En resumen, mi vida en los fogones se inicia en un pasado lejano, con la gran hambruna de mi abuelo. Aquel achicharrador viaje de tres días encima del tren, aferrándose desesperadamente a la vida mientras el hierro hirviente traqueteaba por las llanuras de la India, constituía el poco prometedor comienzo de su nueva vida. Al abuelo no le gustaba hablar de aquellos primeros días en Bombay, pero sé por Ammi, mi abuela, que el hombre maldurmió en las calles durante muchos años, ganándose el pan con el reparto de fiambreras tijfin a los oficinistas indios que estaban a cargo de la trastienda del Imperio Británico. Para comprender el Bombay del que procedo hay que ir a Victoria Terminus en hora punta: representa la verdadera esencia de la vida india. Hay vagones separados para hombres y mujeres y, al entrar despacio por las vías de las estaciones Victoria y Churchgate, los viajeros cuelgan literalmente de las ventanillas y puertas de los trenes. Los convoyes circulan tan atestados que no hay siquiera sitio para las fiambreras de los pasajeros, que llegan en trenes aparte, después de las horas punta. Estas fiambreras tijfin, más de cien mil baqueteadas cajas de hojalata con tapa, con olor a legumbres daal y col lombarda al jengibre y arroz a la pimienta negra, enviadas por leales esposas, son organizadas, apiladas en carritos y entregadas por todo Bombay a cada vendedor de seguros y cajero de banco con la máxima precisión. Eso es lo que hacía mi abuelo: repartía fiambreras. Un dabbawallah. Nada más. Y nada menos. El abuelo era un individuo adusto. Lo llamábamos Bapaji, y recuerdo verlo durante el ramadán en cuclillas en la calle, casi al crepúsculo, con la cara pálida de hambre y rabia mientras le daba caladas a un beedi, un cigarrillo barato. Aún veo su delgada nariz y sus finísimas cejas, el sucio casquete y la kurta, su barba blanca y rala. Adusto sí era, pero también era un buen repartidor. A la edad de veintitrés años entregaba casi mil fiambreras tijfin al día. Para él trabajaban catorce mensajeros de piernas atléticas envueltas en lungi, la falda del indio pobre, que empujaban los carritos por las congestionadas calles de Bombay mientras descargaban almuerzos enlatados en los edificios de Scottish Amicable y Eagle Star. Creo que corría el año 1938 cuando finalmente llamó a Ammi. Llevaban casados desde los catorce años y ella, una pequeña campesina de aceitosa piel negra, llegó con sus pulseras baratas en el tren procedente de Gujarat. La estación estaba llena de vapor, los golfillos defecaban en los raíles y los vendedores de agua gritaban, mientras una corriente de pasajeros cansados y porteadores fluía por los andenes. Al fondo, en tercera clase, con sus bultos, llegaba mi Ammi. El abuelo le ladró algo y se pusieron en camino, la leal esposa pueblerina caminando respetuosamente varios pasos por detrás de su hombre de Bombay.