Nunca preparo las presentaciones o las conferencias, así que jamás sé qué diré hasta que me toca hablar. Son momentos preciosos. me divierte experimentar en el mismo instante la conciencia de tener la mente completamente en blanco, el estremecimiento al temer quedarme bloqueado y la casi certeza de que tal cosa no me sucederá. El corazón se me acelera mientras me ceden la palabra y sonrío, saludo al público y me sumerjo en esos escasos, exquisitos segundos de vacío mental durante los cuales todavía no sé qué diré, un tiempo mínimo de silencio en que a veces pienso que viviría de maravilla totalmente encerrado, protegido, sin ser esclavo de la necesidad de expresarme. Después empiezo a hablar, por lo visto recurriendo a una especie de reserva secreta de palabras e ideas que debe de estar sepultada en mí, que emerge siempre que la necesito, que nunca me ha traicionado, y que cuando deje de acudir en mi auxilio será mejor que empiece a pensar en cambiar de trabajo, suponiendo que esto sea un trabajo. Aquel día, saliéndome totalmente del tema tanto en lo referente a la teoría de juegos, de la que habían hablado los matemáticos, como a la bella intervención literaria de Richard Ford, empecé a hablar de lo que desde hacía años me partía el alma: el desaliento vacío que veía extenderse entre los míos y en mi ciudad, el imparable declive de la ambición, el abandono de los sueños más frágiles, más ingenuos y, sin embargo, vitales, la inmoral propagación de la conciencia de que el futuro iba a ser peor que el presente. mientras daba rienda suelta a mi desesperación,me percaté de que aquellos estupendos milaneses de mediana edad, el mejor público imaginable, empezaban a recuperarse de la larguísima intervención plagada de ocurrencias insustanciales con que los había machacado Odifreddi. me miraban con renovado interés y de vez en cuando intercambiaban señas de aprobación. Asentían, se daban codazos. Sonrieron amargamente —incluso se oyó algún fugaz aplauso— con el relato de, entre otras, las gestas de Sergio Vari en la «milano da bere» y del Made in Italy, y quedé literalmente fulminado al pensar que pudiese interesarles de verdad la historia que estaba contando. Fue en aquel momento, creo, cuando decidí que escribiría este libro, y mientras el júbilo que me producía la empresa estaba a punto de provocarme un nudo en la garganta, decidí concluir mi intervención con una pregunta a Richard Ford. Le pregunté qué pensaba de la férrea presión que las leyes del mercado, después de habernos mimado durante décadas, estaban ejerciendo ahora sobre la Italia de la pequeña industria y el artesanado, sobre mi ciudad y los míos, y qué deberíamos hacer. Pensaréis que es una pregunta ingenua y fuera de lugar, el SOS del pesquero al transatlántico en plena tempestad, pero yo sé que algunos escritores son capaces de ver las cosas del mundo antes de que sucedan, y quería la opinión de quien conoce la vida al punto de lograr revestir de grandeza incluso la de un agente inmobiliario de Nueva Inglaterra. Quería la respuesta del gran rapsoda de la normalidad, del que hace decir a un personaje en su novela El periodista deportivo: «¿Crees que es demasiado poco para una vida ser cobrador de peajes, formar una familia, ir al mar a pescar con tu hijo y quizá hasta querer a tu mujer?» Quería que el amigo de Raymond Carver respondiera a mi pregunta.