Bajamos de veinticuatro páginas a dieciséis, y finalmente a doce. El resultado era tan decepcionante que la gente empezó a decir que El Diario tenía la necrológica del News lista para publicarla en cuanto se produjera el cierre. Yo no sentía la menor lealtad hacia el periódico, pero me daba seguridad tener un sueldo fijo mientras conseguía algún otro trabajo de más fuste. Sin embargo la idea de que el News podía cerrar empezaba a preocuparme, y me preguntaba una y otra vez por qué San Juan, con toda aquella prosperidad nueva, no podía «digerir» algo tan nimio como un modesto periódico en inglés. El News no era una maravilla, pero al menos era legible. Gran parte del problema residía en el propio Lotterman. Desde un punto de vista estrictamente «mecánico», era competente, pero se había colocado a sí mismo en una posición insostenible. Dada su condición de confeso ex comunista, sentía la presión constante de tener que demostrar lo mucho que se había reformado. A la sazón, el Departamento de Estado norteamericano llamaba a Puerto Rico «la publicidad de los Estados Unidos en el Caribe: la prueba evidente de que el capitalismo podía funcionar en América Latina». Las gentes llegadas a la isla para aportar tal prueba al mundo se veían a sí mismas como héroes, como misioneros transmisores del sagrado mensaje de la Libre Empresa a aquellos nativos míseros y oprimidos. Odiaban a los comunistas como odiaban el pecado, y el hecho de que un ex rojo editara un periódico en su ciudad no les hacía la menor gracia. Y a Lotterman todo esto lo desbordaba. Hacía lo imposible para combatir cualquier cosa que despidiera el menor tufillo de izquierdismo, porque sabía que si no lo hacía acabaría crucificado. Por otra parte, era un esclavo del gobierno autónomo local, cuyos subsidios procedentes de Washington no sólo financiaban la mitad de las industrias nuevas de la isla, sino que asimismo contrataban la mayor parte de la publicidad del News. Era una atadura odiosa, y no sólo para Lotterman, sino para muchas personas más. Para ganar dinero tenían que tratar con el gobierno, pero tratar con el gobierno significaba contemporizar con el «socialismo rampante», lo cual se compadecía mal con su labor de misioneros. Era divertido ver cómo se las arreglaban para salvar tal disyuntiva, porque si se paraban a pensarlo un solo segundo llegaban a la conclusión de que no existía más que una salida: alabar los fines y hacer caso omiso de los medios, hábito profusamente sancionado por la historia y que lo justificaba todo salvo unos beneficios menguantes. Asistir a un cóctel en San Juan significaba presenciar toda la bajeza y la codicia de la naturaleza humana. Lo que pasaba por sociedad no era sino un ruidoso y mareante torbellino de ladrones y buscavidas pretenciosos, una barraca de feria llena de charlatanes, payasos y filisteos de mentalidad tarada. Una nueva ola migratoria de palurdos establecidos en el Sur en lugar de en el Oeste, un aluvión humano que en San Juan se movía a sus anchas porque había tomado literalmente el poder.