3. ¡¿TRESCIENTOS MILLONES?! A la mañana siguiente saltamos de la cama para abrir las contraventanas y ver el mundo que nos rodeaba. El sol ya había calentado el alféizar de la ventana. Una niebla blanca formaba franjas que se habían acomodado sobre los valles y los pueblos de la montaña resplandecían a lo lejos con las primeras luces del día. El viento agitaba las hojas de los grandes robles y en algún lugar del bosque el Ángel de la Llave gritaba a sus pupilos: «¡Eh, eh!» Había pájaros por todas partes. Los pinzones picoteaban las semillas de las piñas que habían caído, las urracas se abalanzaban sobre las manzanas maduras y un halcón volaba en círculos esperando a que los ratones salieran de sus madrigueras con el arado del tractor, que ya se oía sobre las colinas. Algo se movió en el bosque, más allá de la casa. Un momento después, un hombre mayor, casi tan demacrado como el Ángel de la Llave, sacó la cabeza a la luz del sol, nos miró y una sonrisa de colegial invadió su cara huesuda. Se alejó de los matorrales, sacó una cesta de mimbre, la levantó hacia nosotros y, todavía sonriente, gritó: —Funghi! Candace palideció. También palidecieron sus pecas. Con la voz quebrada, dijo: —Porcini. Y se fue. Cruzó la habitación dando saltos mientras se ponía los vaqueros, se echó una cazadora de cuero sobre los hombros desnudos, bajó las escaleras como un rayo y salió al sol. Charlaban merodeando alrededor de losfunghi como un par de brujas que sobrevuelan un caldero, sacando cosas, admiradas. Candace se dio la vuelta y me enseñó dos enormes objetos bulbosos de piel oscura y aterciopelada, réplicas de las setas que yo había visto en los cuentos de hadas. —Esta noche vamos a comer de verdad —dijo con una sonrisa radiante. El hombre pronunció una serie de palabras incomprensibles a las que respondí agotando gran parte de mi vocabulario en italiano: —Stupendo. Grazie. Entonces se dio la vuelta, se adentró en el bosque y desapareció. —¡Huélelos, huélelos! —La voz venía de abajo. Fui. Candace estaba en la cocina levantando una seta como si fuera el Santo Grial. La cocina desprendía un olor acre, dulce y húmedo. —Esta noche las hacemos a la plancha —dijo victoriosa. Desayunamos al sol de la terraza. Los dueños invisibles de la casa habían dejado suministros de emergencia de azúcar y café, así que preparamos unos capuchinos y nos comimos las sobras del pan y del brie con unas cuantas manzanas cogidas del árbol de abajo. El sol estaba subiendo. Era el momento de la aventura. Candace tenía que pintar dos cuadros más para una exposición, pero yo estaba libre. Libre para ir a buscar una casa en la Toscana. Antes de irme la ayudé a instalarse en la habitación de invitados que había en el jardín. Movimos los muebles, fabricamos un caballete con unos tablones y pusimos dos lienzos en los marcos que ella había traído sin montar desde Nueva York. Entonces me dijo: —El cuarto no está bien ventilado. —Y fue a abrir las ventanas francesas y las contraventanas. Sobrevino el infierno. En un abrir y cerrar de ojos, la tranquila habitación del jardín se transformó en la escena de una película que Alfred Hitchcock no hizo, pero que debería haber hecho: Los bichos. El espacio entre el cristal y las contraventanas, de un palmo de ancho, era el refugio de los insectos más repugnantes y viscosos del mundo, y ahora, con su guarida arruinada, iban de un lado a otro zumbando, arrastrándose y saltando sobre la tranquilidad de nuestras miserables vidas. El aire estaba repleto de bichos y el suelo parecía estar vivo: avispas, moscas, hormigas, ciempiés, chinches, polillas y otros insectos volantes ennegrecían cielo y tierra. Contraatacamos. Yo con una escoba, Candace con un plumero. Los barrimos y empujamos hacia la puerta, pero muchos se daban la vuelta y volvían. Allí estábamos, sudando, con los tobillos hundidos en aquella carnicería. Los exterminadores. Candace salió a un claro de hierba en el que daba el sol y escupió. Se sacudió unos cuantos cadáveres del pelo y volvió a escupír. Se sacudió la camiseta y cayeron otros pocos. Entonces dijo, cariñosamente: —Justo como me prometiste, cariño. El paraíso soñado. Conduje hasta el pueblo. Los viñedos estaban radiantes y en silencio. En los olivares, los hombres caminaban transportando escaleras de madera y redes dobladas, preparándose para recoger aceitunas. Una nube negra flotaba en el cielo, pero más allá de sus bordes, la luz del sol caía a raudales sobre los campos. Aparqué junto a la cara exterior de la muralla medieval, caminé