Entraba en las grandes mansiones de Beverly Hills y permanecía sentada mientras jugaban al gin o al póquer. Pero nunca me sentí cómoda en esas casas o cafés. Entre otros motivos porque mis vestidos eran baratos y viejos para lugares tan elegantes; debía sentarme con las piernas colocadas de manera que no se vieran las carreras o los zurcidos de mis medias. Y tenía que esconder los codos por la misma razón. A los jugadores les gusta fanfarronear e impresionar a los mi-rones apostando sumas muy altas. Cuando los veía alargar billetes de cien e incluso de mil dólares, sentía amargura en el corazón. Recordaba la importancia de veinticinco centavos, hasta de cinco centavos, para la gente que había conocido, lo muy felices que se hubieran sentido con diez dólares, cómo cien dólares hubieran cambiado sus vidas por completo. Cuando aquellos hombres reían y se metían en el bolsillo cientos de dólares como si fueran pañuelos de papel, recordaba a mi tía Grace haciendo cola conmigo en la panadería Holmes para comprar por un cuarto de dólar la bolsa de pan duro que nos permitía pasar la semana. Y recordaba cómo había pasado tres meses sin uno de los cristales de sus gafas porque no podía permitirse gastar cincuenta centavos en uno nuevo. Recordaba todos los sonidos y olores de la pobreza, el miedo en los ojos de la gente cuando perdía su trabajo y la manera como se apretaba el cinturón para llegar al final de la semana. Y veía la falda azul y la blusa blanca recorriendo de nuevo los tres kilómetros para ir a la escuela, con lluvia o con sol, porque no había forma de conseguir los cinco centavos que costaba el billete de autobús.