La vida estaba rigurosamente estratificada a todos los niveles, y esta ansiedad por la diferenciación existía tanto para los invitados y la familia, como para la servidumbre. Un estricto protocolo dictaba en qué partes de la casa podía uno aventurarse —qué pasillos y escaleras podía utilizar, qué puertas podía abrir— según fuera invitado o pariente próximo, institutriz o tutor, niño o adulto, aristócrata o plebeyo, hombre o mujer, criado superior o criado inferior. Hasta tal punto reinaba la rigidez, observa Mark Girouard, que el té de la tarde en una casa señorial podía llegar a servirse en once lugares distintos para once castas distintas de personas. En su historia de los criados de las casas de campo, Pamela Sambrook explica el caso de dos hermanas que trabajaban en una misma casa, una como criada y la otra como niñera, pero no tenían permiso para hablar entre ellas ni saludarse cuando se cruzaban porque vivían en dos territorios sociales distintos. Los criados disponían de poco tiempo que poder dedicar a su aseo personal, pero por otro lado eran acusados constantemente de sucios, una auténtica injusticia teniendo en cuenta que la jornada típica de un criado empezaba a las seis y media de la mañana y terminaba a las diez de la noche, o más tarde cuando había alguna actividad social. La autora de un manual de economía doméstica apunta con nostalgia que le hubiera gustado proporcionar a sus criados buenas habitaciones, pero que no lo hacía porque siempre acababan desordenadas. «Cuanto más simple, por lo tanto, sea el mobiliario de la habitación del criado, mejor, concluía. Hacia el periodo eduardiano, los criados consiguieron medio día libre a la semana y un día entero libre al mes, un acuerdo poco generoso teniendo en cuenta que era el único tiempo del que disponían para adquirir objetos personales, cortarse el pelo, visitar a la familia, cortejar a la pareja, relajarse o disfrutar de unas pocas horas de preciosa libertad. Tal vez la parte más dura del trabajo fuera la de estar vinculado y dependiendo de gente a quien le importabas bien poco. Los diarios de Virginia Woolf muestran una preocupación casi obsesiva de la escritora por sus criados y el reto que le suponía mostrarse paciente con ellos. De una criada, escribe: «Está en un estado de naturaleza: sin formación, inculta [...] de tal modo que uno ve una mente humana contoneándose desnuda. Como clase, eran molestos como «las moscas en la cocina. La contemporánea de Woolf, Edna St. Vincent Millay, tenía menos pelos en la lengua. «La única gente que de verdad odio son los criados —escribió—. No son seres humanos. Era un mundo extraño, sin lugar a dudas. Los criados constituían una clase de seres humanos cuya existencia estaba básicamente consagrada a asegurar que los integrantes de otra clase de seres humanos tuviera al alcance de la mano todo lo que deseaba en el momento en que se le ocurriera desearlo. Los receptores de esta atención se convirtieron en seres inconcebiblemente mimados. En la década de 1920, el décimo duque de Marlborough fue a visitar a su hija a su casa, una vivienda demasiado pequeña como para que pudieran acompañarle sus criados. Una mañana salió del baño en un estado de impotente perplejidad porque su cepillo de dientes no hacía la espuma a la que estaba acostumbrado. Resultó que su ayuda de cámara siempre le ponía el dentífrico en el cepillo y el duque ni siquiera sabía que los cepillos de dientes no se recargaban de forma automática. La humillación ocasional era algo normal en la vida del servicio. A veces se exigía a los criados adoptar un nuevo nombre, de tal modo que el segundo lacayo de la casa se llamara siempre «Johnson, por ejemplo, ahorrándole de este modo a la familia el tedio de tener que aprender un nuevo nombre cada vez que un lacayo se jubilaba o caía atropellado bajo las ruedas de un carruaje. Los mayordomos eran un asunto especialmente delicado. Se esperaba de ellos que tuvieran el porte y los modales de un caballero, y que vistieran en consecuencia, pero con frecuencia el mayordomo se veía sometido a ordinarieces intencionadas con relación a la sastrería —unos pantalones que no quedaban bien con la chaqueta, por ejemplo— para garantizar con ello que su inferioridad quedara de manifiesto de inmediato. Dicho sea de paso, la imagen habitual que tenemos de las criadas con uniformes negros y cofia con volantitos, delantales almidonados y cosas de ese estilo refleja una realidad más reciente. Los uniformes de los criados no fueron habituales hasta que a partir de 1850 se iniciaron las importaciones en masa de algodón. Antes de ese momento, la calidad de las prendas que vestían las clases altas era tan visiblemente superior a la de la ropa de las clases trabajadoras, que no había necesidad de diferenciar a los criados mediante uniformes. Con el avance de la era victoriana, se exigió a los criados no solo ser honestos, limpios, trabajadores, formales, dedicados y circunspectos, sino además convertirse, en la máxima medida de lo posible, en invisibles. Jenny Uglow, en su historia de la jardinería, menciona una finca en la que, cuando la familia estaba instalada en ella, los jardineros tenían que dar un rodeo de más de un kilómetro y medio para vaciar las carretillas con el fin de no convertirse en una presencia fastidiosa en el campo visual del propietario. En una casa de Suffolk, los criados tenían que ponerse de cara a la pared cuando los miembros de la familia pasaban por su lado. Cada vez más, las casas se diseñaban para que el servicio permaneciera lejos de la vista de la familia y separado de ella excepto en los momentos en que era absolutamente necesario. El refinamiento arquitectónico que más colaboró a esta segregación fue la escalera de servicio. «Cuando la alta sociedad sube las escaleras ya no tiene que cruzarse con sus heces de la noche anterior, según lo expresó con acertado ingenio Mark Girouard. «Esta privacidad es muy valorada por ambos bandos, escribió en 1864 Robert Kerr en The Gentlemarís House, aunque podríamos asumir sin riesgo a equivocarnos que el señor Kerr era más afín a los sentimientos de los que llenaban los orinales que a los de los que los vaciaban. En el nivel más alto, no eran solo los criados, sino también los invitados y los miembros permanentes de la casa los que debían mantenerse mínimamente visibles. Cuando la reina Victoria salía a dar su paseo de las tardes por los terrenos de Osborne House, en la isla de Wight, nadie en absoluto, de ningún nivel social, tenía permiso para cruzarse con ella. Se decía que podías adivinar en qué lugar de la finca estaba la reina por la gente que huía aterrada ante su presencia. En una ocasión, el canciller del erario, sir William Harcourt, se encontró en campo abierto sin nada tras lo que esconderse, excepto un arbusto enano. Teniendo en cuenta que Harcourt medía más de un metro noventa de altura y era muy corpulento, aquel gesto no podía ser más que simbólico. Su Majestad fingió no verlo, pues era una experta en no ver cosas. En la casa, donde los encuentros en los pasillos eran inevitables, tenía el hábito de mantener la vista fija al frente y, con una mirada de rabia, fulminar a cualquiera que se cruzara en su camino. Los criados, a menos que fueran de extrema confianza, no tenían permiso para mirarla directamente. «La división de clases es una de las cosas más peligrosas y reprobables, jamás pretendida por la ley de la naturaleza y que la reina siempre se esfuerza por alterar, escribió la reina en una ocasión, ignorando convenientemente que el único lugar donde este noble principio no aplicaba era ante su real presencia.