El padre de Italia se llamaba Francesco, de donde procede el nombre del cineasta, y fue también un melómano que conocía al dedillo las canciones napolitanas de su tiempo cargadas de historias de la vida cotidiana. Francesco Pennino acompañó como pianista a Enrico Caruso cuando el tenor llegó a América. Compró varias salas de cine y se especializó en la importación de películas italianas, un ancla emocional que apasionaba a la comunidad de inmigrantes. Eran trabajadores que se esforzaron por salir de la pobreza y ganarse la vida dignamente en el denominado país de las oportunidades. El séptimo arte se convirtió para esta legión de europeos errantes en el idioma común que aliviaba sus ansias de raíces. El dedo de Carmine señaló a sus hijos el camino del éxito desde sus primeros pasos y hacia allá se dirigió Francis sin desmayo, con un espíritu de superación que nunca le ha abandonado. El tributo que siente hacia su padre lo pagará durante toda su vida. Siempre intentará incorporarle a sus proyectos y en 1974 pone en sus manos un Oscar por la banda sonora de los Corleone.