Inmediatamente Os habéis presentado tocando el timbre e inmediatamente os han abierto. Inmediatamente os han hecho pasar en los recovecos de ese viejo local cutre, ruinoso, de paredes grisáceas, suelo de linóleo rayado, rajado y remendado, aire viciado de aliento y humo. Un local dividido en dos por mamparas de cartón piedra mugrientas y medio rotas, iluminado con tubos de neón cegadores que cuelgan oscilantes, enganchados precariamente a cables negros del grosor de dedos reunidos en manojos gruesos como serpientes pitón y que corren bajo cubiertas de plástico, sobre hileras torcidas de máquinas de coser nuevas, y sin embargo ya sucias y rodeadas de cajas medio abiertas, retales de telas de todos los colores, ceniceros atestados de colillas, latas de Red Bull estrujadas con rabia y botellas de agua a medio beber. Sois la policía, sois los bomberos, sois la guardia urbana, sois la asL, la autoridad sanitaria. Eres tú de viaje en tu propia ciudad, la ciudad de los chinos. A tu lado, un chico inmóvil con ojos brillantes, el último de una fila de veinteañeros, encoge los esmirriados hombros dentro de una camiseta de manga corta, color verde guisante, en cuya espalda se lee tony montana escrito en letras góticas. Lleva vaqueros ajustados y oscuros, con bandas doradas verticales, en unas piernas delgadas como palillos, y Nike fosforescentes en los pies. Tiene bozo y el pelo liso y muy negro, corto y de punta sobre la cabeza y largo por abajo, cubriéndole las orejas, en un corte extravagante y vagamente canino que jamás había visto. Tiene las manos en los bolsillos desde que habéis entrado. No sabe una palabra de italiano. No os mira, no mira a nadie con esos ojos brillantes. mantiene la mirada fija en el suelo, perdida en el vacío, y obedece sin rechistar cuando el policía se le acerca y le indica por señas que abra los brazos para cachearlo; pero, en cuanto empiezan a tocarlo con cautela, él mira a sus amigos y sonríe, y sientes un extraño alivio. Ya no le brillan los ojos. Ahora los tiene acuosos como tantos chicos de su edad. No está inquieto, ni desesperado. No está a punto de llorar. En realidad, ¿por qué tendría que estarlo? No está pasando nada, y ellos lo saben. Eres tú quien lo ignora. Tú, que te postrarías de rodillas y te echarías a llorar si la policía se presentara de repente para embargarte el local y la empresa, si todavía los tuvieras. Tú, que estás a punto de conmoverte incluso viendo que les sucede a otros. Tú, que no lo entiendes, que quizá no puedas entenderlo. Deben de ser una veintena, resulta difícil precisar el número. Aparte de los cinco o seis chicos y chicas en fila, los demás no paran de entrar y salir en silencio de los cuartuchos con paredes de cartón piedra, de recorrer con la cabeza gacha los corredores de este hormiguero. Estaban cosiendo lo que parecen prendas de recién nacido, pero no estoy seguro. Son piezas bastante pequeñas, de algodón rosa. Podrían ser blusas, faldas, pijamas. O vestiditos para muñecas. El mayor de los chinos tendrá unos cuarenta años. Ni siquiera se ha movido de su sitio, delante de la máquina de coser, y fuma con gesto parsimonioso. Una mujer intenta en vano comprender lo que le dice el jefe de bomberos, mueve despacio la cabeza de un lado a otro, se encoge de hombros. Dos niños guapísimos en camiseta se persiguen entre las máquinas de coser pedaleando en coloridos triciclos de plástico, sin que nadie les haga caso, y mantienen un diálogo alegre y bullicioso que no se interrumpirá mientras dure la visita, si puede llamarse así. Aparece una chica en pijama, con una toalla sobre el hombro como si fuera el asistente de un púgil, que contempla la escena con expresión todavía somnolienta. La hemos despertado, pese a llevar a cabo la irrupción más considerada de la historia del mundo. el local está dividido por mamparas de cartón piedra que separan sendas empresas distintas. Los dos propietarios dan de buen grado sus datos a los policías y bomberos. Tendrán poco más de veinte años, los «propietarios»: son chavales y contestan con amabilidad y monosílabos a las preguntas, sonriendo. Da la impresión de que saben hablar italiano mucho mejor de lo que parece por sus palabras entrecortadas. En un momento dado se produce cierta confusión sobre el número de trabajadores y se pide la intervención del intérprete, un chino alto con tupé y Lacoste que explica largamente las preguntas de los policías y bomberos en su lengua sincopada, pero obtiene de los propietarios respuestas muy breves y por lo visto incompletas, porque niega con la cabeza. ¿Acaso eso es trabajar? Cruel e irónico es el rompecabezas económico según el cual, mientras el distrito pratés y toda la Italia de la manufactura textil sufren desde hace tiempo una crisis tal vez irreversible debida a la libre circulación mundial de los tejidos chinos, justo en Prato, en los locales que dejaron vacíos las microempresas quebradas de los prateses, muchos de los cuales se encuentran en la ciudad, al lado de las casas de los propietarios en homenaje a la idea antigua de que la vida es el trabajo y el trabajo, la vida, se ha instalado una de las comunidades chinas más grandes de Europa, que se mantiene y prospera contratando mano de obra clandestina y confeccionando prendas de vestir con tejidos que importa