CAPÍTULO 12 LA MADONA DE MIGUEL ÁNGEL Brujas, Bélgica Septiembre de 1944 Al llegar la última semana de agosto de 1944, la campaña norteuropea había puesto en fuga al enemigo. Los alemanes habían invertido casi todas sus reservas en mantener el «Anillo de Acero» que rodeaba Normandía, por lo que cuando los Aliados occidentales lograron romperlo tuvieron el territorio entero a su disposición. Durante su avance, sin encontrar apenas resistencia, las tropas hallaron miles de toneladas de comida abandonada, cientos de cargamentos de carbón, infinidad de vehículos, soldados alemanes heridos abandonados a su suerte e incluso trenes llenos de lencería y perfumes fruto de los saqueos. Los pueblos estaban decorados con flores y sus habitantes vitoreaban y regalaban comida y vino a los liberadores. Los alemanes que quedaban con vida habían abandonado las armas y huían en dirección a su país. El 28 de agosto, las líneas del frente habían avanzado más de ciento cincuenta kilómetros, liberando París y avanzando en dirección este desde las afueras de la ciudad. El 2 de septiembre los Aliados llegaban a Bélgica y al día siguiente atravesaban más de medio país, liberando Bruselas, la capital belga y la mayor ciudad del Estado. Cuatro días más tarde, a altas horas de la noche del día 7 de septiembre o a primeras horas de la madrugada del 8, el sacristán de la catedral de Nuestra Señora de la ciudad de Brujas se despertó al oír golpes en la puerta. Como el sacristán, que estaba poniéndose una bata, tardaba en responder, los golpes se hicieron más fuertes e insistentes. Cuando por fin llegó a la puerta seguían llamando. «Calma, calma», murmuró entre dientes. Fuera había dos oficiales alemanes, uno de ellos vestido con el uniforme azul de la Marina alemana y el otro de gris verde. Detrás de ellos, en la penumbra de la calle, el sacristán distinguió al menos una veintena de marineros alemanes de los cuarteles de la zona. Iban montados en dos camiones con distintivo de la Cruz Roja. —Abra la catedral —ordenó uno de los oficiales. El sacristán llevó a los soldados a ver al deán. —Tenemos órdenes —dijo el alemán, mostrando una hoja de papel—. Nos llevamos el Miguel Angel para protegerlo de los estadounidenses. —¿Los estadounidenses? —exclamó el deán riendo ante tal atrevimiento—. Dicen que quienes están a las puertas de la ciudad son los británicos. No he oído nada de estadounidenses. —Son órdenes —repitió el oficial alemán, franqueando la puerta seguido de un grupo de hombres armados. El mensaje era muy claro. El deán y el sacristán acompañaron a los soldados a la catedral y abrieron sus gigantescas puertas con unas viejas llaves de hierro. Detrás, la calle parecía tranquila. Bajo la ocupación alemana, nadie a excepción de los partisanos osaba pisar la calle a las dos de la madrugada, y éstos, evidentemente, no se aventuraban fuera de los callejones. Apagar las luces de la ciudad tal vez dificultaba los bombardeos nocturnos de los Aliados, pero también representaba una gran ayuda para la Resistencia. —No podrán sacarla de Brujas —le dijo el deán al comandante mientras abría las vetustas puertas—. Los británicos ya están en Amberes. —No se crea todo lo que oye —repuso el alemán—. Todavía queda una vía. Una vez dentro, los alemanes actuaron con celeridad. Un grupo se apostó en la puerta, otros dieron la vuelta al santuario oscureciendo las ventanas y otros dos se quedaron vigilando al deán y al sacristán. Los demás se dirigieron directamente hacia la nave norte de la iglesia, donde se guardaba la escultura en una habitación sellada construida ex profeso por las autoridades belgas en 1940. Los alemanes abrieron las puertas. La Madona brilló bajo los focos de sus linternas, acaso la única fuente de luz en toda Brujas. La nobleza del rostro y las ropas de aquella radiante estatua de escala real habían sido labrados por la mano del joven maestro Miguel Angel a partir del mejor y más puro mármol de Italia. Al reflejarse en ella las linternas de sus enemigos fue como si la Madona agachase la vista con expresión triste y serena, y el niño Jesús, lejos de parecer un bebé indefenso, se dispusiera a abandonar la habitación con aire desafiante. —Coged los colchones —ordenó el comandante. Cuatro días antes, el doctor Rosemann, jefe de la sección belga de la Kunstschutz, la organización alemana encargada de velar por los monumentos y obras de arte, había visitado la catedral. Decía que necesitaba ver la Madona una última vez antes de abandonar Bélgica. «Durante todos estos años he tenido una fotografía de ella encima de mi mesa», le dijo al deán. Cuando terminó de admirar la escultura, el doctor Rosemann ordenó a sus hombres que colocaran una serie de colchones en la habitación. «Para protegerla —dijo— de las bombas aliadas. Los estadounidenses no son como nosotros; son unos salvajes. ¿Cree que sabrían apreciar esto?» El deán se dio cuenta en ese momento de que los colchones eran para proteger la escultura, pero no de las bombas. Era la manera más rápida y segura de acarrear la estatua hasta los camiones. —¿Qué hacemos