Me levantaba en mitad de la noche, porque no podía dormir; tapaba con la manta los hombros morenos de mi niña y examinaba la noche de Los Ángeles. ¡Qué noches más brutales, extremas, llenas del ulular de las sirenas! Justo en la acera de enfrente había problemas. Una casa de huéspedes vieja y de mala muerte era escenario de algún tipo de tragedia. El coche patrulla estaba parado ante la puerta, y los policías hacían preguntas a un viejo de pelo gris. Del interior del edificio salían sollozos. Yo lo oía todo, mezclado con el zumbido del neón de mi propio hotel. No me había sentido tan triste en toda mi vida. L. A. es la más solitaria y brutal de todas las ciudades norteamericanas. Nueva York es endiabladamente frío en invierno, pero en algunas de sus calles se percibe una sensación como de disparatada camaradería. L. A. es la selva. South Main Street, por donde Bea y yo solíamos pasear mientras comíamos perritos calientes, era un fantástico carnaval de luces y desenfreno. Policías con botas altas cacheaban a la gente prácticamente en cada esquina. Los personajes más tirados del país pululaban por las aceras -y todo bajo aquellas suaves estrellas del sur de California que se pierden en el halo parduzco del gigantesco campamento del desierto que en realidad es L. A.-. Olía a té, y a hierba, o sea marihuana, que flotaba en el aire, junto con el olor de las habichuelas con chile y la cerveza. El grandioso y salvaje sonido del bop salía de las tabernas; en la noche norteamericana, mezclaba popurríes con todo tipo de melodías de cowboys y de bugui-bugui. Todo el mundo se parecía a Hunkey. Negros fieros con gorras de bop y barbitas de chivo pasaban riendo a carcajadas; hipsters de pelo largo, absolutamente hechos polvo, recién salidos de la Route 66 de Nueva York; y viejas ratas del desierto con paquetes dirigiéndose a los bancos de la Plaza; y pastores metodistas con mangas deshilachadas; y algún que otro santo Nature Boy con barba y sandalias. Yo quería conocerlos a todos, hablar con todo el mundo, pero Bea y yo estábamos demasiado ocupados en pensar cómo ganar algo de dinero para el viaje. Fuimos a Hollywood a tratar de trabajar en el drugstore de la esquina de Sunset con Vine. ¡Toda una esquina! Familias enteras llegadas del interior se bajaban de sus cacharros con ruedas y se quedaban merodeando por la acera con ojos como platos por si veían a alguna estrella del celuloide (que jamás aparecía). Cuando pasaba una limusina se abalanzaban hacia el bordillo y se agachaban para ver quién iba en su interior: alguien con gafas negras en compañía de una rubia enjoyada. —¡Es Don Ameche! ¡Es Don Ameche! -¡No! ¡Es George Murphy! ¡Es George Murphy! Se arremolinaban en aquel punto, mirándose unos a otros. Guapos maricas llegados a Hollywood para hacer de cowboys se paseaban por los alrededores humedeciéndose las cejas con yemas engreídas. Las más hermosas jóvenes del mundo se exhibían en pantalones holgados: venían a ser estrellas y acababan de camareras en los drive-in. Bea y yo intentamos encontrar trabajo en esos drive-in. Pero no hubo forma. Hollywood Boulevard era un frenesí estentóreo de vehículos; había un accidente menor como mínimo cada minuto. Todo el mundo se dirigía velozmente hacia la última palmera...; más allá se extendía el desierto, y la nada. Los Guapos de Hollywood se apostaban delante de los restaurantes de postín, y discutían de la misma forma que los Guapos de Broadway en Jacob's Beach, Nueva York, sólo que ellos vestían trajes de Palm Beach y su charla era más trillada. Altos y cadavéricos predicadores pasaban a tu lado, trémulos. Mujeres obesas cruzaban corriendo el Boulevard para ponerse en la cola y conseguir sitio en los programas-concurso. Vi a Jerry Colonna comprando un coche en Buick Motors: estaba en el escaparate, toqueteándose el mostacho. Bea y yo comimos en un restaurante del centro que estaba decorado como una gruta. Todos los policías de Los Ángeles parecían guapos gigolós; obviamente habían venido a la ciudad a hacer carrera como actores. Todo el mundo había venido a L. A. a meterse en el mundo del cine, incluso yo. Bea y yo nos vimos obligados finalmente a buscar trabajo en South Main Street, entre beats que no ocultaban que lo eran, y ni siquiera allí lo encontramos. Nos quedaban ocho dólares.