En los primeros meses que pasé en la Paramount, entré en contacto con tres jóvenes actores que, a pesar de sus evidentes diferencias biógraficas y físicas, me parecieron especialmente agresivos en su empeño. Los tres habían tenido oportunidades prometedoras al principio de sus carreras. Su talento aparente y sus excepcionales características físicas habían alcanzado para ello. Pero todos sabían lo difícil que era dar el siguiente paso. En su franja de edad eran tantos los que habían encallado... Ellos estaban decididos a dar el salto, aunque eso significara desarrollar sus propios guiones y armar sus propios proyectos. Los tres actores en cuestión eran Warren Beatty, Clint Eastwood y Robert Redford. En ese momento concreto, los tres estaban demostrando poseer un gran talento y una gran ambición. Como estudiantes incipientes del sistema, sabían que la Paramount significaba oportunidad en medio del caos, y que nosotros aceptábamos correr riesgos que otros estudios no estaban dispuestos a asumir. De los tres (todos estaban entrando en la treintena), Beatty era el más inteligente, Redford el más astuto y Eastwood el más difícil de desentrañar. Beatty quería dejar sentado el hecho de que, a pesar de su mítica vida social, también era el más listo de la ciudad. Él ligaba, pero también hacía sus deberes. Redford, en cambio, era un joven serio y muy prudente que recelaba de los estudios hasta extremos casi patológicos, incluso en el caótico estado en que se encontraban éstos en aquel entonces. Tenía una visión de Redford, la Estrella, pero aún era una visión imperfecta. Sabía lo que no quería ser, pero no sabía muy bien lo que buscaba. El inescrutable Eastwood, curiosamente, también era el más accesible. Siempre vestido con vaqueros y camiseta, parecía cómodo en su papel del guapo corto de luces que se había dado a conocer con Rawhide. Le gustaba tomarse una cerveza y hablar de chicas, pero ocasionalmente bajaba la guardia: por debajo de la pose había un joven sumamente inteligente que no pensaba pasar por la vida como el paleto que hacía westerns. Cuando Eastwood decidió “ponerse serio”, esa inteligencia que tan bien ocultaba resultó, probablemente, tan aguda como la de Redford o Beatt. yLos tres actores tenían otra cosa en común: su instinto les decía que habían llegado en el momento adecuado. Las pocas estrellas de estudio supervivientes, como Kirk Douglas, Burt Lancaster y Spencer Tracy, eran demasiado mayores para competir por los papeles de galán. Montgomery Clift y James Dean ya se habían autodestruido. Los directores jóvenes no querían atarse las manos con galanes fabricados por los estudios, como Troy Donahue, Rock Hudson o Tab Hunter. Y Brando hacía el papel de Brando: se dedicaba a hacer descalabros como Queimada mientras se comentaba su mal comportamiento. Nadie podía competir con Paul Newman o Steve McQueen, pero éstos tenían más años y cobraban más dinero. Sin duda entre las filas de los galanes había espacio para gente como Beatty, Redford y Eastwood. Aun así, a pesar de su aparente aplomo masculino, los tres jóvenes actores estaban descubriendo que el camino al estrellato era un viaje accidentado, con abundantes trampas y callejones sin salida. Beatty había conseguido desprenderse del estigma de la televisión (había hecho un papel episódico en The Many Loves of Dobie Gillis) y había entrevisto el estrellato junto a Natalie Wood en Esplendor en la hierba –Splendor in the Grass–). Se había convertido en un asiduo de las columnas de sociedad, y los productores hacían llover guiones sobre él. Aun así, el joven actor, tan listo en apariencia, había procedido a involucrarse en una serie de fracasos de taquilla que por acumulación le habían valido el sambenito de “difícil” o “anticomercial”. En 1967, cuando yo llegué a la Paramount, entre los ejecutivos de los studios se rumoreaba que Warren Beatty daba demasiados problemas para su mérito. Clint Eastwood también había huido de su carrera televisiva después de mantener airadas batallas salariales en Rawhide, pero sus primeras incursiones en el cine no le habían resultado satisfactorias. El director italiano Sergio Leone le había llevado al semiestrellato en Europa, en el papel del héroe callado, de ojos de acero, de Por un puñado de dólares (Per un pugno di dollari), pero Clint sabía que una carrera no se construía a base de spaguetti westerns. A finales de los años sesenta a Clint Eastwood se lo consideraba una estrella de la televisión que ya no era joven y cuya propia ambición le estaba creando problemas. A Robert Redford, como a Beatty y Eastwood, también le estaba costando abrirse paso como actor joven. Su talento natural y su apostura de americano medio le estaban valiendo papeles interesantes, pero sus películas, La jauría humana (The Chase) y Propiedad condenada (This Property is Condemned), estaban estrellándose en taquilla. Fue la tercera o cuarta opción para el rol protagonista de Descalzos por el parque, en 1966, pero al final se llevó el papel y la película hizo que se hablara de él en términos positivos. Ahora le ofrecían comedias ligeras, pero esos no eran los papeles que le interesaban. Él quería ser aceptado como un actor serio y una persona seria, pero Hollywood no lo veía de esa manera. A finales de los años sesenta eran muchos los actores de Hollywood que se sentían frustrados por el caos del sistema, pero lo que diferenciaba a Beatty, Eastwood y Redford era que los tres iban a aprovechar su momento.