con los cuadros? —preguntó uno de los marineros. Al lado de la Madona colgaban varias de las mejores pinturas de la catedral. El comandante reflexionó un instante. —Tú —le dijo a uno de los soldados apostados junto a la puerta—. Trae otro camión. El deán aguantó la respiración al ver que los hombres se encaramaban a la base de la preciosa estatua. Era incapaz de apartar la mirada por miedo a que cada segundo fuera el último. A su lado, el sacristán se santiguaba y murmuraba plegarias, sin atreverse a mirar cómo la estatua se tambaleaba en el pedestal. Los marineros sujetaban el colchón mientras la estatua, de un metro veinte de alto, se deslizaba hacia delante, aunque el peso del mármol los derribó al suelo. Pese a la caída, la estatua seguía intacta, o al menos así se lo pareció al deán. Estaba tumbada boca abajo sobre el colchón, pero estaba sana y salva. Mientras una docena de marineros acarreaba despacio la Madona hacia una puerta lateral, sus compañeros colocaron una escalera. Los soldados empezaron a retirar cuadros al tiempo que el oficial al mando apagaba colillas de cigarrillo en el suelo y caminaba en círculos de un lado para otro sin parar. —Este es demasiado grande —gritó uno de los marineros—. Necesitamos una escalera más alta. —Baja la voz —ordenó el comandante. Fuera, la oscuridad seguía siendo total; había tiempo de sobra—. Inténtalo otra vez. La Madona ya casi estaba en la puerta. Los marineros levantaron el segundo colchón, tal como debían de haberles dicho de antemano, y lo colocaron encima de la escultura. Como protección no era gran cosa, pero serviría para ocultar el botín ante miradas indiscretas. —Imposible, mi comandante —dijo uno de los hombres subidos a la escalera. —Dejadlo ahí —dijo el comandante, que de pronto parecía exasperado por toda aquella operación. Eran las cinco de la madrugada y no había dormido en toda la noche. Todo por una estatua—. Olvidaos del cuadro, no es importante. Cargad todo lo demás. Para subir la estatua a la caja del camión de la Cruz Roja necesitaron otra media hora. Los soldados se apiñaron en el segundo camión. Los cuadros se colocaron en el tercero, el que el marinero había ido a buscar una hora antes. Los suaves rayos de la primera luz del sol empezaban a acariciar el horizonte; desde el umbral de la puerta lateral, el deán y el sacristán, vestidos aún con ropa de noche, observaban cómo la Madona de Brujas, la única escultura de Miguel Ángel que había salido de Italia en vida de éste, desaparecía. El deán hizo una pausa y sorbió un poco de té. Las manos todavía le temblaban, poco pero le temblaban. —Dicen que salió de Brujas por mar —concluyó, taciturno—, claro que también pudieron sacarla en avión. Sea como sea, el caso es que ya no está. Delante de él, el oficial de Monumentos Ronald Balfour, compañero de habitación de George Stout en Shrivenham, se ajustó sus gafas de profesor y siguió tomando notas en su diario de campo. El despacho del deán, con sus hileras de libros, le recordaba al suyo de Cambridge. —¿Alguna idea de cuándo salió de Bélgica? —Supongo que hará apenas unos días —contestó el deán con voz triste—. Puede que ayer, quién sabe. Era el 16 de septiembre, ocho días después del robo y unos pocos días después de la entrada triunfal de los británicos en la ciudad. Balfour cerró el cuaderno. Había faltado bien poco. La Madona de Brujas se les había —se le había— escurrido entre los dedos en alguna parte entre Brujas y mar abierto. —¿Quiere una fotografía? —No me hace falta —respondió Balfour, sumido en sus pensamientos. Llevaba en el ejército británico desde 1940. Tres años reclutando soldados de infantería en la Inglaterra rural. Ocho meses de instrucción como oficial de Monumentos. Creía que estaba preparado y en sólo tres semanas en el continente, adscrito al l.er Ejército canadiense en el extremo septentrional de la ofensiva, el trabajo parecía escapársele ya de las manos. Una cosa era entrar en Rouen y encontrarse con el Palacio de Justicia en ruinas. Todo había comenzado con una bomba aliada lanzada por error en abril, y los alemanes habían terminado de destrozarlo al provocar un incendio accidental en el barrio mientras intentaban quemar la central telefónica el 26 de agosto. Balfour no había podido salvar el palacio por menos de una semana. Pero aquello era distinto: no se trataba de daños de guerra ni de una decisión desafortunada producto de una retirada presurosa. Hacía tiempo que el mundo sabía que los alemanes se habían dedicado a saquear obras de arte. El hecho de que siguieran saqueando aun a pesar del avance en masa de los Aliados era algo que Balfour no acertaba a explicarse. —Lléveselas —dijo el deán tendiéndole un mazo de postales—. Distribúyalas. Por favor. Usted sabe cómo es la Madona, pero muchos de los soldados no. ¿Y si aparece en un granero? ¿O en la casa de un oficial alemán? O... —Hizo una pausa—. O en el fondo del puerto. Lléveselas, así la reconocerán y sabrán que es una de las maravillas del mundo. El anciano tenía razón. Balfour tomó el mazo de postales. —La encontraremos —aseguró.