Nathalie era más bien discreta (la suya era una feminidad suiza, por así decirlo). Había atravesado la adolescencia sin tropiezos, respetando los pasos de cebra. A los veinte años, el porvenir era para ella una promesa. Le gustaba reír, y también leer. Dos ocupaciones que rara vez podía simultanear, pues prefería las historias tristes. Como, a su juicio, su inclinación literaria no era lo bastante marcada, decidió estudiar Económicas. Pese a su aire soñador, no se identificaba ni con la imprecisión ni con la imperfección. Pasaba horas observando curvas sobre la evolución del PIB en Estonia, con una extraña sonrisa en los labios. Justo cuando la vida adulta se anunciaba ya, a Nathalie empezó a darle a veces por pensar en su infancia. Instantes de felicidad reunidos en unos pocos episodios, siempre los mismos. Corría por una playa, se subía a un avión, dormía en brazos de su padre. Pero no sentía nostalgia ninguna, jamás. Lo cual era bastante extraño, llamándose Nathalie. A la mayoría de las parejas les encanta hablar de sí mismas, de su relación, pensar que la manera en que se conocieron fue excepcional, y esas numerosas uniones que surgen de la forma más banal suelen enriquecerse con detalles que aportan, pese a todo, una pequeña dosis de exaltación. A fin de cuentas, siempre queremos analizarlo todo. Nathalie y François se conocieron en la calle. Que un hombre aborde a una mujer es siempre algo delicado. Ésta no puede por menos de preguntarse: «¿Lo hará a menudo?» Los hombres suelen asegurar que es la primera vez. Si nos fiamos de lo que dicen, es como si, de pronto, gozaran de una gracia inesperada que les permite desafiar su timidez habitual. Las mujeres responden, de manera automática, que no tienen tiempo. Nathalie no fue ninguna excepción. Lo cual era una tontería, pues no tenía gran cosa que hacer y le gustaba la idea de que la abordaran así. Nadie se atrevía nunca. Se había preguntado más de una vez: ¿será que parezco demasiado malhumorada, o demasiado indolente tal vez? Una de sus amigas le había dicho: nadie te para nunca por la calle porque tienes pinta de una mujer perseguida por el paso del tiempo. Cuando un hombre aborda a una desconocida es para decirle cosas bonitas. ¿O existe acaso un ka mikaze masculino que pare a una mujer para asestarle: «Pero ¿cómo puede llevar esos zapatos? Tiene los dedos como en un gulag. ¡Qué vergüenza, es usted el Stalin de sus pies!»? ¿Quién podría soltar algo así? François no, desde luego, lo suyo eran los cumplidos. Trató de definir lo más indefinible: la turbación. ¿Por qué la había abordado precisamente a ella? Por sus andares, sobre todo. Había sentido algo nuevo, algo casi infantil, como una rapsodia de las rótulas. Emanaba de ella una especie de naturalidad, tan conmovedora, una gracia en el movimiento, y pensó: es exactamente la clase de mujer con la que me gustaría marcharme un fin de semana a Ginebra. Así que se armó de valor para abordarla, y tuvo que armarse hasta los dientes, porque, en su caso, de verdad era la primera vez que hacía algo así. Allí, en ese preciso momento, en esa acera, se conocieron. Una entrada en materia muy clásica, que a menudo determina el punto de partida de algo que, por lo general, con el tiempo deja de ser tan clásico. Balbuceó las primeras palabras, y, de pronto, las demás vinieron solas, con deslumbrante fluidez. Lo que las propulsó fue esa energía algo patética, pero tan tierna, de la desesperación. Ésa es precisamente la magia de nuestras paradojas: la situación era tan incómoda que François salió airoso, y lo hizo con elegancia. Al cabo de treinta segundos, consiguió incluso arrancarle una sonrisa a Nathalie. Había abierto brecha en el anonimato. Ella accedió a tomar un café, y François comprendió que no tenía ninguna prisa. Le resultaba muy extraño poder pasar así un rato con una mujer que acababa de entrar en su campo visual. Siempre le había gustado mirar a las mujeres por la calle. Recordaba incluso haber sido una suerte de adolescente romántico capaz de seguir a las chicas de buena familia hasta la puerta de sus casas. En el metro, cambiaba a veces de vagón para estar cerca de una pasajera en la que se hubiera fijado desde lejos. Aunque sometido a la dictadura de