¿Pensaría Bob Evans que se me había ido la olla cuando leyera el guión? A la mañana siguiente me presenté en el despacho de Evans con Harold y Maude. «Ya te dije que estaba buscando proyectos que rompieran las reglas», empecé. «Pues tengo el número uno. Es una historia de amor entre un chico de dieciocho años y una señora de ochenta». Evans me fulminó con la mirada. «Y supongo que hay una escena de sexo tórrido entre ellos. Eso es Garganta profunda en una residencia de ancianos». Tomé aliento. «Se acuestan, pero esta película podría... cambiar las reglas del juego. Por favor, léelo y dime que estoy loco». «¿Estás hablando en serio?», exclamó Evans. No respondí. «Mira lo lo que voy a hacer», dijo Evans. Desapareció en su cuarto de baño. Oí el chasquido del pestillo. Me retiré a mi oficina. Cuarenta minutos después me llamó por el interfono. «Me encanta. Pero vas a conseguir que me despidan, imbécil». El proyecto iba a tener que ser semisubrepticio: eso lo entendíamos los dos. No podíamos dejar que lo vieran Bluhdorn ni Davis, ni siquiera el director de marketing. No sobreviviría al encuentro. Habría que proteger a Harold y Maude de la jauría. Ni siquiera se lo daríamos al departamento de proyectos, para que sus “lectores” hicieran su típico informe.