—¿Sabes que ponen Amarcord, de Fellini? —me preguntó Maja entusiasmada—. ¿La has visto? ¿Qué responderle? ¿La verdad? Imposible. ¿Cómo un estudiante de dirección de cine puede confesar que en tres ocasiones se ha quedado dormido ante esta gran película? Pero si decía que no la había visto, todavía era peor. Como si le preguntaran a un estudiante de bellas artes si ha visto las obras de Miguel Ángel y respondiera que no. Salí del apuro hábilmente: —Es una película que puede verse cien veces. —¡Pues llévame a verla! Estamos sentados en el cine más bonito de Sarajevo, el Romanija. Se abre el telón. Empiezan los planos del principio. Los dientes de león revolotean enlazando los planos de la ciudad de Rímini. ¡Con qué perfección ha construido Fellini el planteamiento de su película! El viejo zorro utiliza los dientes de león para encadenar las tomas de Rímini. ¡Me quito el sombrero! Aparece el vagabundo que dice «la primavera». Y yo... ¡oh, milagro, no me quedo dormido! A continuación una mujer tiende la colada. Aparece el abogado, que habla frente a la cámara, los diablillos se burlan de Gradisca y soy infinitamente feliz. Mientras veía la película tenía a Maja cogida de la mano, como si estuviéramos sentados en un avión, mudo de admiración ante esta obra maestra. Amarcord fue para mis películas lo que el big-bang para el universo. Sus imágenes y sus ideas se convirtieron en los manantiales que nutrieron todos mis ríos cinematográficos. En lo sucesivo, todo lo que ocurrió en mi vida de cineasta se mide por el rasero de esta película. Los acontecimientos importantes de mi vida dieron un auténtico brinco en la escala de mi existencia. Mi madre, mi padre, mi casa, mis amigos y también todo lo que se me quedaba prendido en el alma sin haberlo planificado: los bosques, los parajes montañosos, los culos de las mujeres, las bicicletas, los tejados de los templos religiosos, los puentes, los trenes, los autobuses... Y todo lo que no me gustaba: las corbatas, los rascacielos, los hornos de cocina, las escuelas y los hospitales. Por último, todo lo que para mí tenía valor: la nobleza, el coraje, la historia y la música. Redescubría todas estas cosas. Mi película de fin de carrera, Guernica, no se parecía a Amurcóni, pero un puente invisible la unía a ella. Las ideas, como paseantes que van y vienen libremente de una orilla a la otra, pasaban por ese puente y eliminaban la diferencia en la manera de percibir el mundo, ya sea en las montañas bosnias como a orillas del Mediterráneo. Mi Guernica seguía la misma regla que Amarcord, a saber, que hay que filmar al ser humano en el espacio y no separar el rostro de su entorno. Debo esta concepción a mi experiencia de haber visto esta película más de diez veces. Cuando mostré mi trabajo al profesor Otakar Vavra, me dijo: -—Es una película seria. Gracias a estos trabajos podemos decir que vale la pena enseñar dirección de cine a los alumnos. Y yo pensé: «¡Gracias a ti, Federico!».