Adrianí ha cubierto la mesita de la sala de estar con un mantel de hilo. Casi espero ver copas de cristal y la cubertería de plata. En su lugar, hay una bandeja con suvlakis y un plato con dos suvlakis aparte. Estos últimos son de Adrianí, que los prefiere «huérfanos», es decir, sin salsa de ajo ni cebolla, mientras que los demás los comemos complet. Los primeros bocados coinciden con los himnos nacionales de los dos equipos. Empieza el partido y nuestro cuarteto se divide en dos parejas. Los expertos apasionados, que son Fanis y Katerina, y los ignorantes redomados, que somos Adrianí y yo. —¡Que no, Iniesta, que no puedes adelantarles a todos! —grita Katerina—. ¡Qué manía con driblar! —Está buscando a quién pasar la pelota —explica Fanis. —Xabi Alonso está al lado, ¿es que no le ve? —protesta Katerina. —¿Quién es ese del bigote que está sentado entre los jugadores y parece estar durmiendo? —pregunta Adrianí. —Es Del Bosque, el entrenador de los españoles, y te aseguro que no está durmiendo, mamá. Es uno de los mejores entrenadores del mundo. —Pues parece estar echándose una buena siestecita. No sé qué les interesa tanto a mi hija y a mi yerno como para llegar a apasionarse tanto. Yo veo que los españoles se pasan la pelota unos a otros, como una gran familia, y que los holandeses los persiguen, porque también quieren jugar pero no acaban de conseguirlo. Para los ignorantes como yo, el fútbol sólo tiene interés cuando juegan los porteros; son los únicos momentos en que alguien intenta marcar un gol y el portero hace una intervención espectacular. Entonces sí que lo disfrutas. Pero ver pasar la pelota de un par de piernas a otro me mata de aburrimiento. Aunque parece que no soy el único que piensa eso del partido, porque Fanis confirma mis impresiones. —No es que estén jugando tan bien —comenta. —No esperes buen juego en este tipo de partidos —responde Katerina—. Cada equipo intenta primero no encajar un gol y después atacar. —¿No se gana un partido marcando goles? —pregunto. —Se pierde sin remedio si los encajas —es la respuesta de Katerina—. Si bajas la guardia por intentar meter un gol, pueden encajarte tres. —Ya veo que habrá prórroga —dice Fanis decepcionado. —Esperemos no tener que llegar a los penaltis, porque entonces te lo juegas todo a cara o cruz —replica Katerina. No sé qué es la prórroga ni los penaltis ni jugársela a cara o cruz, pero tampoco pregunto; a nadie le gusta demostrar su ignorancia a cada momento. —Ese de allí, ¿qué pinta? —pregunta Adrianí—. Cada vez que se hace con la pelota la manda fuera o la pierde. ¿Por qué no le sustituye el dormilón? —¿A quién quieres que ponga en su lugar, mamá? ¡Es David Villa, el pichichi de la selección española! —¿Qué significa pichichi? —pregunto yo, como negado que soy. —Es el que mete más goles —me explica Fanis. En el transcurso del partido hago una constatación que no me hace ninguna gracia. La Katerina tranquila y conciliadora, que siempre interviene como un bombero cuando Adrianí y yo estamos a punto de la deflagración, se ha convertido en una fanática fundamentalista. Chilla como si la estuvieran violando, salta de su asiento, cierra los ojos cada vez que los españoles corren peligro. A Fanis, en cambio, el fútbol no lo altera en absoluto. Mantiene la calma, como siempre. En todo caso, ambos están tan absortos en el partido que se han olvidado de comer suvlakis y yo, aprovechando la oportunidad, ya me he comido tres sin que se den cuenta mi hija ni mi médico. Aunque no me he zafado del control de Adrianí, experta en seguimientos, que me susurra: —Éste es el último, no te pases. —¡Joder, no! Robben los ha esquivado a todos. ¡Meterá un gol! —chilla Katerina y se pone de pie de un salto. Pero en el último instante el portero español consigue despejar el balón con los pies. —¡Estamos salvados! —grita mi hija y se deja caer en el sofá—. San Iker nos ha salvado. —¿San qué? —se extraña Adrianí. —Iker Casillas, el portero de la Roja, mamá. Así le llaman los españoles: San Iker. —No sabía que los porteros pudieran llegar a santos. Hasta ahora, sólo los mártires podían optar a la santidad —murmura Adrianí y se santigua. —Yo a ese Robben es que no lo trago —comenta Katerina—. Esa mirada fría y arrogante me pone a parir. —Tienes razón —dice Fanis—. Schneider me cae un poco más simpático. —A mí me gusta ese que la toca siempre con la cabeza —interviene Adrianí. —¿Quién? ¿Carles Puyol? —pregunta Fanis. —No sé cómo se llama, pero juega como aquel chico nuestro, cuando ganamos la Eurocopa de 2004, que siempre la tocaba con la cabeza. —¿A quién te refieres, mamá? ¿A Jaristeas? ¿Qué tiene que ver Carles Puyol con Jaristeas? —Los dos juegan con la cabeza. —Tanto las Vespas como los aviones tienen motor. ¿Los ves parecidos? —bromea Fanis. —Callaos, que me huelo un gol —aúlla Katerina—. ¡Al centro, Andrés, al centro! —Pero parece que Andrés no está atento a sus instrucciones y tira a portería. En una fracción de segundo el balón está dentro y el portero holandés lo mira como a un intruso. —¡Gooooool! —gritan Fanis y Katerina levantándose de un salto. —¡Andrés, eres un dios! —vocifera mi hija. —Uno es un santo y el otro es dios. Que la Virgen nos ampare —dice Adrianí—. Oye, ¿por qué no juega al fútbol el sínodo de los obispos? Ganaría todos los partidos. En los últimos minutos del partido, a Fanis y a Katerina poco les falta para meterse en el televisor en su afán por animar a los españoles. Termina el encuentro. Fanis salta de alegría. —¡Sí, sí, hemos ganado! —¡Campeones, campeones, oé, oé, oé! —corea Katerina en español. —¿Qué significa eso? —pregunta Adrianí. —¡Que hemos ganado, mamá! ¡Campeones del mundo! —le explica Katerina y se va a la cocina. —Dime una cosa —me dirijo a Fanis—, ¿siempre se pone así cuando hay fútbol? —Verás. Ver jugar al fútbol es como emborracharse. A unos les da por llorar y a otros por armar jarana. Katerina es de los segundos, pero recobra la compostura en cuanto termina el partido. Katerina reaparece con un vaso de agua, que bebe de un trago porque tiene la boca reseca de tanto gritar. En el campo, los españoles bailan apelotonados mientras que los holandeses tienen pinta de tulipanes marchitos, como aquellos que solían cultivar. Se me ocurre que en estos momentos también el agregado holandés tendrá cara de tulipán marchito y agradezco los consejos de aquellos que me dijeron que apoyara a España. Y entonces suena mi móvil.