Poco después de que nos trasladáramos a vivir a una antigua rectoría anglicana situada en un pueblecito de tranquilo anonimato en Norfolk, encontré motivos suficientes para subir al desván a investigar el origen de un lento pero misterioso goteo. Como en nuestra casa no había escalera que subiese al desván, para acceder a él no quedó otro remedio que recurrir a una alta escalera de mano y contornearme de forma indecorosa a través de una portilla que se abría en el techo, razón por la cual todavía no había subido allí (ni he vuelto a hacerlo con mucho entusiasmo desde entonces). Cuando por fin me adentré en la polvorienta penumbra y me levanté tambaleándome, descubrí con sorpresa, en una pared exterior, una puerta secreta que no se veía desde fuera de la casa. La puerta cedió con facilidad, dando paso a un minúsculo espacio en el tejado, poco mayor que la superficie de una mesa, entre los aleros delantero y trasero de la casa. Las casas victorianas son a menudo un conjunto de intrigas arquitectónicas, pero aquella resultaba rotundamente inescrutable: no había explicación a por qué el arquitecto se tomó la molestia de abrir una puerta hacia un espacio tan evidentemente desprovisto de necesidad o función, por mucho que tuviera el mágico e inesperado efecto de proporcionar una vista maravillosa. Siempre resulta emocionante descubrirte contemplando un mundo que conoces bien pero que nunca has visto desde ese ángulo. Estaría a unos quince metros de altura, lo que en medio de Norfolk casi siempre es garantía de unas buenas vistas. Justo delante de mí tenía la antigua iglesia de muros de sílex a la que nuestra casa había estado asociada en su día. Más allá, a los pies de una suave ladera y algo separado de la iglesia y la rectoría, estaba el pueblo al que ambas pertenecían. A lo lejos, en la otra dirección, se alzaba la abadía de Wymondham, un conglomerado de esplendor medieval dominando el horizonte sureño. A media distancia, en el campo, retumbaba un tractor trazando surcos rectos en la tierra. Por lo demás, se extendía en todas direcciones la tranquila, agradable y atemporal campiña inglesa. Lo que le daba a todo aquello cierta inmediatez era que justo el día anterior había estado paseando por buena parte de aquel paisaje en compañía de un amigo llamado Brian Ayers. Brian acababa de jubilarse como arqueólogo del condado y debía de saber acerca de la historia y el paisaje de Norfolk más que ningún otro ser vivo. No había estado nunca en la iglesia de nuestro pueblo y le apetecía echarle un vistazo. Se trata de un edificio elegante y antiguo, más viejo que Notre Dame de París y de la misma época que las catedrales de Chartres y Salisbury. Pero Norfolk está lleno de iglesias medievales —tiene 659, más por kilómetro cuadrado que cualquier otro lugar del mundo—, por lo que es fácil pasar por alto una de ellas. —¿Te has fijado —me preguntó Brian cuando entramos en el cementerio— en que muchas iglesias rurales parece que estén hundiéndose en el terreno? —Señaló el punto donde se veía como si el edificio estuviera colocado en una leve inclinación, como un peso situado sobre un cojín. Los cimientos de la iglesia estarían un metro por debajo del camposanto que la rodeaba—. ¿Sabes por qué? Admití, como suele suceder cuando estoy con Brian, que no tenía ni idea. —Pues no es porque la iglesia esté hundiéndose —dijo Brian, sonriendo—. Es porque el cementerio ha subido. ¿Cuántas personas imaginas que habrá enterradas aquí? Miré las tumbas en un intento de hacer una estimación, y le dije: 14 —No lo sé. ¿Ochenta? ¿Un centenar? —Me parece que andas un poco por debajo —replicó Brian, en un alarde de bondadosa ecuanimidad—. Piénsalo bien. Una parroquia rural como esta tiene una media de doscientos cincuenta habitantes, lo que se traduce más o menos en unos mil fallecimientos por siglo, a los que hay que sumar los de unos cuantos miles de pobres almas más que ni siquiera llegaron a la madurez. Multiplica esto por el número de siglos que la iglesia lleva en pie y verás que lo que tienes aquí no son ochenta o cien