Aquella experiencia me sacudió por dentro; aquella noche de Harrisburg me supuso el castigo del condenado, y como tal quedó en mi recuerdo. Tuve que dormir en la estación de tren, en un banco. Al amanecer los encargados de la estación me echaron. No es cierto que empieces a vivir siendo un feliz niñito que cree en todo lo que sucede bajo el techo de su padre y que luego llegue el día del descreimiento, en que sabes que eres un condenado, y un miserable, y pobre, y ciego, y estás desnudo, y que con el semblante de un hórrido fantasma vas por esta vida de pesadilla estremeciéndote. Salí de la estación todo ojeroso, dando tumbos. Estaba descontrolado. De la mañana sólo alcanzaba a ver su blancura de tumba. Tenía un hambre de lobo. Lo único que me quedaba con alguna caloría eran las últimas pastillas para la tos que había comprado meses atrás en Preston, Nevada. Me las tragué, por el azúcar. No era capaz de pedir limosna. Salí de la ciudad tambaleándome, con las fuerzas justas para llegar a las afueras. Sabía que, si me quedaba otra noche en Harrisburg, me detendría la policía. ¡Maldita ciudad! ¡Horrible mañana! ¿Dónde estaban las mañanas de mis visiones adolescentes? ¿Qué es lo que un hombre hará en el futuro? La vida es una ironía tras otra, porque me cogió un hombre enjuto y demacrado que creía en el ayuno prolongado como medio para mejorar la salud. Cuando, mientras avanzábamos hacia el este, le dije que me moría de hambre él dijo: —Estupendo, estupendo... No hay nada mejor. Yo, sin ir más lejos, llevo tres días sin comer. Voy a llegar a los ciento cincuenta años. Era un fantasma, un saco de huesos, un muñeco endeble, un palo roto, un demente. Si me hubiera cogido un hombre gordo y rico probablemente me habría dicho: —Paremos en ese restaurante a comer unas chuletas de cerdo con judías. Pues no, aquella mañana tenía que cogerme un loco defensor del ayuno hasta la inanición. En algún punto de Nueva Jersey se sintió un tanto indulgente y sacó unos sándwiches de pan con mantequilla de la parte trasera del coche. Los llevaba escondidos entre su muestrario de viajante de comercio. Vendía elementos de fontanería por todo el estado de Pennsylvania. Devoré el pan con mantequilla. De pronto me eché a reír. Estaba solo en el coche esperándole mientras hacía unas llamadas telefónicas en Allentown, Nueva Jersey. Y reí y reí sin parar. Dios, estaba enfermo y cansado de la vida. Pero aquel loco me llevó a Nueva York. De pronto me vi en Times Square. Había viajado doce mil kilómetros por el continente norteamericano y estaba de vuelta en Times Square; y en plena hora punta, además, con lo que mis ojos inocentes de la carretera veían la absoluta locura y el fantástico frenesí de Nueva York, con sus millones y millones de personas que se peleaban eternamente como posesos por un dólar... Que asían, cogían, daban, suspiraban, morían..., sólo para al final ser enterrados en aquellas horribles ciudades cementerio de más allá de Long Island. Las altas torres del país... , el otro extremo del país..., el lugar donde nace la Norteamérica de Papel. Me aposté junto a una entrada de metro, tratando de hacer acopio del valor suficiente para coger una larga y hermosa colilla del suelo, pero cada vez que me agachaba se abalanzaba hacia ese preciso punto la multitud humana, que la hacía desaparecer de mi vista para al poco reaparecer destrozada. No tenía dinero para ir a casa en metro. Ozone Park está a veinticinco kilómetros de Times Square. ¿Alguien me imagina recorriendo a pie esos veinticinco kilómetros últimos, recorriendo Brooklyn después de haber recorrido todo Manhattan? Había anochecido. ¿Dónde estaba Hunkey? Lo busqué con la vista por todo Times Square. No estaba. Estaba entre rejas en Riker's Island. ¿Dónde estaba Neal? ¿Dónde estaba Bill? ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Dónde estaba la vida? Tenía que ir a casa, el lugar donde recostar la cabeza y resarcirme de mis pérdidas, y tomar conciencia también de las ganancias, pues no se me ocultaba que de todo había. Tuve que mendigar diez centavos para el metro. Por fin di con un sacerdote griego que estaba parado a la vuelta de la esquina. Me dio una moneda de diez centavos mirando nerviosamente hacia otro lado. Corrí hacia la puerta del metro. Cuando llegué a casa me comí todo lo que había en la nevera. Mi madre se levantó y me miró. —Pobrecito John —dijo en francés—. Estás tan delgado, tan delgado. ¿Dónde has estado todo este tiempo? Yo llevaba dos camisas y dos jerséis encima. En la bolsa de lona traía los pantalones rotos de los campos de algodón y los restos de los maltrechos guaraches. Mi madre y yo decidimos comprar un frigorífico con el dinero que le había ido enviando desde California. Iba a ser el primero que habría en la familia. Mi madre se acostó; cuando me fui yo a la cama era ya muy tarde, pero no me podía dormir y me quedé allí echado, fumando. Mi manuscrito a medias estaba encima de la mesa. Era octubre, estaba en casa, volvía a trabajar.