Por la ventanilla del BMW iba mirando la tapia del zoo, cubierta de carteles electorales mojados. Allá arriba, en la jaula de las rapaces, se veía un buitre posado en una rama seca. Parecía una vieja de luto durmiendo bajo la lluvia. La calefacción del coche me sofocaba y las galletas se me habían atragantado en la garganta. Cesaba la lluvia. Una pareja, gordo él, delgada ella, hacía gimnasia en las escaleras cubiertas de hojas mojadas del museo de arte moderno. Miré a mi madre. -¿Qué pasa? -preguntó, sin apartar los ojos de la carretera. Inflé el pecho queriendo imitar la voz grave de mi padre. -Arianna, a ver si lavas el coche que parece una pocilga rodante. No se rió. -¿De tu padre te has despedido? -Sí. -¿Qué te ha dicho? -Que no haga tonterías ni esquíe como un loco. -Hice una pausa-. Y que no te llame cada cinco minutos. -¿Eso ha dicho? -Sí. Cambió de marcha y torció en la Flaminia. La ciudad empezaba a llenarse de coches. -Llámame cuando quieras. ¿Lo llevas todo? ¿Música? ¿El móvil? -Sí. El cielo gris gravitaba sobre los tejados y entre las antenas. -¿Y la bolsa de las medicinas la has cogido? ¿Has echado el termómetro? -Sí. Un muchacho en una moto reía con el móvil metido bajo el casco. -¿Y el dinero? -Sí. Cruzamos el puente sobre el Tíber. -Lo demás creo que lo miramos anoche. Lo llevas todo. -Sí, lo llevo todo. Estábamos parados en un semáforo. En un Cin-quecento había una mujer mirando al frente. Por la acera pasaba un anciano tirando de dos perros labradores. En un árbol pelado cubierto de bolsas de plástico que sobresalía del agua color barro había una gaviota posada. Si hubiera venido Dios y me hubiera preguntado si quería ser esa gaviota, habría dicho que sí. Me quité el cinturón de seguridad. -Déjame aquí. Mi madre me miró como si no hubiera entendido. -¿Cómo aquí? -Sí, aquí. El semáforo se puso en verde. -Para, por favor. Pero ella arrancó. Suerte que delante llevábamos un camión de la basura que nos frenaba. -¡Mamá! Que pares. -Ponte el cinturón. -Te digo que pares. -¿Por qué? -Porque quiero llegar solo. -No lo entiendo... Alcé la voz: -¡Para, por favor! Mi madre se apartó a un lado, apagó el motor y se echó el pelo hacia atrás. -¿Y ahora qué pasa? Lorenzo, por favor, no empecemos. Sabes que a estas horas no razono. -Pasa que... -Apreté los puños-. Que todos vienen solos. Y yo no puedo presentarme contigo. Quedaría fatal. -A ver si lo entiendo... -Se frotó los ojos-. ¿Quieres que te deje aquí? -Sí. -¿Y no puedo darles las gracias a los padres de Alessia? Me encogí de hombros. -No hace falta. Se las doy yo. -Ni hablar. -Y giró la llave de contacto. Me arrojé sobre ella. -No... No... Por favor. Me rechazó. -¿Se puede saber qué te pasa? -Que quiero ir solo. No puedo llegar con mi madre. Se reirían de mí. -¡Qué tontería! Quiero ver si todo va bien, si puedo hacer algo. Me parece lo menos. No soy grosera como tú. -No soy grosero. Soy como todos. Puso el intermitente. -No. De ninguna manera. No había calculado yo que mi madre se empeñaría tanto. Me estaba poniendo rabioso. Empecé a darme puñetazos en las piernas. -¿Qué haces? -Nada. -Agarré la manivela de la puerta con tanta fuerza que los nudillos se me pusieron blancos. Podía arrancar el retrovisor y romper el cristal de la ventanilla. -¿Por qué eres tan chiquillo? -Eres tú, que me tratas como a un... gilipollas. Me fulminó con la mirada. -No digas palabrotas. Sabes que no lo soporto. Y no hay necesidad de que me montes un número. Di