la sensualidad, no dejaba de ser un hombre romántico, que pensaba que el mundo de las mujeres podía resumirse a una sola. Le preguntó qué quería tomar. Su elección sería decisiva. Pensó: si pide un descafeinado, me levanto y me voy. No se podía tomar un descafeinado en esa clase de cita. Es la bebida que menos cuadra con una reunión distendida y agradable. El té tampoco es mucho mejor. Nada más conocerse, se crea ya una atmósfera como sosa y sin gracia. Se palpa en el aire que las tardes de los domingos se pasarán viendo la televisión. O peor aún: en casa de los suegros. Sí, sin lugar a dudas, el té crea como una atmósfera de familia política. Entonces ¿qué? ¿Algo con alcohol? No, a esa hora no pega. Da mala espina una mujer que se pone a beber así, sin venir a cuento. Ni siquiera una copa de vino tinto. François seguía esperando a que eligiera lo que quería tomar, y proseguía así su análisis líquido de la primera impresión femenina. ¿Qué más quedaba? La CocaCola, o cualquier otro tipo de refresco... No, no podía ser, eso no era nada femenino. Ya puestos que pidiera también una pajita, no te digo. Por fin, François decidió que podía estar bien un zumo. Sí, un zumo es algo simpático. Queda bien pedir un zumo, no resulta demasiado agresivo. Da una impresión de chica dulce y equilibrada. Pero ¿qué zumo? Mejor evitar los de toda la vida: el de manzana o el de naranja, ésos están muy vistos ya. Hay que ser un poquito original, pero sin caer en la excentricidad. De papaya o de guayaba no, eso da como miedo. No, lo mejor es elegir algo a medio camino, como el albaricoque, por ejemplo. Sí, eso es. El zumo de albaricoque es perfecto. Si elige eso, me caso con ella, pensó François. En ese preciso instante, Nathalie levantó la vista de la carta, como si saliera de una larga reflexión. La misma reflexión en la que había estado sumido el desconocido sentado en frente de ella. —Voy a tomar un zumo... —Un zumo de albaricoque, creo. François la miró como si no fuera real del todo. Si Nathalie accedió a sentarse con ese desconocido fue porque se sintió cautivada. Desde el primer instante le atrajo esa mezcla de titubeo y de soltura, de torpeza y de atractivo. Físicamente, tenía algo que le gustaba en los hombres: un ligero estrabismo. Muy ligero, y sin embargo visible. Sí, le sorprendía encontrarle ese detalle. Y además se llamaba François. Siempre le había gustado ese nombre. Era elegante y tranquilo, como la idea que tenía de los años 50. Estaba hablando ahora, cada vez con mayor soltura. No había silencios incómodos, no se sentían tensos ni cortados. Al cabo de diez minutos, ya ni se acordaban de la escena inicial, de cómo la había abordado en plena calle. Tenían la sensación de conocerse ya, la sensación de que si estaban ahí, juntos, era porque habían quedado. Todo era tan sencillo que resultaba desconcertante. Y esa facilidad trastornaba todas las citas anteriores, todas esas citas en las que habían tenido que hablar, habían tenido que tratar de resultar graciosos, que hacer un esfuerzo por parecer interesantes. Lo suyo, esa facilidad y esa naturalidad, casi daba risa. Nathalie miraba a ese chico que ya no era un desconocido, cuyas partículas de anonimato se desvanecían progresivamente ante sus ojos. Trataba de recordar dónde se dirigía en el momento en que se habían conocido. Pero todo estaba borroso en su memoria. No era propio de ella pasear sin rumbo. ¿No quería seguir los pasos de esa novela de Cortázar que acababa de leer? La literatura estaba allí, en ese momento, entre ellos. Sí, eso era, había leído Rayuela y le habían gustado especialmente esas escenas en que los protagonistas tratan de encontrarse por casualidad en la calle, cuando recorren itinerarios nacidos de la frase de un clochard. Por la noche repasaban sus recorridos en un plano, para ver en qué momento habrían podido encontrarse, en qué momento sin duda debían de haber pasado muy cerca el uno del otro. Ahí era donde se dirigía Nathalie: a una novela. 