ilusiones sobre mi atractivo físico. Me levanté de la cama y me miré en el espejo. Había sucedido algo horrible. No era atractiva. Vi a una rubia de aspecto vulgar, sin pulir. Me miraba con los ojos de Zanuck y vi lo que él había visto: una chica cuyo físico suponía un obstáculo demasiado grande para hacer carrera en el cine. Sonó el teléfono. La secretaria de Schenck me invitaba a cenar. Fui a la cena. Permanecí toda la velada con una sensación de vergüenza que me impedía mirar a los ojos de la gente. Eso sientes cuando te han castigado por dentro. No te irritas contra quienes lo han hecho. Sólo sientes vergüenza. Ya había conocido esta vergüenza a muy temprana edad: cuando una familia me daba una patada y me devolvía al orfanato. Sentados en el salón, Schenck me dijo: —¿Cómo van las cosas por el estudio? Sonreí porque me alegraba de que no hubiera participado en mi despido. —Perdí el trabajo la semana pasada —le dije. Schenck me miró y vi cien historias en su cara: historias de todas las muchachas que había conocido y habían perdido su trabajo, de todas las actrices a las que había visto alardear y reír confiadamente cuando tenían éxito y luego quejarse y sollozar ante el fracaso. No intentó consolarme. No cogió mi mano ni me hizo ninguna promesa. La historia de Hollywood asomaba a sus ojos cansados y me dijo: —Sigue adelante. —Lo haré —le dije. —Intenta en el estudio X —dijo Schenck—. Tal vez haya algo allí. Cuando salía de su casa le dije: —Me gustaría hacerle una pregunta personal: ¿ve en mí algo que no viera antes? —Tienes el mismo aspecto de siempre —dijo Schenck—, sólo que debes dormir un poco y dejar de llorar. —Gracias —le dije. Dos días más tarde me personé en el estudio X.