unos metros sobre un irregular empedrado y crucé el inmenso arco de entrada a la ciudad y sus enormes puertas de madera vieja, agrietada y gris, decoradas con clavos de hierro. Un trueno retumbó en la calle y empezó a llover. Abrí mi paraguas. La lluvia corría por las calles bañando las piedras y los tenderos abandonaron rápidamente la entrada de las tiendas, donde solían quedarse de pie o apoyados en la pared, chismorreando unos con otros y con los transeúntes. Corrieron a refugiarse tras los cristales rayados por el agua y allí permanecieron abatidos lamentando el exilio al silencio impuesto por la lluvia. Pocas tiendas tenían letreros; todo lo que vendían podía verse en el escaparate, así que para qué complicarse. Además, todo el mundo en aquel pueblo diminuto sabía exactamente dónde tenía que ir. Yo caminaba atento, fijándome bien en cada escaparate. Nuestro intermediario californiano me había dicho que buscara una tienda con algunas antigüedades deslucidas en el expositor. En la puerta pondría Assicurazione, Seguros, y allí vendía casas el Signor Neri. También cerdos y vacas, cuando se lo pedían los vecinos. Incluso, cuando hacía falta, se ocupaba de los trámites para los entierros del pueblo. La encontré. Me quedé bajo la lluvia mirando un escaparate en el que había un viejo cuadro pintado al óleo colocado entre un espejo y un taburete de ordeñar. Era un cuadro de un santo triste que examinaba una calavera. Dentro, en una habitación abovedada, el Signor Neri es taba detrás de una mesa gastada hablando por teléfono, sepultado en humo de tabaco y agitando el brazo como si tratara de dirigir su vida. Me quedé paralizado. No era capaz de reunir el valor necesario para entrar. Incliné el paraguas para taparme la cara y seguí mi camino bajo la lluvia. No tenía ningún problema con cuatro de las profesiones de Neri, pero la quinta, sin duda, me producía algún escalofrío. Entiendo que un hombre de cuarenta años debe de ser consciente de las distintas etapas de la vida y haber aceptado que su juventud ya se ha quedado atrás, y que todas las cosas llegan en algún momento a su (i n pero para entrar allí y mirar a la cara al hombre que, por decirlo así, le pondría los clavos a mi ataúd, lo siento, necesitaba un poco más de tiempo. Necesitaba un poco más de tiempo para afrontar lo inevitable, que un día cercano, quizá no mañana pero muy pronto llegaría el momento predestinado en que esa fuente infinita de maravillas diarias termina y tienes que, irrevocablemente, decidirte a comprar una casa y sentar la cabeza. La lluvia cesó. Los tenderos se tiraron otra vez a la calle y empezaron a hablar antes de que sus pies tocaran las piedras. La gente se relajaba a la entrada de las casas y de los cafés. Cerré el paraguas. Había llegado a las últimas lortificaciones del pueblo, la muralla se alzaba imponente f rente a mí. No había ningún otro sitio adonde ir. Me di la vuelta. Además, más o menos me sentía preparado. Me había preparado para aquel encuentro aprendiéndome todas las palabras y expresiones que consideré necesarias para la ocasión: rudere, ruina, casa colonica, casa de labranza, muri, paredes, tetto, tejado, trave, vigas, pavimento, suelo y otras palabras imprescindibles como si, no y, por supuesto, quanto costa. Cogí mi paraguas cerrado y volví caminando con firmeza, murmurando trave, muri, i adere y casa. La calle estaba llena de gente, había sobre todo mujeres y algún que otro jubilado. Las mujeres iban cargadas con la bolsa de las compras matutinas: pan recién hecho de la panadería, carne de la carnicería y fruta y verdura de la verdulería, mientras que los hombres resoplaban con el periódico matutino en las manos. Las ventanas empezaban a abrirse dejando escapar el olor de las salsas que se hacía a fuego lento y del pan recién horneado. Algunas cabezas se asomaban para unirse al chismorreo de la calle. Yo caminaba con total determinación. Me sentía modestamente satisfecho de lo bien que estaba evolucionando mi italiano; tanto, que me había atrevido a decir «Buongiorno, che bella giornata» a un completo desconocido. Por supuesto que estaba preparado para el Signor Neri. Me sabía palabras y expresiones, maldita sea, parrafadas enteras. Le demostraré desde el principio que no está tratando con un idiota. Buongiorno. Che bella giornata. Mi chiamo Ferenc Máté, sono uno scrittore da New York, cerco una bella casa colonica, etcétera. Había borrado por completo de mi memoria la humillación del verano anterior. Cuando entramos en Alemania, Candace sugirió