3 Los tres libros preferidos de Nathalie: Bella del señor, de Albert Cohén * El amante, de Marguerite Duras * La separación, de Dan Franck François trabajaba en el ámbito de las finanzas. Bastaba pasar cinco minutos con él para darse cuenta de que eso era tan incongruente como la vocación comercial de Nathalie. Quizá haya una dictadura de lo concreto que contraría siempre las vocaciones. Dicho esto, resulta difícil imaginar a qué otra cosa habría podido dedicarse. Aunque lo hayamos visto casi tímido en el momento de conocer a Nathalie, era un hombre lleno de vitalidad, desbordante de ideas y de energía. Apasionado como era, habría podido dedicarse a cualquier cosa, incluso a vender corbatas. Era un hombre al que uno se imaginaba perfectamente con una maleta llena de corbatas, tenía la labia necesaria para convencer. Poseía el encanto irritante de la gente que es capaz de venderte cualquier cosa. Con él, uno se iría a esquiar en verano y a nadar en lagos islandeses. Era de esa clase de hombres que abordan a una mujer una sola vez en la vida, y van y aciertan. Todo parecía salirle bien. Así es que, las finanzas, pues sí, por qué no. Formaba parte de esos aprendices de broker que manejan millones con el recuerdo reciente de cuando jugaban al Monopoly. Pero, en cuanto salía del banco en el que trabajaba, era otra persona. El CAC 40 se quedaba en su torre. Su profesión no le había impedido seguir cultivando sus pasiones. Por encima de todo, le gustaba hacer puzzles. Podía parecer extraño, pero nada canalizaba mejor su energía desbordante que pasarse las tardes de los sábados juntando miles de piezas. A Nathalie le gustaba observar a su novio, de cuclillas en el salón. Era un espectáculo silencioso. De repente, François se levantaba y gritaba: «¡Venga, vamos a tomar el aire!» Sí, esto es lo último que queda por precisar: las transiciones no iban con él. Le gustaban las rupturas, pasar del silencio al estruendo. Con François, el tiempo transcurría a velocidad de vértigo. Era como si tuviera la capacidad de saltarse días, de crear extrañas semanas sin jueves. Acababan de conocerse y ya estaban celebrando su segundo aniversario de noviazgo. Dos años sin el más mínimo nubarrón, su relación habría dejado pasmados a todos los especialistas en tirarse los trastos a la cabeza. Los miraban como se admira a un campeón. Eran el maillot amarillo del amor. Nathalie seguía estudiando, con resultados brillantes, a la vez que trataba de hacer más llevadera la vida cotidiana de François. El haber elegido a un hombre un poco mayor que ella, que ya tenía una profesión, le permitió abandonar el domicilio familiar. Pero como no quería vivir a su costa, decidió trabajar unas cuantas noches por semana de acomodadora en un teatro. Estaba contenta con ese empleo, pues compensaba el ambiente algo frío de la universidad. Una vez instalados los espectadores en sus butacas, Nathalie se sentaba al fondo de la sala. Desde allí, asistía a una función que se sabía de memoria. Moviendo los labios al mismo tiempo que las actrices, saludaba al público cuando llegaba el momento de los aplausos. Antes de eso, vendía el programa. Como conocía perfectamente las obras, se divertía insertando diálogos de Moliere en su vida cotidiana, recorría el salón lamentándose de que el gato había muerto. Esas últimas noches, era Lorenzaccio de Musset lo que Nathalie interpretaba, soltando réplicas aquí y allá, en la incoherencia más total. «Ven aquí, el húngaro tiene razón.» O: «¿Quién está en el fango? ¿Quién se arrastra ante las murallas de mi palacio con tan espantosos gritos?». Eso oía François, aquel día, mientras intentaba concentrarse. —¿Puedes hablar más bajo? —preguntó. —Sí, claro. —Es que estoy haciendo un puzzle muy importante. Entonces Nathalie se quedó callada, respetando la aplicación de su novio. Ese puzzle parecía distinto a los demás. No se veía ningún dibujo, no había castillos ni personajes. Se trataba de un fondo blanco sobre el que destacaban líneas curvas de color rojo. Líneas que resultaron ser letras. Era un mensaje en forma de puzzle. Nathalie dejó el libro que acababa de abrir para observar el progreso del puzzle. De vez en cuando, François volvía la cabeza hacia ella. El espectáculo de la revelación avanzaba hacia su desenlace. Sólo quedaban unas pocas piezas, y ya Nathalie acertaba a adivinar el mensaje, un mensaje construido con meticulosidad, mediante cientos de piezas. Sí, ahora ya podía leer lo que ponía: «¿Quieres casarte conmigo?»