El viejo y parduzco Chicago, con las penumbras que envuelven los trenes elevados y las hurañas putas que se pasean por la calle y los extraños tipos medio del Este, medio del Oeste que van al trabajo y escupen en la calle. Neal estaba de pie en el restaurante frotándose la panza y mirándolo todo con suma atención. Quiso hablar con una mujer negra de edad mediana que había entrado en el local diciendo que no tenía dinero pero sí unos panecillos, y que por favor le dieran un poco de mantequilla. Meneaba las caderas, y, cuando la mandaron a paseo, se fue moviendo el trasero. —¡Fiuuu! —exclamó Neal—. Vamos a seguirla, y nos la llevamos al Cadillac en el callejón. Los tres podemos pasarlo de maravilla. Pero abandonamos la idea y nos encaminamos hacia North Clark Street, después de darnos una vuelta por el Loop, para ver los locales de chicas y oír bop. Y Dios, qué noche... —Ah, Jack —me dijo Neal, de pie ante la puerta de un bar—. Mira esos viejos chinos que andan por Chicago. Qué ciudad más rara... ¡Fiuuu! Y aquella mujer de la ventana de allá arriba, mirando hacia abajo con las tetas fuera del escote del camisón. Unos ojos grandes, a la espera. ¡Fiuuu! Jack, tenemos que ir, tenemos que ir y no parar nunca hasta que lleguemos. —¿Y adónde vamos, Neal? —No lo sé, pero tenemos que ir. Entonces llegaron unos jóvenes músicos bop y empezaron a bajar los instrumentos de unos coches. Los metieron todos en un bar, y Neal y yo entramos detrás de ellos. Se sentaron en un pequeño escenario y se pusieron a tocar. ¡Sí, adelante! El líder era un saxo tenor delgado y lánguido, de hombros estrechos, con el pelo rizado y la boca fruncida y una expresión autocomplaciente en los ojos. Llevaba una camisa sport muy holgada y parecía como ajeno a lo que le rodeaba en la noche cálida. Levantó el saxo, frunció el ceño a unos centímetros de él y empezó a tocar de un modo cool y complejo, y golpeaba delicadamente el suelo con los pies para captar ideas y se agachaba para evitar otras. —¡Adelante! —decía en voz muy baja cuando los otros acometían un solo. Era el líder, el animador, el maestro en la gran escuela formal de la música norteamericana underground que algún día se estudiaría en todas las universidades de Europa y del mundo. Y luego estaba Prez, un rubio grande y guapo que parecía un boxeador con pecas, meticulosamente embutido en un traje de lanilla a cuadros de faldones largos y con el cuello caído y la corbata desanudada para dar sensación de brusquedad y desenfado, que sudaba y levantaba el saxo y se lo llevaba casi a la cara y le arrancaba una tonalidad muy parecida a la del propio Les-ter Young, alias Prez. —¿Ves, Jack? Prez tiene las angustias técnicas del músico que se dedica a ganar dinero; es el único que va bien vestido, y que se pone malo cuando desafina. Pero el líder es un tipo cool que le dice que no se preocupe, y que se limite a tocar, a tocar... El mero sonido y la seria exuberancia de la música..., eso es lo único que a ÉL le importa. Es un artista. Y le está enseñando al joven Prez el boxeador. ¡Ahora mira los otros! El tercero era el saxo alto, un negro de dieciocho años serio y más alto que el resto, contemplativo y cool, del tipo de Charlie Parker, con aire de estar aún en secundaria y una boca que era como un ancho tajo. Levantó el saxo y tocó suave y pensativamente, consiguiendo frases como trinos y lógicas arquitectónicas a lo Miles Davis. Eran los hijos de los grandes innovadores del bop. Estaba Louis Armstrong, que tocaba su hermosa música en el barro de Nueva Orleans; y antes de él los músicos locos que habían desfilado en días oficiales y habían convertido la marcha de Sousa1 en ragtime. Luego estaba el swing, y Roy Eldridge, vigoroso y viril, que tocaba la trompeta en todos los registros imaginables de fuerza y lógica y sutileza... Se inclinaba sobre ella con ojos brillantes y una sonrisa