En las abruptas pendientes de Gorica, donde se quedaron mis compañeros de la infancia, los acontecimientos dramáticos se solapaban. Empezó un nuevo tipo de guerra en mi Sarajevo, en mi Gorica, que conocía piedra a piedra. Mi tristeza se quedó allí colgada, en las farolas, como una luz parpadeante en la destartalada iluminación pública. Mis suspiros revolotean por el Monte Negro como mariposas nocturnas mientras por los escalones gastados, donde me entrenaba para ser rápido como un astronauta y lento como un enamorado, no dejan de rodar balones. Y nunca he dejado de correr tras ellos. Durante aquellos días de guerra, Pasa tuvo que olvidarse del paseo que daba con su mujer en tiempos de paz, desde Svraki-no Selo hasta el centro de la ciudad. Aunque se le hacía duro no poder pelearse con los «maniacos sexuales» que miraban el culo de su mujer con concupiscencia, lograba abrirse camino por la ciudad corriendo de una pared a otra en zigzag para evitar las balas de los francotiradores. Se deslizaba desde las afueras hacia el centro, hasta Gorica, para reconfortar un poco a su amigo Njego Acimovic. El caos se había adueñado de las calles de Sarajevo. Los refugiados de la parte oriental de Bosnia, los musulmanes expulsados de Rogatica y de Visegrado, buscaban un techo, generalmente en las casas de los habitantes que habían huido. Era frecuente que se abalanzaran sobre las viviendas de los serbios que no habían conseguido salir a tiempo de la ciudad. El peligro de que los echaran a la calle era real, y solo la muerte era peor que eso. Para los serbios de Sarajevo, el trayecto más rápido hacia la última estación de la vida era encontrarse por accidente al acordeonista Caco. Este músico no tenía que recurrir a las notas para matar a serbios. El verdugo mandaba con frecuencia a cientos de serbios —incluso a miles, según algunos testimonios— al cadalso de Kazane con la excusa de estar tomando represalias por las desgracias de los musulmanes a lo largo del Drina. Su mala reputación llegó hasta París, y yo me preguntaba si era posible que los que luchaban por una Bosnia multiétnica no supieran lo que hacían sus músicos cuando no se dedicaban a tocar sus instrumentos. Njego Acimovic pasó los primeros días de la guerra aterrorizado y atrincherado en su casa de la calle Kalemova, número 2. Le asustaba el más mínimo ruido de voces en la escalera. Las amenazas por teléfono, los insultos y los golpes contra la puerta en mitad de la noche se habían convertido en una práctica habitual de los que querían echarlo para mudarse a su casa. Sabía que no celebrar la slava y evitar mostrar su origen no le serviría de nada. Al final lo salvó la amistad. Tras haber atravesado la zona de los francotiradores, Pasa llegaba a casa de su amigo con comida. En las peleas Njego era el más débil, y Pasa el más fuerte. Su amistad es una historia que ninguna cadena de televisión del mundo mostró. Desde el principio de la guerra, en esas cadenas no veíamos ni oíamos ningún relato sobre la amistad entre serbios y musulmanes. Pasa llegó a la parte alta de Gorica, se detuvo en el camino para dejar un poco de comida en casa de su hermana Azemina y bajó a toda prisa la pendiente hacia el número 2 de la calle Kalemova. Delante de la puerta del edificio de Njego encontró a un grupo haciendo apuestas. Se acercó al más alto de ellos, le dio un guantazo y lo amenazó: —¡Lárgate de aquí si no quieres que te dé una paliza! El muy idiota, asustado, recogió su dinero y se marchó. —Si te atreves a volver a llamar a la puerta que lleva el nombre de Acimovic, te despellejo vivo. ¿Entendido? —le soltó Pasa. Njego tardó un rato en abrir la puerta porque temía que estuvieran imitando la voz de Pasa. Al final se decidió a acercarse a la puerta, reconoció a su amigo por la mirilla y abrió. En cuanto entró su amigo, no tardó en sentirse seguro, un sentimiento más fuerte que el hambre que lo atenazaba desde hacía dos días. —¿Qué pasa, chetnik} Te cagas en los pantalones, ¿no? Aprietas el culo... —bromeó Pasa. Los dos amigos fueron a comprar pan al colmado. Pasaron por delante de personas que llevaban ya un rato haciendo cola. Pasa se dio cuenta de que un tipo lo miraba de reojo y