Si el 25 de abril de 1989, el día que cumplí los dieciocho, me hubiera entrado la formalidad, no habrían podido hacerme nada. Totalmente inconsciente, despreocupado —un completo iluso—, seguí actuando como siempre, es decir, mal, y la cosa no duró. Iba por un pasillo del metro de Trocadero, un pasillo ancho y largo donde el viento, que sopla todo el año, hace temblar las gorras a cuadros en las cabezas de los abuelos y los pañuelos de seda en los cuellos de las señoras. Vi a una pareja que venía de frente, los dos de vaqueros, él con una cámara colgada del cuello y ella vestida con un impermeable beige. Dudé un segundo: ¿merecía la pena aquel aparato? No, ese día ya había hecho una buena colecta, podía parar. Menos mal. La parejita eran dos maderos de paisano. Cuando llegaron a mi altura, sentí que un brazo me rodeaba el codo y una mano me agarraba la muñeca. En una fracción de segundo, estaba inmovilizado por cuatro tíos (pero ¿de dónde habían salido los otros tres?), tumbado boca abajo en el suelo, esposado y, una vez alzado en vilo de nuevo hasta la posición horizontal, camino de la salida. En total, el numerito sólo duró unos segundos. Un verdadero secuestro. Asfalto gris, chicles aplastados, piernas finas encaramadas en tacones de aguja, pantalones de pinzas cayendo sobre zapatos de cuero, cochambrosas deportivas coronadas por pantorrillas peludas, un billete de metro usado, un pañuelo de papel hecho un rebujo, un envoltorio de Raider (dos dedos de chocolate para matar el hambre), colillas por decenas... Comprendo por qué Superman nunca vuela a ras de suelo. Por fin, me ponen de pie. —¡A vosotros no os conozco! ¿Sois nuevos? ¿Por qué me detenéis? Espero oír el motivo oficial de mi presencia en aquel coche de la policía tan limpito y tan mono. No me gustaría sugerirles una razón para enchironarme que aún desconozcan. —Agresión y robo. Te vieron ayer, te hicieron hasta unas fotos preciosas. Y esta mañana, lo mismo. —¡Ah! ¿Y adónde vamos? —Ya lo verás cuando lleguemos. De hecho, no, no lo veo. No reconozco el sitio. Han debido de montar una comisaría fantasma, como en El golpe, con Robert Redford y Paul Newman. Las mismas paredes mugrientas, los mismos desganados funcionarios escribiendo sus informes en ruidosas máquinas de escribir, la misma indiferencia hacia el detenido... Me hacen sentar en una silla, el encargado del chiringuito ha salido un momento, me dicen que volverá enseguida... —No hay problema, tengo todo el tiempo del mundo... No estoy más preocupado que las anteriores veces. Seguro que salgo, como mucho, dentro de dos días. Pase lo que pase, habré vivido una nueva experiencia. —No te explico el procedimiento, ya lo conoces —me suelta un inspector, sentándose pesadamente frente a mí. —Sí, hombre, explíquemelo... —A partir de este momento, estás detenido. Voy a interrogarte y tomarte declaración. Luego, se la trasladaré al fiscal, que decidirá si te inculpa. Algo más que probable, te lo aseguro. —Oke. y Me fijo en la pareja del metro, que se pasea entre las mesas. Él sigue con la cámara colgada del cuello; ella se ha quitado el impermeable. No me prestan la menor atención. Han pasado a otra cosa, otro chorizo, otro asunto insignificante. Franceses, turistas, gente de bien, dormid tranquilos. La policía vela por vuestra seguridad.