Si al principio Polanski fue escéptico con La semilla del diablo, Francis Coppola no se mostró menos despectivo cuando le ofrecieron El Padrino. Dijo que la novela era una basura. No tenía una actitud contemporánea. Estaba poblada de estereotipos. «¿Para qué hacer otra película de la mafia?», adujo. «Ya no funcionan. El público ya pasa de eso». En todo caso parecía casi ofendido de que el estudio le hubiera ofrecido el proyecto. Su actitud no me sorprendió; había algo reafirmante en su intensidad. Evans y yo nos habíamos hecho las mismas preguntas acerca de El Padrino, o Mafia, como empezó llamándose la película. Evans y yo habíamos recibido la novela de manos del ojeador de proyectos de Evans, George Wieser, que había trabajado para Evans durante la breve carrera de éste como productor independiente. Las recomendaciones de Wieser tendían siempre a la literatura barata, pero desde un punto de vista puramente comercial eran pertinentes: temas provocadores, autores famosos, historias accesibles. Habíamos visto por primera vez El Padrino en forma de tratamiento de sesenta páginas. Los primeros capítulos estaban bien escritos, pero en su ecuador la novela degeneraba en el simple esbozo de un argumento. William Targ, un importante editor de Putnam que estaba editando el libro, me llamó para hacerme una petición especial. «Mario Puzo es un escritor muy bueno, pero está a dos velas», dijo Targ. «Necesita el dinero de la opción para dar de comer a su familia y acabar el libro». Puzo era un novelista serio, me explicó Targ, pero sus novelas anteriores no se habían vendido bien. Este libro era su oportunidad de escribir una novela comercial. «Creo que le podría quedar muy bien. Léela, por favor». Yo respetaba a Targ y agradecía que me hubiera hecho esta petición especial. Me apresuré a leer la novela y luego se la pasé a Evans. Reaccionamos de forma idéntica: la novela de Puzo tenía personajes y temas muy interesantes, pero la idea de hacer una película de la mafia no resultaba atractiva. Un año antes, el estudio había estrenado Mafia (The Brotherhood), una película protagonizada por Kirk Douglas que se había estrellado en taquilla. Nos inclinábamos por rechazar el proyecto. Pero unos días después, durante nuestro trayecto en coche al trabajo, volvió a surgir el tema de la novela de Puzo. Tanto Evans como yo estábamos enamorados del personaje central, la formidable figura del Padrino. «No es sólo una novela de la mafia», me dijo Evans. «Lo fácil es decir que no». «Es una novela sobre la creación de una dinastía», dije yo. «Pero ¿qué coño podemos hacer nosotros con ella?». Abandonamos el tema durante unos días, pero seguíamos teniéndolo presente. «Quiero dársela a Francis Coppola», me ofrecí en una reunión de producción. «Acordaos de Patton. Es un escritor muy bueno y le encanta contar historias sobre su familia italiana. Creo que se resistirá, pero también que puede aportarle algo». Evans dudaba. Había coincidido con Coppola en un par de ocasiones, pero no guardaba un recuerdo preciso de él. Yo sabía que Evans ya les había enseñado la novela a un par de directores que se habían apresurado a rechazarla. Uno de ellos incluso había reaccionado con enfado, diciendo que el libro de Puzo era un intento de idealizar el hampa. Viendo encallada la situación, decidí enviarle la novela a Coppola con la advertencia de que debía leerla enseguida. Yo sabía que iba a ser una batalla difícil Mientras tanto, algunos directores estaban dando pequeñas muestras de interés. A Sam Peckinpah le había gustado el libro, pero cuando vino a mi despacho se mostró cauto y discutidor. Peckinpah era un director carismático, un gran bebedor que había hecho películas tan notables como violentas; la última de ellas, Grupo salvaje (The Wild Bunch). Su presentación consistió en un: «Dame el proyecto y yo te daré un peliculón». Yo respetaba a Peckinpah, pero tenía la impresión de que no había meditado bien el tema. Estaba improvisando y tenía aspecto de haberse pasado varias noches sin dormir. El joven director Sidney J. Furie también quería hablar de El Padrino. Su exitoso thriller Ipcress le había valido un contrato con la Paramount que incluía un fondo para desarrollo de proyectos, un despacho y secretaria. Cuando Evans y yo fuimos a verle para hablar de El Padrino, sin embargo, Furie nos soltó una perorata de quince minutos sobre el modesto tamaño de su despacho. «El estudio me firma un contrato y me da este cuchitril, y hasta para hacer pis tengo que recorrer todo el pasillo», se quejó. Evans y yo nos marchamos enseguida, habiendo decidido que no íbamos a confiar El Padrino a alguien cuya principal prioridad era tener un cuarto de baño privado. Al día siguiente, cuando el representante de Furie llamó para decirnos que aceptaba dirigir El Padrino con la condición de que le pagáramos 250.000 dólares, nos reafirmamos en nuestra decisión. Dijo Evans cuando se enteró: «No vale un centavo más de 175.000. Además, no nos interesa». Mientras tanto, las conversaciones que estábamos manteniendo con Coppola iban reforzando mi interés. En la imaginación de Coppola, la crónica de los Corleone estaba tomando la forma de una metáfora perversa de la emergencia del sueño capitalista. El Padrino era tanto la historia de un imperio corporativo como la de una familia dividida, y a Coppola le fascinaban los creadores de imperios. El componente paternofilial de la novela también tenía un significado muy intenso para él. Carmine Coppola, el padre de Coppola, era un músico y compositor de éxito limitado, y los dos estaban muy unidos. Pero había otros factores que no lo dejaban tranquilo, y que disolvían su resistencia. Sus primeras películas no le habían compensado económicamente, pero Coppola era un joven cuyos sueños superaban a sus recursos de forma crónica. Había fundado una pequeña empresa en San Francisco, Zoetrope, para desarrollar proyectos cinematográficos con compadres como George Lucas y Walter Murch, y ahora necesitaban dinero. Lucas, sobre todo, aunque era un joven callado, insistía en recordarle a Coppola sus obligaciones financieras. Yo tampoco olvidé mencionar los elevados gastos que supone un colegio privado. «Tus hijos van a costarte mucho dinero», le dije. «Y tu empresa también». No recuerdo que Coppola pronunciara en ningún momento una oración afirmativa del género: «Deseo con todas mis fuerzas escribir y dirigir El Padrino ». Simplemente, en un momento dado firmó contratos e ingresó cheques. «Este tío le va a dar convicción al proyecto», me dijo Evans cuando vio la circular que anunciaba la operación. «Espero que por lo menos le ayude a Puzo a escribir un guión decente». «Yo creo que sí. Tengo una corazonada, y mira que no creo en ellas». «Es italiano. Tú recuérdale que la historia tiene que oler a un buen plato de pasta. ¿Crees que podrá? Porque es amigo tuyo». «No es amigo mío, Bob», le interrumpí. «Para él yo soy el enemigo, el que le seduce para que haga deleznables películas comerciales. Pase lo que pase con esta aventura, nunca será mi amigo». «Vale, pero Mario Puzo ya está escribiendo el guión, y no ha escrito un guión en su vida. Aquí hay que dirigir la orquesta». «Nos estamos jugando el cuello, ya lo sé», murmuré.