Pero Papa era como un perro persiguiendo una rata y «servicio adecuado» se convirtió en nuestra excusa para viajar a ese misterioso lugar sobre el que Papa había oído hablar tanto: Harrods Food Hall.* Aquel día fue un acontecimiento memorable: la familia entera bajó al West End, donde el ajetreo de Knightsbridge nos alegró momentáneamente al recordarnos las bocinas de los coches en Bombay. Durante unos minutos nos quedamos atemorizados ante los imponentes grandes almacenes de piedra roja, bufando ante los Royal Warrants atornillados al costado del edificio. «Cosas muy importantes —nos explicó Papa con reverencia—. Significa que la familia real inglesa compra aquí las salsas picantes.» * Departamento de alimentación de Harrods. Entonces nos zambullimos a través de las puertas de I larrods, a través de los bolsos de piel y la porcelana y las esfinges de cartón piedra, echando hacia atrás la cabeza todo el camino para admirar con asombro el techo imitación de oro con incrustaciones de estrellas. El departamento de alimentación olía a gallina de Guinea y a encurtidos. Bajo un techo idóneo para una mezquita, encontramos una sección del tamaño de un campo de fútbol dedicada por completo a la comida y sumergida en el barullo del comercio mundial. A nuestro alrededor había ninfas victorianas saliendo de conchas de almejas, verracos de cerámica, un pavo real hecho de azulejos púrpura. Junto a una barra de ostras al estilo de Hamburgo colgaban trozos de carne de plástico y el lugar estaba lleno de una fila aparentemente interminable de mostradores de mármol y cristal. Recuerdo que había un mostrador entero dedicado únicamente al bacón: «Entreverado Ahumado», «Oyster Back» y «Sufíolk Sweet Cure». —Mirad —gritó Papa, con una mezcla de placer y disgusto, ante las bandejas de cerdo bajo el cristal—. Tripas de cerdo. Haar. Y aquí, mirad. Papa lanzaba risotadas ante la estupidez de los ingleses y las relucientes zanahorias expuestas artísticamente junto con un metro de mata de un verde furioso. «Mirad. Cuatro zanahorias, 1,39 libras por un manojo. ¡Ja, ja! Pagas por la hierba. Tienes que comértelo todo. Como los conejos.» Caminando bajo arañas victorianas, pasamos de una sala a otra supervisando productos llegados de todas las esquinas del globo de los que nunca habíamos oído hablar y las risotadas de Papa se iban haciendo cada vez más raras. Es la expresión confusa de su cara lo que yo recuerdo, mientras daba golpecitos al cristal, contando treinta y siete tipos diferentes de queso de cabra, cada uno de ellos con un nombre exótico como PoulignySaint Pierre y Sainte Maure de Touraine. De repente, comprendimos que el mundo era un lugar espantosamente grande y teníamos la prueba ante nosotros: avestruz ligeramente ahumado de Australia, ñoquis italianos, patatas negras de los Andes, arenque finlandés y salsas cajún. Y tal vez lo más sorprendente de todo, pero claro como el agua: el rico filón de muestras culinarias de la propia Inglaterra, creaciones que sonaban de maravilla, como pastel de patito con manzana y calvados, lomos de conejo marinados en cerveza, o salchichas de venado con setas y arándanos. Resultaba totalmente abrumador. Un empleado de seguridad de Harrods, ataviado con un chaleco y con auriculares en los oídos, andaba alrededor de nosotros. —¿Dónde están las salsas indias, por favor? —preguntó Papa con mansedumbre. —Abajo en la Despensa, señor. Pasadas las especias. Pasamos por delante de los caramelos de gelatina de la sección de Dulces, bajamos por las escaleras mecánicas y cruzamos Vinos hasta llegar a Especias. Allí la mano de Papa se levantó con un breve resquicio de esperanza, que sin embargo se rompió enseguida a la vista de más etiquetas cosmopolitas: tomillo francés, mejorana italiana, bayas de enebro holandesas, hojas de laurel egipcio, mostaza negra inglesa e incluso —la última bofetada— cebolletas alemanas. A Papa se le escapó un suspiro. Y ese sonido me rompió el corazón. En un rincón, casi escondidas detrás de los paquetes de algas y jengibre rosa japoneses, se veían unas escasas contribuciones simbólicas de la India culinaria. Vanas botellas de Curry Club. Varias bolsas de chapatis. El mundo entero de Papa reducido casi a nada. —Vámonos —dijo, decaído. Y eso fue todo. Se acabaron los planes ingleses. Harrods destrozó a Papa por completo y, poco después, éste sucumbió a la depresión que debía de estar acechando detrás de su frenética búsqueda de una nueva labor. Porque en lo sucesivo, hasta que nos fuimos, Papa se pasó su estancia en Inglaterra sentado como un nabo en el sofá de Southall, contemplando sin decir palabra la televisión por cable urdu.