Cuando llegamos a la carretera asfaltada nos detuvimos, y Yeamon sugirió ir a un local que estaba a un par de kilómetros. La comida es bastante buena y la bebida barata dijo. Y, además, me fían. Le seguimos hasta llegar a un letrero que decía CASA CABRONES.1 Una flecha apuntaba hacia un camino de tierra que se desviaba hacia la playa. Tras atravesar un bosquecillo de palmeras, el camino terminaba en un pequeño aparcamiento, contiguo a un restaurante desvencijado con mesas en el patio y una máquina de discos al lado de la barra. Si hacía abstracción de las palmeras y la clientela puertorriqueña, el sitio me recordaba las tabernas de mala muerte del Medio Oeste norteamericano. A ambos extremos del patio había sendos postes, unidos por un cable del que pendían unas bombillas azules, y cada medio minuto el haz de luz amarilla de la torre de control del aeropuerto, situado a un kilómetro y medio, rasgaba el cielo. Al sentarnos y pedir las bebidas, reparé en que éramos los únicos gringos que había en el local. Todos los demás clientes eran vecinos del lugar. Hacían mucho ruido; cantaban y gritaban al son de las canciones de la máquina, pero todos parecían cansados y deprimidos. No era esa tristeza rítmica de la música mexicana, sino una vaciedad chillona que no he oído en ninguna parte más que en Puerto Rico (una combinación de gruñidos y lamentos, una cadencia rítmica y lúgubre y unas voces empantanadas en el desaliento). Era enormemente triste; no la música en sí, sino el hecho de que el estar allí escuchándola fuera lo mejor que aquellos seres pudieran estar haciendo en aquel momento. La mayoría de las canciones eran versiones de temas norteamericanos de rockandroll vaciados de toda su fuerza original. Reconocí una de ellas: «Maybellene». La versión original había hecho furor cuando yo estaba en secundaria. La recordaba como una canción llena de desenfado y brío, pero los puertorriqueños la habían convertido en un canto fúnebre y repetitivo, tan hueco y desesperado como las caras del puñado de hombres que la estaban cantando en aquel solitario lo calucho de carretera. No eran en absoluto músicos contratados por la casa, pero me dio la impresión de que estaban llevando a cabo una actuación, y de que en cualquier momento iban a callar para pasar el sombrero. Luego acabaron sus bebidas y salieron calladamente a la noche oscura, como una troupe de payasos al final de una velada sin risas. De pronto la música cesó y varios hombres se dirigieron apresuradamente hacia la máquina de discos. Estalló una disputa, y hubo un aluvión de insultos, y luego, procedente de algún rincón lejano y a modo de himno nacional destinado a calmar los ánimos de una multitud frenética, nos llegó el lento tintineo de la canción de cuna de Brahms. La riña amainó y se hizo un silencio general, y en las entrañas del ju kebox cayeron varias monedas. Y acto seguido el local entero estalló en un aullido lastimero. Pedimos otros tres vasos de ron y el camarero nos los trajo. Decidimos quedarnos bebiendo un rato y posponer la cena hasta más tarde, y cuando quisimos pedir algo que llevarnos a la boca el camarero nos dijo que habían apagado los fogones. ¡De eso nada! exclamó Yeamon. Ahí dice hasta medianoche. Señaló un letrero que había encima de la barra. El camarero sacudió la cabeza. Sala alzó la mirada hacia él. Por favor dijo. Eres amigo mío. No puedo más, me muero de hambre. El camarero sacudió de nuevo la cabeza, mirando fijamente el pequeño bloc verde que tenía en la mano. De pronto Yeamon dio un puñetazo en la mesa. El camarero pareció asustarse: se retiró rápidamente y se refugió detrás de la barra. Todos los parroquianos se volvieron para mirarnos. ¡Tráenos carne! gritó Yeamon. ¡Y más ron! Un hombrecillo gordo con camisa blanca de manga corta salió corriendo de la cocina. Dio unos golpecitos en el hombro a Yeamon. Buena gente dijo con sonrisa nerviosa. Buenos clientes. Nada de líos, ¿vale? Yeamon le miró. Sólo queremos un poco de carne dijo en tono amable. Y otra ronda de ron. El hombrecillo negó con la cabeza. No hay cenas después de las diez dijo. ¿Y ve la hora que es? Golpeó con el dedo su reloj de pulsera. Eran las diez y veinte. Ese cartel dice que hasta medianoche dijo Yeamon. El hombre volvió a negar con la cabeza. ¿Cuál es el problema? preguntó Sala. Unos bistecs no tardan ni cinco minutos en hacerse. Maldita sea, olvídese de las patatas. Yeamon levantó el vaso. Tráenos tres más de ron dijo, mostrándole tres dedos al camarero. El camarero miró al hombrecillo, que al parecer era el patrón. Éste asintió enseguida con la cabeza y se retiró. Creí que lo peor había pasado. Segundos después, el hombrecillo volvió y se plantó ante nosotros con una pequeña factura verde donde había escrito: 11,50 dólares. La puso sobre la mesa, delante de Yeamon. No se preocupe por eso le dijo Yeamon. El patrón dio unas palmadas. Bien dijo con enfado. Pague. Tendió la mano. Yeamon barrió con la mano la factura, que cayó al suelo. Ya le he dicho que no se preocupe por eso. El hombrecillo se agachó para recogerla. ¡Pague! gritó. ¡Pague ahora mismo! La cara de Yeamon se