que aprendiéramos unas cuantas expresiones básicas. Me puse rojo de indignación. ¡¿Yo, aprender alemán?! ¿No había huido yo de Hungría a Austria? ¿No había ido allí al colegio? ¿No hablaba alemán como un alemán? Candace mencionó con delicadeza que habían pasado treinta años desde entonces, pero me sentía demasiado insultado como para escucharla, de modo que me metí rápidamente en aquella pequeña taberna bávara, me planté con decisión delante de una encantadora Frau, le sonreí y comencé a hablar sin esfuerzo con mi habitual simpatía, pronunciando un cordial Guten Abend. Normalmente mi palabrería incluye halagos al paisaje, al pueblo y a la comida y el vino de la región. Así que empecé confiado, informal, diciendo Guten Abend y, sin previo aviso, me volví completamente sordo. Tuvo que ser eso. No oía nada. No era capaz de oír una sola palabra sobre Schnapps o Liebfraumilch, o sobre los Alpes bávaros, ni una palabra de todas las expresiones poéticas que debía haber pronunciado. Sólo silencio. Pero aquello había ocurrido otro año, en otro país. Esta vez había practicado. Tenía todo controlado, cada palabra, cada expresión, cada matiz, incluso la entonación, y había aprendido algo del modo que tienen los italianos de gesticular con los brazos. Estaba listo. Abrí la puerta de la tienda, me dirigí hacia el Signor Neri, que ya había terminado su conversación telefónica, sonreí confiado para que se sintiera cómodo y comencé. «Buongiorno. Mi chiamo Ferenc Máté. Sono uno scrittore da Nueva York, stiamo cercando una casa colonica», etcétera. Las palabras fluían de verdad. Mi boca y mi cerebro estaban en modo automático, el tono era melodioso y hasta gesticulaba con los brazos. Impecable. El Signor Neri escuchaba, así lo creía yo, con gesto de aprobación asentía, decía «Ho capito» de vez en cuando y, si me atrevía a utilizar palabras largas como «preferibilmente» parecía incluso sentir admiración. Terminé. Lo había conseguido. Había conquistado el italiano. La Toscana se rendía a mis pies. El Signor Neri se levantó. No sé qué me esperaba, quizá unos breves aplausos, que me estrechara la mano felicitándome, puede que una rápida muestra de sus ataúdes favoritos, pero en lugar de eso hizo algo devastador: responder. Con frases largas. Que no se terminaban nunca. Me sentí desfallecer. Me quedé con la boca abierta intentado atrapar alguna palabra conocida del huracán de i nido que me rodeaba pero Neri no tenía compasión. Si guió hablando. Y entonces se apoderó de mí un miedo nuevo: quizá no había entendido nada de lo que yo decía y quizá ahora estaba disertando no sobre casas antiguas sino sobre seguros, sillas, vacas lecheras o ataúdes. En ese momento de desesperación vino el sol a rescatarme. Había irrumpido en la calle y un rayo de luz reflejado en el espejo antiguo que estaba apoyado en el santo iluminaba una foto colgada en la pared, detrás de mí. Era una antigua casa de labranza toscana. Tenía un buen cobertizo y la escalera exterior estaba medio cubierta de zarzas. «In vendita?», solté con voz ronca. ¿Se vende? Neri interrumpió su frase interminable, miró la foto, me miró a mí, al parecer preguntándose si me merecía la casa, y contestó con solemnidad: «Forse.» A lo mejor. Me quedé aturdido. ¿A lo mejor? ¿Alguien ha visto alguna vez una actitud menos profesional? Por Dios, en Estados Unidos no se habla así. Nosotros llamamos a un agente inmobiliario, fijamos un precio y firmamos el contrato de la casa. Punto. Blanco y negro. Más claro que el agua. Pero en la Toscana no. Aquí, como iba a descubrir antes de que anocheciera, las cosas no funcionan con reglas o con rígidas leyes, sino mediante corrientes subterráneas de vaguedades que se esfuman al instante. El Primer Mandamiento en la Toscana parece ser: «Nunca pondrás nada por escrito (porque entonces, ¿cómo demonios vas a cambiar de opinión)?» Por razones obvias, esto no está por escrito en la Biblia, claro. Se ve con mucha claridad en los carteles de «Se Vende». No hay ninguno. Tampoco se comunica nada directamente a un agente inmobiliario —una figura que, por supuesto, no existe sobre el papel— por parte del vendedor, quien tampoco existe con total certeza sino que todo se hace a través de un tercero al que apenas conocen y de quien nadie se fía un pelo. El Signor Neri demostró durante la siguiente hora cómo funcionaba todo este asunto. Nos hizo un gesto para que saliéramos, salimos, y cerró la puerta rápidamente a fin de que el humo de su cigarrillo no escapara y estropeara la atmósfera de la sala.