«Nixon pensaba», recordó Kissinger, «que Hoover era muy capaz de utilizar lo que averiguaba en sus investigaciones para hacer chantaje al presidente.» Contrariamente a lo que Nixon se había imaginado al principio, la amenaza no se evaporó cuando Sullivan entregó las copias del FBI de las transcripciones al ministro auxiliar de Justicia Mardian. Cuando Mardian comprobó la lista, descubrió que faltaban algunas transcripciones. Habían estado en poder de Edgar desde el principio. En el día de Año Nuevo de 1972, pues, el presidente aún tenía motivos para temer a Edgar a causa de las escuchas. Y no tenía menos razones para temer a Edgar mientras preparaba su trascendental visita a China, ya que aún tenía que pensar en el embarazoso asunto de su amiga de Hong Kong. Y ahora había algo más... algo que era preciso ocultar a toda costa. «Puede que entre nosotros tengamos», había dicho Nixon a Ehrlichman, «a un hombre que derribará el templo con él, y a mí también me derribará.» Seis meses antes, Nixon había perdido los estribos... y había forjado una nueva trampa para sí mismo. A pesar de sus intensos esfuerzos judiciales, no había logrado impedir que el New York Times continuara publicando los «Papeles del Pentágono». Nixon temía que futuras entregas de la serie proyectasen una luz poco favorable sobre él, que el hombre que había filtrado los papeles —Daniel Ellsberg— formara parte de alguna siniestra conspiración radical. El presidente estaba enfadado porque Edgar, como dijo Nixon en sus memorias, «se hacía el remolón» en lo tocante a la investigación del caso Ellsberg. «Si el FBI no iba a proseguir las investigaciones», decidió, «tendríamos que encargarnos de ellas nosotros mismos.» Nixon se había quejado de esto a finales de junio de 1971, sentado en el Despacho Oval, ante la mesa de caoba que había pertenecido a Woodrow Wilson. Con él se encontraba su ayudante Charles Colson. «Lo que se haga me importa un bledo», recuerda Colson que dijo el presidente. «Haced lo que haya que hacer para poner fin a estas filtraciones e impedir más revelaciones no autorizadas; no quiero que se me diga por qué no puede hacerse... Quiero saber quién está detrás de esto... Quiero resultados. Quiero que se haga, cueste lo que cueste.» Y lo hicieron; y el coste, cuando todo el asunto salió a la luz dos años después, sería monstruoso. La contrariedad que en Nixon despertaron las faltas de Edgar, o lo que el presidente consideraba faltas, fue el primer paso en el camino que le llevó a perder la presidencia. Dos hombres jóvenes, Egil Krogh y David Young, se encontraban instalados en un laberinto de oficinas subterráneas del edificio del Ejecutivo que se halla al lado de la Casa Blanca. Disponían de una sala para conferencias, un sistema de alarma especial, una caja fuerte de triple combinación y teléfonos «estériles». Y, dado que su misión era impedir filtraciones, Young se permitió dar gusto a un impulso caprichoso. Puso en la puerta un rótulo que decía «Señor Young. Fontanero». Y como «fontaneros» se les recordará siempre.