congestionó. ¡Pagaré esto lo mismo que he pagado lo de antes! aulló, levantándose a medias de la silla. ¡Ahora váyase de una puta vez y tráiganos la maldita carne! El hombrecillo vaciló; luego brincó hacia adelante y dejó caer bruscamente la factura sobre la mesa. ¡Pague ahora! volvió a gritar. ¡Pague ahora mismo y váyanse, o llamo a la policía! Acababa de pronunciar estas palabras cuando Yeamon lo agarró por la pechera de la camisa. ¡Miserable hijo de puta! saltó. Sigue chillando y no cobrarás jamás. Miré a los hombres del bar. Tenían los ojos saltones y estaban tensos como perros. El camarero, de pie en la puerta, se mantenía alerta (no sabría decir si para salir huyendo o para ir en busca de un machete). El patrón, ya fuera de sí, agitó el puño hacia nosotros y dijo a grandes voces: ¡Paguen, malditos yanquis! ¡Paguen y váyanse de aquí! Se quedó mirándonos con expresión iracunda; luego corrió hacia el camarero y le susurró algo al oído. Yeamon se levantó y se puso la chaqueta. Vámonos dijo. Me las entenderé más tarde con este hijo de puta. El patrón pareció aterrorizarse ante la sola idea de que se nos ocurriera marcharnos sin pagar la cuenta. Nos siguió hasta el aparcamiento, maldiciendo y suplicando: ¡Paguen! aullaba. ¿Cuándo van a pagarme? La policía va a venir... No quiero a la policía... ¡Pero páguenme! Pensé que aquel tipo estaba loco, y lo único que yo quería era que desapareciese de mi vista. ¡Dios! dije. Vamos a pagarle. Sí dijo Sala, sacando la cartera. Este sitio es asqueroso. No os preocupéis dijo Yeamon. Sabe que voy a pagar. Lanzó la chaqueta al interior del coche y se volvió hacia el hombrecillo. ¡Jodido cretino! ¡Contrólate un poco! Montamos en el coche. En cuanto Yeamon arrancó la scooter, el patrón volvió corriendo hasta el restaurante y les gritó algo a los parroquianos que seguían dentro. Sus gritos llenaron el aire mientras arrancábamos y seguíamos a Yea mon por el largo camino de entrada. Nuestro amigo se negaba a darse prisa, y lo recorrió como alguien intrigado por su entorno. En cuestión de segundos teníamos a dos grupos de puertorriqueños vociferantes pisándonos los talones. Temí que fueran a arrollarnos. Iban en unos enormes coches americanos capaces de aplastar nuestro Fiat como si fuera una cucaracha. La puta... repetía Sala. Nos van a matar. Cuando llegamos a la carretera asfaltada, Yeamon se hizo a un lado y nos dejó pasar. Paramos unos metros más adelante, y le grité: ¡Venga, maldita sea! ¡Vámonos de aquí! Los coches llegaron y se detuvieron a su lado, y vi que Yeamon levantaba las manos como para protegerse de los golpes. Saltó de la scooter, dejando que cayera al suelo, y agarró a un hombre que había sacado la cabeza por la ventanilla. Casi en ese mismo instante vi llegar a la policía. Cuatro agentes saltaron de un pequeño Volkswagen azul blandiendo las porras. Los puertorriqueños los vitorearon con entusiasmo y se bajaron de los coches. Me entraron tentaciones de huir, pero fuimos rodeados de inmediato. Uno de los policías corrió hasta Yeamon y le empujó hacia atrás. ¿Qué pasa? le gritó. ¿Qué es lo que intentaba hacer? Al mismo tiempo, los demás polis abrieron de golpe las dos portezuelas del Fiat y nos sacaron de él de mala manera. Traté de zafarme, pero varios tipos me sujetaban los brazos. Oí que, muy cerca, Yeamon repetía: Oiga, ese tipo se ha pasado conmigo, ese tipo se ha pasado conmigo... De pronto todo el mundo dejó de gritar y el tumulto amainó hasta verse reducido a una discusión entre Yeamon, el patrón del restaurante y el policía que parecía estar al mando. Nadie me sujetaba ya, de forma que me acerqué a ellos para oír lo que decían. Mire usted estaba diciendo Yeamon. He pagado las consumiciones anteriores, ¿por qué piensa que no voy a pagar esta última? El patrón dijo algo acerca de los gringos arrogantes y borrachos. Antes de que Yeamon pudiera responder, uno de los policías se acercó a él por la espalda y le golpeó con la porra en un hombro. Yeamon soltó un grito y cayó hacia un lado, encima de uno de los hombres que nos había perseguido en los coches. El tipo se revolvió con violencia y golpeó a Yeamon en las costillas con una botella de cerveza. Lo último que vi antes de caer fue cómo Yeamon se abalanzaba contra su agresor como un poseso. Oí varios golpes hueso contra hueso, y luego, por el rabillo del ojo, vi que algo caía sobre mi cabeza. Me agaché justo a tiempo y recibí el golpe en la espalda. Me hizo doblar el espinazo y caí a tierra. Sala gritaba en alguna parte, por encima de mi cabeza, y yo giré sobre la espalda tratando de esquivar los pies que me pisoteaban como martillos. Me protegí la cabeza con los brazos y empecé a soltar patadas a derecha e izquierda, pero seguían pisoteándome con inclemencia. No sentía mucho dolor, pero a pesar del entumecimiento sabía que me estaban magullando de mala manera, y de pronto tuve la certeza de que iba a morir. Aún conservaba la conciencia, y el hecho de saber que me estaban pateando hasta la muerte en medio de una jungla puertorriqueña por once dólares y medio me llenó de un terror tal, que empecé a gritar como un animal herido.