tres carteras Se encontró preguntándose cosas sobre sus respectivos dueños. La primera era una cartera de piel de anguila; la segunda estaba hecha con una imitación de piel e avestruz, y la tercera era de piel de vaca y contenía fotografías en color de niños. ¿Qué impulsa a un hombre a llevar en la cartera fotos de niños tan feos? ¿Y por qué iba alguien a comprar piel de imitación de avestruz, cuando se podía conseguir una cartera de auténtica piel de avestruz por solo dos o trescientos dólares más? La otra se podía entender: la piel de anguila era suave y duradera, y cuanto más tiempo se llevaba en el bolsillo, más suave se volvía. Decidió que se quedaría la de piel de anguila. Guardó en ella todas las tarjetas de crédito y los carnets junto con las fotos de los niños feos, y escondió las otras dos en el bolsillo del asiento de enfrente, detrás de la revista de a bordo. Satisfecho, con la tripa llena y algo achispado por el Martini y el vino, Freddy reclinó el asiento y se abrazó a la pequeña almohada del avión. Durmió a pierna suelta hasta que la azafata lo despertó con suavidad y le pidió que se abrochara el cinturón de seguridad para aterrizar en el Aeropuerto Internacional de Miami. Freddy no había facturado equipaje, así que deambuló por el enorme aeropuerto y escuchó los anuncios que surgían de los altavoces, primero en español y luego en inglés. Estaba ansioso por conseguir un taxi y buscar un hotel, pero también quería agenciarse un poco de equipaje, algo con clase. Dos piezas serían mejor que una, pero se conformaba con un baúl de Vuitton, si es que podía encontrar uno. Hizo una pausa para encender un Winston y vio una larga fila de turistas estadounidenses y diminutos hombres y mujeres indios provenientes de la península de Yucatán. Los turistas se mantenían pegados a su equipaje, y los indios aguardaban grandes cajas de cartón, pegadas con tiras de cinta adhesiva gris. Nada para él. Un Haré Krishna camuflado tras unos pantalones vaqueros, camisa deportiva y chaqueta azul claro, con la cabeza cubierta con una peluca de color castaño mal ajustada, se acercó a Freddy y le colocó un pin en forma de bastón de caramelo en la solapa de la cazadora de cuero gris. Cuando el pin perforó la solapa de la chaqueta de doscientos ochenta y siete dólares, con cargo el día anterior a la tarjeta de un tal señor Bytell, Claude L., en los almacenes Macy de San Francisco, Freddy se cabreó de inmediato: podía sacar el pin, por supuesto, pero sabía que aquel diminuto agujero estaría allí para siempre, por el descuido de ese gilipollas. —Quiero ser tu amigo —dijo el Haré Krishna—, y... Freddy asió al Haré Krishna por el dedo anular y tiró de él hacia atrás, con fuerza. El Krishna gritó y Freddy hizo aún más presión sobre el dedo, rompiéndolo. Ahí, el Krishna dejó escapar un alarido y se derrumbó. Freddy le soltó el dedo, que quedó colgando. Al caerse al suelo, al Haré Krishna se le cayó la peluca, dejando al descubierto una cabeza rapada. Dos tipos que parecían hermanos y que habían observado lo sucedido se echaron a reír y aplaudieron. Una mujer de mediana edad, vestida con un poncho colombiano, oyó a uno de los turistas exclamar «Haré Krishna», y de inmediato sacó de su bolso un artefacto de metal denominado kricket Krishna o «espantakrishnas» y comenzó a hacer ruidos con aquel objeto metálico en la jeta del compañero del Krishna herido, que también iba vestido de forma similar, aunque con una peluca negra. Este segundo Krishna se acercó desde el mostrador de Aeroméxico, donde estaba trabajando, para abroncar a la mujer por usar el espantakrishnas. Entonces, el mayor de los dos hombres que reían se le acercó por detrás y le arrebató la peluca, que arrojó por encima de las cabezas de la multitud que hacía cola. Freddy, que ya había escapado de allí, entró en el servicio de caballeros junto al bar de la zona D y se quitó el bastón de caramelo de la solapa. Examinó el agujero ante el espejo y se alisó la solapa. Decidió que aquel agujero no se