encantadora, y la transmitía de forma que hacía bambolearse al mundo del jazz. Luego llegó Charlie Parker, un niño en la leñera de su madre en Kansas City, tocando su saxo alto parcheado entre los troncos, practicando en días lluviosos, yendo a ver la vieja banda de Basie y Benny Moten, donde estaban Hot Lips Page y los demás... Charlie Parker se iba de casa y llegaba a Harlem, y conocía al loco Thelonius Monk y al aún más loco Gillespie... Char-lie Parker en sus primeros tiempos, cuando se ponía en trance y daba vueltas en círculo mientras tocaba. Algo más joven que Lester Young, también de Kansas City, aquel bobo sombrío y santo en quien se compendiaba toda la historia del jazz: porque cuando levantaba el saxo y lo alineaba con la boca en una línea horizontal tocaba la música más excelsa; y a medida que se iba dejando el pelo más largo y se volvía más vago y recurría a lo fácil, su saxo fue cayendo hasta quedar a media altura, hasta que al final cayó del todo y hoy lleva esos zapatos de suela gruesa que le impiden sentir las aceras de la vida y se pega el saxo con suavidad al pecho y toca cool con frases fáciles y ha tirado la toalla. Éstos son los hijos de la noche bebop norteamericana. Extrañas flores, sin embargo..., porque mientras el jovencísimo negro del saxo alto divagaba por encima de las cabezas de todos con dignidad, el rubio alto y delgado de Curtis Street, Denver, Levis y cinturón tachonado, chupaba la boquilla de su instrumento mientras esperaba a que los otros terminaran; y cuando los otros terminaron él empezó a tocar, y tenías que mirar a tu alrededor para saber de dónde venía aquel solo, pues venía de unos labios angélicos y sonrientes que apretaban la boquilla, y lo que oías era el delicioso solo de cuento de hadas de un instrumento de viento. Un fagot alto había irrumpido en la noche. ¿Qué era de los demás, y de todo el sonido que estaban produciendo? Había un bajista, de pelo pelirrojo e hirsuto y ojos desaforados, que golpeaba el bajo con las caderas a cada brusco rasgueo, y que en los momentos álgidos se le abría la boca como si estuviera en trance. —Tío, ahí tienes a un tipo que sabe follarse como es debido a su chica. El batería, triste y disoluto, tal como hacía nuestro hipster blanco de Howard Street, en Frisco, holgaba a sus anchas mientras miraba fijamente al vacío con los ojos bien abiertos, mascaba chicle y balanceaba el cuello en complaciente éxtasis, con placer reichiano. El pianista era un italiano grande y fornido, con pinta de camionero y manos rollizas, de poderosa y reflexiva alegría. Tocaron durante una hora. Nadie les escuchaba. Los viejos vagabundos de North Clark Street holgazaneaban en el bar; las putas chillaban, furibundas. Pasaban por la acera chinos misteriosos. Los ruidos de los cabarés interferían en la música, pero el grupo seguía tocando. De pronto, en la acera, vimos una aparición. Un chiquillo de unos dieciséis años, con perilla y el estuche de un trombón. Delgado, casi raquítico, con cara de loco, quería unirse al grupo y tocar con ellos. Lo conocían de antes, y no les apetecía perder el tiempo con él. Se deslizó con aire furtivo hasta la barra, sacó el trombón y se lo llevó a los labios. No emitió sonido alguno. Nadie lo miró. Los músicos acabaron la actuación, guardaron los instrumentos y se fueron. Iban a otro local. El chico tenía el trombón fuera, montado; sacó brillo al pabellón. A nadie le importaba un bledo lo que hiciera. El chico quería tocar y disfrutar... , aquel chiquillo esquelético de Chicago. Se puso las gafas oscuras, se llevó el trombón a los labios y, solo en el bar, lanzó un sonoro «¡Bouuu!». Y salió apresuradamente en pos de los músicos del grupo. No le iban a dejar tocar con ellos —lo mismo que un equipo de fútbol americano aficionado haría con un advenedizo en el campo de juegos de detrás del depósito de gasolina.