Charlotte Bless se fijó por primera vez en Hillary Van Wetter viendo una fotografía suya de la United Press reproducida en la primera plana de un ejemplar del New Orleans Times-Picayune, de cuatro fechas antes, abandonado en una mesa del comedor de empleados. Aparecía esposado, en la escalinata del juzgado de Moat, en Lately, cuando lo conducían al tribunal bajo la acusación de haber asesinado al sheriff Thurmond Cali. Ella acababa de tomar asiento en la cafetería de la oficina principal de correos de Nueva Orleáns, en Loyola Street, donde trabajaba. El periódico estaba encima de la mesa; lo habían despojado de sus páginas de deportes, y dejaron allí las demás, manchadas con restos resecos de arroz y alubias. Charlotte sacudió el papel para despegarlos y examinó la fotografía que, a pesar de su deficiente registro, trasmitía aún la expresión intensa de aquel hombre rubio flanqueado por dos orondos ayudantes del sheriff. Iinmediatamente se sintió movida a ponerse de su parte. Y es que, a juzgar por sus otros asesinos, cuyos archivos había traído en su Volkswagen junto con el de Hillary Van Wetter, tenía debilidad por los rubios. Leyó el artículo que ilustraba la foto —sólo unos cuantos párrafos, dedicados en su mayoría a glosar la carrera del sheriff < all— y luego, puesto que su pausa para almorzar estaba concluyendo, rasgó la hoja del periódico para recortar el trozo con la fotografía y el artículo y se lo metió en el bolsillo. Esto, perfectamente lícito en la cafetería, hubiera sido una falta gravísima en la sala de clasificación, dotada de claraboyas semitransparentes en el techo, a través de las cuales las supervisoras podían controlar sin ser vistas el trabajo de los que clasificaban las cartas, precisamente para evitar comportamientos delictivos de ese tipo. La anterior ambición de Charlotte Bless había sido acabar su carrera en la oficina de correos de Nueva Orleans trabajando como una de aquellas supervisoras sentadas detrás de las citadas ( laraboyas. Era algo que le iba, y ya desde el principio había decidido rechazar cualquier ascenso que le fuera ofrecido más allá de ese techo. Aquella noche le escribió su primera carta: una simpática misiva de cinco páginas en la que le describía exactamente cómo había ido a dar con su fotografía, su trabajo en la oficina de correos, los restos de comida en las mesas, que nadie se molestaba en limpiar, y su «perplejidad», en medio de todo aquel barullo, al enterarse de que un caballero tan correcto y bien afeitado como llillary Van Wetter estaba envuelto en semejante caso. Hizo una copia de la carta con papel carbón y la guardó en una caja que rotuló H.V.W. No era el primer asesino al que había escrito, pero sí, hasta entonces, el único que había empleado una navaja. «Yo, en su lugar», le decía al final de la carta, con un sorprendente tono de familiaridad, «estoy segura de que, de haber tenido un motivo suficiente para matar, hubiera optado también por la intimidad que proporciona el arma blanca.»