un puñetazo en el salpicadero. -¡Mamá, quiero ir solo, maldita sea! -Me atragantaba de puro rabioso-. Vale. Pues no voy. Ya puedes estar contenta. -Mira que me enfado, Lorenzo. Yo tenía una última baza. -Todos dijeron que irían solos. Yo soy el único que va siempre con su mamaíta. Por eso tengo problemas. -Ahora no me eches a mí la culpa de tus problemas. -Papá dice que debo ser independiente, que debo hacer mi vida, que debo despegarme de ti. Mi madre entrecerró los ojos y apretó los finos labios como para impedirse hablar. Se volvió a mirar los coches que pasaban. -Es la primera vez que me invitan... ¿Qué pensarán de mí? -seguí yo. Miró a un lado y a otro como buscando a alguien que le dijera qué hacer. Le cogí la mano. -Mamá, estate tranquila... Sacudió la cabeza. -No, no estoy nada tranquila. Con el brazo ciñendo los esquís, la bolsa con las botas en la mano y la mochila a cuestas, vi a mi madre dar media vuelta. Me despedí y esperé a que el BMW desapareciera puente adelante. Eché a andar por viale Mazzini. Pasé el edificio de la RAI. Unos cien metros antes de Col di Lana reduje el paso, mientras el corazón se me aceleraba. La boca me sabía amarga, como si hubiera chupado un alambre de cobre. Con todo aquello encima iba agobiado, y el plumífero era una sauna. Llegué al cruce y asomé la cabeza por la esquina. En la otra punta, ante una iglesia moderna, había un gran Suv Mercedes, y Alessia Roncato, su madre, el Sumerio y Oscar Tommasi estaban metiendo el equipaje en el maletero. Un Volvo se detuvo junto al Suv y de él se apeó Riccardo Dobosz, que se reunió con los otros. Un instante después se apeó también el padre de Dobosz. Me retiré y me pegué a la pared. Dejé los esquís, me abrí el plumífero y volví a asomarme. La madre de Alessia y el padre de Dobosz estaban colocando los esquís en el techo del Mercedes. El Sumerio daba saltitos y propinaba en broma puñetazos a Dobosz. Alessia y Oscar Tommasi hablaban por el móvil. Tardaban un montón. La madre de Alessia se enfadó con su hija porque no la ayudaba, el Sumerio se subió al techo del coche para comprobar que los esquís estaban bien sujetos. Y al final partieron. 2 En el tranvía me sentía un idiota. Con los esquís y las botas, apretujado entre empleados de chaqueta y corbata y madres que llevaban a sus hijos a la escuela. Cerraba los ojos y me imaginaba montado en el funicular. Con Alessia, Oscar Tommasi, Dobosz y el Sumerio. Podía oler la manteca de cacao, las cremas bronceadoras. Bajaríamos de la cabina riendo, empujándonos y hablando en voz muy alta, pasando de la gente, como hacían esos a los que mis padres llamaban sinvergüenzas. Yo podría decir cosas graciosas que los harían reír mientras se ponían los esquís. Hacer imitaciones, contar chistes. A mí en público nunca se me ocurría nada gracioso. Hay que estar muy seguro de uno mismo para decir cosas graciosas en público. -Sin humor la vida es triste -dije. -Y que lo digas -contestó una mujer a mi lado. Esto del humor lo dijo mi padre un día que estábamos dando un paseo por el campo y mi primo Vittorio me tiró una mierda de vaca. Me dio tanta rabia que cogí una piedra y la estampé contra un árbol, mientras el subnormal de mi primo se revolcaba por el suelo muerto de la risa. Mis padres también se rieron. Cargué con los esquís y me apeé del tranvía. Miré la hora. Las seis menos diez. Demasiado pronto para volver a casa. Mi padre estaría saliendo para el trabajo y seguro que me lo encontraba.