Nos contábamos estas cosas, y sudábamos. Nos habíamos olvidado por completo de la gente que iba delante, que empezaba a preguntarse qué es lo que estaba pasando en el asiento trasero. En un momento dado, el conductor dijo: —Por el amor de Dios, los de atrás: estáis haciendo que la barca dé bandazos... Y era cierto. El coche se balanceaba con Neal y conmigo, que nos mecíamos al ritmo de ESO y de nuestro exultante gozo final al charlar y vivir el trance vacío de todas las cosas que nos habían estado acechando en el alma durante toda nuestra vida. —¡Oh, tío, tío, tío! —dijo Neal como con un gemido—. Y esto ni siquiera es el principio... Henos aquí al fin camino del Este, juntos... Nunca habíamos viajado juntos al Este, Jack; piensa en ello. Nos lo pasaremos bien en Denver y veremos lo que está haciendo nuestra gente, aunque eso a nosotros nos importa poco, porque sabemos lo que es ESO y sabemos lo que es el TIEMPO y sabemos que todo está perfectamente bien. —Luego, en un susurro, agarrándome la manga, sudando, dijo—: Ahora mira a esos de delante... Tienen preocupaciones, cuentan los kilómetros, piensan dónde dormir, cuánto dinero de la gasolina tendrán que pagar, qué tiempo va a hacer, cómo llegarán a donde van... Como si, durante todo ese tiempo de preocupación, no fueran a llegar a su destino de todas formas, ¿te das cuenta? Pero necesitan preocuparse; su alma no estará realmente en paz a menos que pueda atarse a una preocupación ya conocida y probada, y en cuanto la encuentran adoptan expresiones faciales acordes para seguir adelante, lo cual, ¿ves?, significa infelicidad, una falsa, falsísima expresión de preocupación e incluso de dignidad, y mientras tanto todo pasa a velocidad de vértigo por su lado y ellos lo saben y eso TAMBIÉN les preocupa siempre y en TODO momento. ¡Escucha! ¡Escucha!: «Bien, veamos» —dijo parodiando a los de delante—, «no sé, quizá no debamos echar gasolina en esa gasolinera. He leído hace poco en una revista de los asuntos del petróleo que ese tipo de gasolina es una mezcla con un alto porcentaje de COREANOS, e incluso alguien me dijo que llevaba también un alto porcentaje de BOBOS, y no sé, la verdad... Bueno, además no me apetece.» Chico, oyes cosas como ésta. —Me daba codazos furiosos en las costillas para que entendiera lo que me decía. Yo lo intentaba con todas mis fuerzas. Él zas, zas; yo Sí, sí... Y los de delante secándose la frente del miedo y diciéndose que ojalá no nos hubieran aceptado como pasajeros en la Agencia de Viajes. Después de una noche perdida en Sacramento, el marica, taimadamente, cogió una habitación en un hotel y nos invitó a Neal y a mí a subir con él a tomar una copa, mientras la pareja se iba a dormir a casa de unos parientes. Una vez en la habitación, Neal hizo lo indecible para sacarle dinero al marica, hasta que por fin tuvo que plegarse a sus apetencias mientras yo me encerraba en el cuarto de baño y escuchaba lo que pasaba al otro lado de la puerta. Fue de locos. El marica empezó a decir que estaba muy contento de que viajáramos con él porque le gustaban los jóvenes como nosotros, y que puede que no le creyéramos pero que a él no le gustaban las chicas y que hacía muy poco, en San Francisco, había terminado una historia de amor con un hombre en la que él adoptaba el papel del macho y el hombre en cuestión el de hembra. Neal lo acosaba con preguntas pragmáticas, y asentía vehementemente. El marica decía que le gustaría mucho saber lo que Neal pensaba de todo aquello. Neal, después de advertirle que había sido puto en su juventud, se puso a manejarlo como a una mujer, poniéndola boca arriba con las piernas al aire y demás, y se lo folló con un coito salvaje. Yo estaba tan anonadado que lo único que acerté a hacer fue quedarme sentado y mirar por la rendija de la puerta del cuarto de baño. Y después de todo ese desvelo el marica no nos dio ni un centavo, aunque hizo vagas promesas para cuando llegáramos a Denver, y, por si fuera poco, se volvió tremendamente huraño y —creo yo— receloso respecto de los verdaderos motivos para que Neal se le hubiera entregado. No paraba de contar su dinero, ni de mirar si todo él seguía en su cartera. Neal levantó las manos y desistió. —Ya ves, Jack, es mejor no preocuparse. Dales lo que secretamente quieren y enseguida les entra el pánico. Pero había conquistado al dueño del Plymouth lo bastante como para ponerse al volante sin que éste protestara, y entonces sí que íbamos como rayos. Dejamos Sacramento al amanecer y para mediodía atravesábamos el desierto de Nevada, después de un rápido paso por las Sierras en el que el marica y la pareja de turistas se aferraban unos a otros en el asiento trasero, muertos de miedo. Nosotros, en el delantero, habíamos tomado las riendas. Neal se sentía otra vez feliz. Lo único que necesitaba era un volante en las manos y cuatro ruedas sobre el asfalto. Habló de lo mal conductor que era Bill Burroughs, y para demostrarlo... —Siempre que un camión enorme (como ése que viene ahí enfrente) aparecía en la lejanía, él tardaba muchísimo en verlo... Porque no VEÍA, Jack, Bill no ve... —Se frotó los ojos con fuerza, para ilustrar lo que contaba—. Y yo le decía: «Eh, cuidado, Bill, un camión», y él decía: «¿Qué decías, Neal?» «¡Un camión, un camión!» Y justo en los ÚLTIMOS segundos dirigía el coche hacia el camión, así... -Y Neal enfiló el morro del Plymouth directamente hacia el camión que se nos venía encima, y se quedó como vacilante unos instantes justo enfrente de él, y la cara del camionero se puso blanca ante nuestros ojos, y los del asiento de atrás soltaron gritos ahogados de terror, y Neal se apartó en el último segundo-. Así, ¿lo ves? Exactamente así. Así de malo es Bill conduciendo. Yo no estaba asustado en absoluto: conocía a Neal. Los del asiento trasero se habían quedado sin habla. De hecho tenían miedo de protestar: Dios sabe qué podría hacer Neal -pensarían-si se les ocurría quejarse. Avanzó a toda velocidad por el desierto de esta guisa, mostrando de maneras diversas cómo no debía conducirse, cómo su padre solía conducir los cacharros de mala muerte que le caían en suerte, cómo tomaban las curvas los grandes conductores, cómo los malos las tomaban cerradas en exceso y al salir de ellas acababan derrapando, etcétera. Era una tarde soleada y calurosa. Reno, Battle Mountain, Elko..., todas las poblaciones de la carretera de Nevada fueron apareciendo una tras otra, y al anochecer estábamos en los llanos de Salt Lake con las luces de Salt Lake City titilando infinitesimalmente a casi ciento cincuenta kilómetros de distancia del espejismo de los llanos, y se veía dos veces, por encima y por debajo de la curva de la tierra: una clara, la otra imprecisa.