de China, porque los tejidos de los prateses son demasiado caros, y tiene todo el derecho a etiquetar sus prendas como Made in Italy. Empieza a hacer calor, y sudas. Todas las ventanas están cerradas para que desde el exterior no se vea nada. En el techo abovedado del local, allá arriba, hay una mirilla abierta por la cual se ve brillar una única estrella, ridículamente sola. Se te acerca el jefe de bomberos y te enseña las ocho bombonas de gas vacías esparcidas por el almacén. Te asegura que son casi más peligrosas que las llenas, porque pueden explotar. Te señala el extintor revisado hace poco, pero arrumbado en un rincón, sepultado por los retales. Te lleva a ver la cocina improvisada, un hornillo conectado a una bombona de gas de forma que incluso tú te estremeces. Te muestra los cables eléctricos a la vista, por todas partes. —Ve a ver dónde duermen —te pide el jefe—. Fíjate en todo. Te esfuerzas en pensar que no es la casa de nadie; es un almacén ilegal que cerrarán, precintarán y embargarán, es «el cuerpo de un delito» y, por tanto, nada tiene de malo que entres en habitaciones que no son tales, en pasillos que no son tales, en dormitorios que no son tales, que mires el simulacro de vida y trabajo que se representa a diario en tu ciudad en cientos de locales como éste. Te dices que no eres un curioso. maldita sea, has ido con la policía y eres escritor. Estás ahí para contar lo que ves y sientes. Tienes una función, lo quieras o no, lo creas o no, así que te apartas de Ceccato, tu amigo de la ASL, que continúa tomando nota de las infracciones. Pasas junto a un agente que está empezando a precintar las máquinas de coser. El corazón te pesa como una piedra mientras recorres el local. Separada de la sala de las máquinas de coser por los mismos tabiques de cartón piedra, hay una serie de cubículos donde es evidente que esos chicos y chicas descansan entre un turno y otro. Echas un vistazo desde el umbral porque, aunque no haya puerta, sientes demasiada vergüenza para entrar. De todas formas, ves igualmente los colchones tirados por el suelo, los camastros miserables, las mantas apelotonadas, las almohadas todavía con la marca del peso de las cabezas... todas esas prendas arrojadas de cualquier manera sobre la cama o amontonadas en estantes mugrientos que no son sino un intento de intimidad, una paupérrima ilusión de propiedad, de hogar. Es increíble la cantidad de ordenadores que hay en esta conejera. Deben de parecerles el único lazo con su tierra, con sus seres queridos, infinitamente lejanos, y te imaginas a los chinos de Prato llorando ante un email, sujetándose la cabeza entre las manos, muertos de cansancio por un trabajo que no acaba nunca, mientras responden con promesas vanas a quienes sienten más intensamente su ausencia, víctimas del engaño infernal de la tecnología que simula la presencia de tus seres queridos hasta hacerte sentirlos cerca pese a que en realidad no lo estén, y cuando consigues verlos en una pantalla tienen apenas unos centímetros de altura, y sus voces te parten el corazón digan lo que digan, porque estás lejos. ¿Cómo no identificarse? ¿Cómo no pensar en cuando tú también estuviste lejos de casa? ¿Cómo no sentir compasión? Todo está sucio, horriblemente sucio. Está mugriento el suelo, lo están las máquinas de coser, lo están los cubículos sin ventanas y sin aire donde yacen los colchones. Están mugrientas las mantas, mugrientos los baños. Todo está descuidado de un modo horrible, como si fuera imposible limpiar lo que inmediatamente empieza a ensuciarse de nuevo. La idea de considerar casa aquel enorme desbarajuste es descabellada, ridículo el simple pensamiento de embellecer lo que no puede ser embellecido. Parece que hayan decidido que es momento de resistir y punto. Resistir el calor ya sofocante en primavera y el frío cortante y la humedad del invierno, las ventanas que no pueden abrirse, so pena de que alguien los vea. Resistir el esfuerzo y el sueño, y dormir y comer cuando se pueda, y apretar los dientes y nunca dejar de esperar que, gracias a esa resistencia bestial, un día podrán irse de aquí, tal vez ricos y todavía jóvenes. Un policía ha mandado abrir una gran caja a una chica de mirada temerosa. Parece que está llena de comida enlatada, pero hay una lata más grande que las demás, con una etiqueta distinta y, una vez abierta, resulta que contiene una bolsa bastante extraña, de nailon blanco, cerrada al vacío. El policía le pide al intérprete que le pregunte a la chica qué es, y ella abre todavía más los ojos y responde con cierta animación. —Es para combatir las inflamaciones, porque ella es muy propensa —traduce el intérprete. —Sí, pero ¿qué es? —insiste el policía. Entonces la chica rasga el plástico blanco de la bolsa cerrada al vacío y muestra su interior: tiritas blancas. Se mete en la boca un puñado, masculla algo y el intérprete traduce: —Se extrae del cuerno de un animal. El policía la mira fijamente mientras mastica y traga, luego se vuelve hacia ti, dubitativo, y te dice: —A mí me parece papel, ¿y a usted? Lo miras y no sabes qué responder, porque es verdad, tiene razón. Lo que la chica mastica mirándonos a los ojos y sonriendo parecen tiritas de papel. Ella asiente, coge dos puñados y nos los ofrece. —Probadlo —nos dice—. Sienta bien.