Entre mis borracheras —que no eran más que escapadas entre amigos, no una costumbre, ni una manera de ocultar mis debilidades— se interponían grandes pausas. Sin embargo, una vez concluido el rodaje, mis veladas con Slodoban Aligrudic se convirtieron en auténticas noches de borrachera. Entonces se despertó todo lo que creía que había dejado atrás en mi juventud y en mi época de estudiante. Volvían a salir a la superficie la excentricidad, la sensibilidad poética y la agresividad intelectual. De nuevo todo se escapaba de la maleta en la que, en mis años de madurez en Praga, había encerrado mis pecados de juventud. En las locuras de nuestras borracheras, Aligrudic y yo competíamos por ver quién pegaba un cabezazo más fuerte contra los canalones de las viejas casas de Bascarsija para descuajaringarlos. Aligrudic tenía la cabeza dura, cosa que a primera vista era imposible sospechar.