advertía a simple vista, aunque allí estaba, a pesar de no ser tan malo como había pensado en un principio. Freddy guardó el bastón de caramelo en el bolsillo de la chaqueta, echó una meada rápida, se lavó las manos y salió. Una joven dormía a pierna suelta en una hilera de sillas de plástico duro del aeropuerto. Sentado a su lado en silencio, un niño de dos años se abrazaba a un oso panda de peluche. El niño tenía los ojos abiertos, babeaba un poco y había apoyado los pies en una maleta con el logo de Cardin estampado en azul claro. Freddy se detuvo frente al niño, sacó el caramelo y se lo ofreció con una sonrisa. El niño sonrió, agarró el caramelo con timidez y se lo llevó a la boca. Mientras el niño lo chupaba, Freddy agarró la maleta y echó a andar, tomó la escalera mecánica que conducía al exterior y se montó en un taxi amarillo. El taxista era cubano y casi no hablaba inglés. Al final sonrió y asintió con la cabeza cuando Freddy le dijo: —Hotel. Miami. El taxista encendió un cigarrillo con la diestra y con la zurda giró el volante para meterse en el carril de la izquierda, por lo que casi atropella a una anciana y a su nieta. Se plantó de improviso frente a un Toyota, obligando a su conductor a dar un frenazo, y se dirigió a la Dolphin Expressway. Allí se las arregló para conseguir dejar a Freddy frente al Hotel International, en pleno centro de Miami, en solo veintidós minutos. El taxímetro marcaba ocho dólares y treinta y siete centavos. Freddy le dio un billete de diez, bajó del taxi, entregó la maleta al portero y se inscribió como Hermán T. Gotlieb, oriundo de San José, California, mostrando una tarjeta de crédito a nombre de Gotlieb. Cogió una habitación con baño a ciento treinta y cinco dólares la noche y luego siguió al botones, un latino gordinflón, hasta el ascensor. Justo antes de llegar al séptimo piso, el botones le dijo: —Si hay algo que desee, señor Gotlieb, por favor, hágamelo saber. —No se me ocurre nada. 12 No sé si me explico... Y ahí el botones se aclaró la garganta. Te explicas —repuso Freddy—. Pero ahora mismo no quiero una chica. La habitación era pequeña, pero el salón estaba agradablemente amueblado con un cómodo sofá y un sillón tapizado a rayas blancas y azules, un escritorio con superficie de cristal y un pequeño bar con dos taburetes. En el refrigerador, detrás del bar, había vodka, ginebra, whisky y bourbon, un par de mezcladores y champán. También había una lista de precios pegada a la puerta. Freddy la miró y consideró escandalosos los precios. Luego le soltó al botones dos pavos de propina. —Gracias, señor. Si me necesita, solo tiene que llamar a recepción y preguntar por Pablo. —Pablo. Vale. ¿Dónde está la playa, Pablo? Tal vez quiera darme un chapuzón más tarde. —¿La playa? Estamos en Biscayne Bay, señor. Esto no es el océano. El océano está allá al fondo, en Miami Beach, pero acá tenemos una bonita piscina en la azotea, y una sauna, y si lo que quiere es un masaje, pues... —No, está bien. Pensé que Miami daba al océano. —No, señor. Aquello no es Miami, sino Miami Beach. Son dos ciudades distintas, señor, unidas por una carretera, aunque de todos modos no le gustaría, señor. En Miami Beach no hay más que delincuencia. —¿Quieres decir que Miami Beach no está en Miami? —Señor, señor, aquí, en la avenida Brickell, no hay playa. Esto es la zona más rica de Fat Cit. y—Me ha parecido ver algunas tiendas en el vestíbulo. ¿Puedo comprar un traje de baño? —Ya se lo conseguiré yo, señor. ¿Qué talla? —No importa. Ya me encargaré más tarde. El botones salió, y Freddy descorrió las cortinas. Podía ver el imponente edificio AmeriFirst, una parte de la bahía, el puente sobre el río Miami y los rascacielos en la calle Flagler. La avenida Brickell estaba llena de brillantes edificios con fachadas de espejo. El aire acondicionado zumbaba suavemente. Tenía al menos una semana por delante antes de que alguien diera la alarma de la desaparición de la tarjeta de crédito, pero no tenía intención de permanecer en el Hotel