enterramientos, sino una cifra que rondaría más bien los veinte mil. Esto, no hay que olvidar, a escasos pasos de la puerta de mi casa. —¿Veinte mil? —dije. Movió la cabeza en un prosaico gesto afirmativo. —Un montón de gente, huelga decir. Por eso el terreno ha subido casi un metro. —Me concedió un momento para digerir aquello y continuó—: En Norfolk hay unas mil parroquias. Multiplica todos los siglos de actividad humana por mil parroquias y verás que tienes ante ti una cantidad impresionante de cultura material. —Miró pensativo las diversas agujas de campanarios que se perfilaban en el paisaje—. Desde aquí pueden verse diez o doce parroquias, lo que significa que nuestra vista alcanza a ver aproximadamente un cuarto de millón de enterramientos, y todo eso en un lugar que ha sido siempre tranquilo y rural, donde nunca ha pasado gran cosa. Era la forma de Brian de explicar cómo un condado bucólico y escasamente poblado como Norfolk era capaz de producir 27.000 descubrimientos arqueológicos anuales, muchos más que cualquier otro condado en Inglaterra. —La gente lleva mucho tiempo tirando sus cosas por aquí... desde mucho antes de que Inglaterra fuera Inglaterra. —Me enseñó un mapa con todos los descubrimientos arqueológicos conocidos de nuestra parroquia. Prácticamente todos los yacimientos habían dado algún fruto: herramientas neolíticas, monedas romanas, broches anglosajones, sepulturas de la edad de Bronce, granjas vikingas. Justo pasados los límites de nuestra propiedad, en 1985, un granjero descubrió, atravesando un campo de cultivo, un excepcional colgante de época romana de inconfundible forma fálica. Todo aquello me resultaba, y sigue resultándome, asombroso: imaginarme un hombre envuelto en su toga, de pie en lo que ahora eran los límites de mi finca, palpándose por todas partes y comprendiendo con consternación que acababa de perder su precioso recuerdo, que luego había permanecido enterrado en la tierra durante diecisiete o dieciocho siglos, durante interminables generaciones de actividad humana, durante las idas y venidas de anglosajones, vikingos y normandos, en los tiempos del surgimiento del idioma inglés, del nacimiento de la nación inglesa, del desarrollo ininterrumpido de la monarquía y todo lo demás, hasta ser finalmente recogido por un campesino de finales del siglo XX, es de suponer también que con cierta consternación. Y ahora, desde el tejado de mi casa, asimilando aquel inesperado panorama, caí en la cuenta de lo magnífico que era que en dos mil años de actividad humana lo único que había llamado la atención del mundo exterior, por brevemente que fuera, hubiera sido el descubrimiento de un colgante romano de forma fálica. El resto no eran más que siglos y siglos de gente viviendo tranquilamente su día a día —comiendo, durmiendo, practicando el sexo, haciendo lo posible por divertirse— y se me ocurrió, con el poderío de un pensamiento experimentado con los cinco sentidos, que en realidad la historia es básicamente esto: montones de gente haciendo cosas normales. Incluso Einstein debió de pasar parte de su vida pensando en sus vacaciones o en su nueva hamaca o en lo delicado del tobillo de la joven dama que acababa de bajar del tranvía al otro lado de la calle. Son las cosas que llenan nuestra vida y nuestros pensamientos, y que aun así, tratamos como secundarias y apenas merecedoras de consideración formal. No sé cuántas horas de mis años escolares dediqué a estudiar el Compromiso de Missouri o la Guerra de las Dos Rosas, pero fueron inmensamente mas de las que se me animó, o se me permitió dedicar, a la historia del comer, del dormir, de la práctica del sexo o del hacer todo lo posible por divertirse. De modo que pensé que sería interesante, y que podría llenar un libro con ello, considerar las cosas normales de la vida, lijarse en ellas de una vez por todas y tratarlas como si también fuesen importantes. Echando un simple vistazo a mi casa, me quedé sorprendido, y también algo horrorizado, al darme cuenta de lo poco que sabía sobre el mundo doméstico que me rodeaba.