El pase duraba ya una hora cuando noté que algo raro ocurría. Que el público se remueva no suele indicar nada bueno, pero éste no se removía nada. De hecho estaba extrañamente apagado. Nadie chistaba, nadie salía al servicio. De hecho, nadie parecía respirar. Ahora se escuchaba algo nuevo en el cine, y eran sollozos. Miré a las tinieblas que parpadeaban. Pañuelos en mano, la gente se enjugaba las mejillas y se sonaba la nariz, tanto hombres como mujeres. El sollozo de una mujer, muy audible, provocó risas nerviosas entre el público. Yo, sentado en la última fila, también acabé enjugando mis lágrimas: lágrimas de alivio. Le di un codazo a Robert Evans, que estaba sentado junto a mí. Parecía estupefacto. Juntos estábamos experimentando por primera vez la curiosa alquimia de nuestra película, Love Story. Éste era su primer pase público, y la reacción de los espectadores nos tenía anonadados. Una y otra vez nos habían dicho que esta película, este dramón trasnochado, no podía funcionar. Estos eran tiempos demasiado modernos, con espectadores demasiado avanzados. La gente quería ver Easy Rider y Cowboy de medianoche. Se equivocaban, por supuesto. Unos días después, toda la comunidad estaba recitando las palabras emblemáticas: «Amar significa no tener que decir nunca lo siento». Yo nunca acabé de entender el significado de esa frase, pero hizo que la película se vendiera. Por alguna razón insondable, los espectadores querían aceptar ese misterioso mensaje y dejarse llevar por su sentimiento. Había nacido la date movie [película de citas románticas] por antonomasia.