International más de un día. A partir de ahora se mostraría más cauto, a menos que, por supuesto, quisiera algo. Si de inmediato se le encaprichaba algo esa ya era otra cuestión. Pero lo que quería ahora, antes de que se le echaran encima, era pasar un buen rato y hacer algunas de las cosas que había echado en falta durante sus tres años en San Quintín. Por ahora le gustaba la mirada limpia y blanca de Miami, pero se había sorprendido al enterarse de que la ciudad no daba al mar. 2 La sala VIP —o Golden Lounge, como se la llamaba a veces, por el dorado de las tarjetas de plástico emitidas a pasajeros de primera clase por las tres aerolíneas que la mantenían— estaba inusualmente llena de gente. El hombre muerto tendido sobre la moqueta azul no era el único que estaba allí sin una tarjeta oro. Hoke Moseley, sargento del Departamento de Policía de Miami, sección Homicidios, se sirvió café en un vaso de plástico —el tercero—, cogió un dónut glaseado para volver a dejarlo caer sobre la bandeja de plástico transparente y luego le echó al café edulcorante Sweet'n Low y leche en polvo. El sargento Bill Henderson, compañero de Hoke, estaba sentado en un sofá azul marino y leía la columna de humor de John Keasler del Miami News. Junto a la puerta, vestidos con chaquetas deportivas de color azul eléctrico, dos tipos de seguridad del aeropuerto ponían cara de no estar dispuestos a acatar órdenes de nadie. Un hombre negro, relaciones públicas del aeropuerto, vestido con una camisa de seda marrón de cien pavos y unos pantalones de golf amarillos de lino, tomaba notas con un lápiz de oro en un cuaderno con tapas de cuero negro. Se metió el cuaderno en el bolsillo del pantalón y cruzó la moqueta azul para hablar con dos hombres que al parecer eran de Waycross, Georgia: John e Irwin Peeples. Ambos le miraron con el ceño fruncido. —No se preocupen —dijo el relaciones públicas—. Tan pronto como aparezca el fiscal del Estado y haya tenido la oportunidad de hablar con él, ustedes estarán en el próximo vuelo para Atlanta. Y hay vuelos a Atlanta cada media hora. —No queremos volar en cualquier compañía —dijo John Peeples—. O Irwin y yo volamos en Delta o no volamos. —No hay problema. Si es necesario, sacaremos a una pareja del avión y les conseguiremos asiento en Delta en una hora. —Yo en tu lugar —le comentó Bill Henderson, quitándose las gafas de presbicia de montura negra— no les prometería nada a estos dos. Tal vez nos estemos enfrentando a un asesinato en segundo grado. Por lo que sé, podría tratarse de un complot para asesinar a ese Krishna, y estos dos podrían estar compinchados. ¿No es cierto, Hoke? —No lo sé todavía —dijo Hoke—. Primero esperaremos a ver lo que tienen que decir el forense y el fiscal. En cualquier caso, señor Peeples, usted y su hermano van a estar ocupados. Vamos a tener que interrogarles en comisaría como testigos materiales en el caso de —señaló el cadáver— la defunción de este Haré Krishna, y el fiscal bien puede decidir que deben permanecer aquí bajo custodia durante varios meses. Los hermanos se quejaron. Hoke hizo una seña a Bill Henderson para que se acercara al sofá. El otro Haré Krishna, el compañero del muerto, comenzó a llorar de nuevo. Alguien le había devuelto la peluca y se la había metido en el bolsillo de la chaqueta. Tenía por lo menos veinticinco años, pero parecía mucho más joven. Intentaba contener el llanto y se secaba las lágrimas con las yemas de los dedos. Le brillaba la cabeza recién afeitada, por el sudor. Nunca antes había visto a un muerto, y aquí estaba su «hermano» de cuerpo presente, un hombre con el que había rezado y comido arroz integral, tirado sobre la moqueta azul de la sala VIP y cubierto —a excepción de los pies, enfundados en unos calcetines de algodón blanco y unos zapatos Hush Puppies— con una manta de color crema de Aeroméxico. El doctor Merle «Doc» Evans, médico forense, llegó con Violet Nygren, una joven adjunta, rubia y algo sosa, de la oficina del fiscal. Hoke les hizo una seña a