suspiraba. Le pegó un guantazo inmediatamente. —Tú, imbécil —le soltó—, ¿quieres que te saque los ojos y los utilice como bolas de billar? Has llamado a la puerta de Njego, ¿verdad? Y lo molió a palos. De esta forma Pasa dejaba claro a los demás lo que les esperaba si tocaban a su amigo o se atrevían a acercarse a su casa. No podía ser de otra manera, porque su pasado los obligaba. Sus recuerdos les hacían sentirse en deuda el uno con el otro. Ninguno de los dos podía olvidar cómo se había forjado su amistad, en el asfalto, cómo habían aprendido juntos las reglas y la ética de la calle. Y en aquellos tiempos de guerra saldaban aquella deuda. Sin duda, Njego habría actuado exactamente igual con Pasa si Gorica hubiera estado en territorio serbio, porque estaban unidos por las inolvidables y locas hazañas de aquellos tiempos en que desvalijábamos los quioscos de Zaostrog e íbamos a vender las cuchillas de afeitar y los chicles robados a las playas de Makarska para financiarnos unas semanas junto al mar, que para nosotros simbolizaba volver a la vida. Su memoria se había alimentado para siempre de las escenas de nuestras peleas por ser los cabecillas en las playas y en las noches de baile de Tucep. Cada victoria se les había quedado grabada como un dulce recuerdo de dominio y de triunfo, tan indispensable para que el hombre se desarrolle. Poco importa quién da la paliza y quién la recibe. No habían olvidado que nunca se abandona a un amigo, sea cual sea el precio a pagar. Porque, por encima de todas las leyes, estaba la ley de no ser jamás «un hombre sin honor», y el sacrificio que esta impone. ¿Tenía que terminar El sueño de Arizona en París, seguir montando una película que había sido difícil filmar, o tenía que volver a Sarajevo? Confundido, llamaba por teléfono día y noche a mi ciudad. Desde los primeros problemas con la Asamblea de la República Socialista de Bosnia-Herzegovina, me pidieron que dijera lo que pensaba. Contesté que en ningún caso los ciudadanos debían enfrentarse al JNA, porque estaban en posición de debilidad y se corría el riesgo de que hubiera muchos muertos. Intenté trasladar el siguiente mensaje: no había que jugar a los partisanos y a los alemanes. Era una locura imaginar que, en esta distribución de papeles, esta vez los serbios serían los fascistas alemanes, y los musulmanes serían los partisanos... A casi todo el mundo le pareció una ofensa, aunque estoy convencido de que muchos pensaban lo mismo, pero la realidad de los acontecimientos y el miedo al que tenían que enfrentarse los habían reducido al silencio. Un cantante de variedades quiso reaccionar a mi idea pacifista, y lo hizo doblegándose a la posición oficial: había que hacer un llamamiento a la defensa de Sarajevo, o más exactamente a la guerra contra los serbios, no a la paz a toda costa, que también en esta ocasión era lo que yo pensaba. —¡Emir, necesitamos tus gritos, no tus murmullos! —exclamó el cantante. Y de la noche a la mañana se convirtió en el héroe de la ciudad, mientras que el autor de Dolly Bell y de Papá está en viaje de negocios iba camino de convertirse en un traidor a su país. Tomé la firme decisión de participar en la tragedia de mi ciudad natal y compré un billete de avión para Sarajevo, pero Zoran Bilan me llamó a París para disuadirme. —¡Padrino, no vengas, por lo que más quieras! Aquí eres hombre muerto. —¿Quién va a querer mi pellejo? —¡Los patriotas! —contestó. —¿Porque he dicho en el artículo de Le Monde que Alija Izetbegovic es un general sin ejército? —No sé por qué, pero no vengas. —Pero cuando lo he dicho, no he olvidado mencionar a los que bombardean la ciudad... —No aceptan tu historia, padrino. No has entendido nada. Aquí todo ha cambiado. Ya no se trata de decir quién es el peor, el primero, el segundo o el tercero. Los únicos que no valen nada son los serbios. Como en una película de vaqueros. ¿Lo entiendes? Aunque lo que dice Noka es verdad: «No sé quiénes son peores, si los que me atacan o los que me defienden». —¿Alija tiene de verdad ejército? —Olvídate de quién tiene ejército y quién no lo tiene. En todo caso, ni se te ocurra poner un pie en Sarajevo. Si hay algún cambio, ya te lo comentaré.