los guardias de seguridad de la puerta para que les dejaran pasar. Hoke y Bill Henderson le dieron la mano a Doc Evans, y los cuatro fueron a la parte de atrás del salón para evitar que los hermanos Peeples, el relaciones públicas o el Krishna lloroso escucharan sus palabras. —Soy nueva en las calles —dijo Violet Nygren al presentarse—. Solo llevo en la oficina del fiscal desde el pasado junio, cuando terminé derecho en la UM. Pero estoy ansiosa por aprender, sargento Mosele. yHoke sonrió. —Eso está bien. Este es mi compañero, el sargento Henderson. Usted es abogada, señorita Nygren, ¿dónde ha dejado el maletín? —Llevo una grabadora en el bolso —dijo, sosteniendo el bolso de cuero entrelazado. —Estaba bromeando. Siento un gran respeto por las abogadas, señora. Mi ex tenía una, y durante los últimos diez años he visto cómo la mitad de mi sueldo desaparecía como por arte de magia, para ir directamente a pagar la pensión y la manutención de nuestras hijas. —No me había topado con un homicidio hasta ahora —repuso ella—. Por lo general mis casos han sido en su mayoría robos y atracos. Pero, como he dicho, estoy aquí para aprender, sargento. —No adelantemos los acontecimientos: puede que no sea un homicidio. Por eso quería a alguien de la oficina del fiscal del Estado aquí, con Doc Evans. Esperamos que no lo sea. Ya llevamos suficientes muertes este año. Pero eso les toca decidirlo a Doc Evans y a usted. —Eso es muy considerado de tu parte, Hoke —dijo el doctor Evans—. Y ahora dime, ¿qué demonios es lo que te preocupa? —Mira, esto es todo lo que hay. El cadáver bajo la manta es de un Haré Krishna. —Hoke cotejó su cuaderno—. Se llamaba Marty Waggoner y, según lo que nos ha dicho ese otro Haré Krishna de allí, sus padres viven en Okeechobee. Vino a Miami hará nueve o diez meses, se unió a los Krishnas, y ambos residían en el nuevo ashram Krishna de la avenida Krome, en los East Glades. Ambos han estado trabajando en el aeropuerto durante unos seis meses, ese era su cometido. La gente de seguridad del aeropuerto les conocía y ya les había advertido un par de veces que no debían molestar a los pasajeros. El muerto llevaba más de doscientos dólares en la cartera, y ese otro Krishna tiene alrededor de cincuenta. Eso es todo lo que han recaudado desde las siete de la mañana. —Hoke miró el reloj de pulsera—. Ahora solo es la una menos cuarto, pero aquel Krishna de allí afirma que en un día podían recaudar quinientos pavos entre los dos. —Eso es mucho dinero. —Violet Nygren enarcó las pálidas cejas—. Jamás habría imaginado que sacaran tanto. —La gente de seguridad dijo que hay otros dos equipos de Haré Krishnas en el aeropuerto, además de este. No hemos notificado nada a la comuna ni hemos llamado a los padres del Krishna en Okeechobee. De momento, todavía no. —Ni nos has dicho nada del otro jueves, tampoco —se quejó el doctor Evans. —Nuestro problema, doctor, son los testigos. Había como treinta, todos en la cola de Aeroméxico, pero tomaron el vuelo a Mérida. Nos las arreglamos para retener a esos dos muchachos de allí —Hoke señaló a los dos hermanos de Georgia, que parecían tener unos cuarenta años—, pero solo porque el más feo, el de la derecha, le robó la peluca a la víctima. Los empleados de la aerolínea atendían el mostrador en ese instante y afirman no haber visto nada porque estaban demasiado ocupados, y como estaban embarcando a los pasajeros supongo que así era. Tengo sus nombres y podemos hablar con ellos más tarde. —Es una lástima —dijo Henderson— que no podamos encontrar a la dama del kricket Krishna. —¿Qué es un kricket Krishna? —preguntó Violet Nygren. —Los venden aquí, en librerías y farmacias. Es solo un grillo de metal con una pieza dentro, un resorte de acero que produce un chasquido metálico. Uno lo hace sonar cuando los Krishnas empiezan a molestarle. Por lo general, el ruido les espanta. Antes había un tipo que odiaba a los Haré Krishna y él se los regalaba a todo el mundo, aquí y allá, pero se le acabó el dinero, o los grillos, o la mala leche, no lo sé. De todos modos, los dos hermanos de allí afirman que la señora estaba cerca del lugar donde ha sucedido todo, y que siguió usando el «espantakrishnas» hasta que el Krishna dejó de gritar. —¿Cómo le mataron? —preguntó Doc Evans—. ¿O quieres que le eche un vistazo ahora y te lo diga luego? Tengo que volver a la morgue. —Esa es la cuestión —dijo Hoke—. El caso es que en realidad no estaba muerto. Al parecer, molestó a un tipo que llevaba una chaqueta de cuero. El tipo le torció el dedo hacia atrás hasta que se lo rompió. Y luego se alejó y desapareció. El Krishna se puso de rodillas, empezó a gritar y entonces, tal vez cinco o seis minutos más tarde, había muerto. Los de seguridad traen el cadáver aquí y el relaciones públicas habla de homicidio. De modo que ya ves, un Haré Krishna muerto por culpa de un dedo roto. ¿Qué le parece, señorita Nygren, es un homicidio o no lo es? —Nunca oí que nadie muriera por culpa de un dedo roto —dijo ella. —Debe de haber muerto del shock —dijo el doctor Evans—. Te lo confirmaré después de haberle echado un vistazo. ¿Qué edad tiene, Hoke? —Veintiún años, según el carnet de conducir. —Eso es lo que quiero decir —dijo el doctor Evans, apretando los labios—. Los jóvenes de hoy en día simplemente no saben hacer frente al dolor. Este estaba probablemente desnutrido y en una forma pésima. El sufrimiento fue inesperado, demasiado para él. Que te retuerzan el dedo duele un horror. —Y que lo digas —afirmó Violet Nygren—. Mi hermano solía hacérmelo cuando yo era niña. —Y si se dobla hacia atrás del todo —dijo el doctor Evans—, hasta que se rompe, duele la hostia. Así que probablemente entró en shock. Nadie le dio té caliente o le cubrió con una manta, y eso fue todo. No se necesita mucho tiempo para morir a causa de un shock. —Unos cinco o seis minutos, según los hermanos. —Eso es bastante rápido. —Doc Evans sacudió la cabeza—. La muerte por shock suele tardar quince o veinte minutos. Pero no quiero hacer ninguna conjetura. Por lo que sé, sin examinar el cadáver, podría tener también un agujero de bala en algún lugar. —No lo creo —dijo Bill Henderson—. Todo lo que vi fue el dedo roto, y además parece una rotura limpia, sin más. —Si fue un accidente —señaló Violet Nygren—, podría tratarse de una simple agresión. Por otro lado, si el hombre de la chaqueta de cuero tenía intención de matarlo de esta manera, sabiendo que había un historial de personas que mueren por shock en el entorno de los Haré Krishna, entonces podría muy bien tratarse de asesinato en primer grado. —Eso me parece un poco forzado —indicó Hoke—. Vamos a tener que conformarnos con el homicidio, creo. —No estoy tan segura de eso —continuó ella—. Imagina que le disparas a un hombre y más tarde este muere debido a complicaciones causadas por el balazo. Pues bueno, a pesar de que en principio el tipo resultó herido leve por el disparo, en cuanto muere, el cargo pasa a ser asesinato en segundo grado o incluso en primer grado. Voy a tener que investigar este caso, eso es todo. Aunque de todos modos no podemos hacer nada al respecto hasta dar con el hombre de la chaqueta de cuero. 20 —Eso es todo lo que tenemos para seguir adelante —apuntó Hoke—. Una chaqueta de cuero. Y ni siquiera sabemos de qué color es. Un hombre dijo que había oído que era de color crema. Otro tipo dijo que había oído que era gris. A menos que el hombre se entregue, no tenemos la menor oportunidad de encontrarle. En este momento podría estar en un avión rumbo a Inglaterra o a cualquier otro lugar. —Hoke sacó un Kool mentolado de un paquete arrugado, lo encendió y le dio una calada para tirarlo de inmediato en un cenicero de pie—. El cuerpo es todo tuyo, Doc. Nosotros nos quedamos todo lo que llevaba en los bolsillos. Violet Nygren abrió el bolso y apagó la grabadora. —Debo contarle este caso a mi madre —dijo—. Cuando mi hermano solía doblarme los dedos hacia atrás ella nunca hacía nada —rio, nerviosa—. Ahora puedo decirle que solo estaba tratando de matarme.