Desde su creación, la CIA había confiado en el afán de contratistas externos por ayudar a su país a que los espías estadounidenses estuvieran a la altura de sus adversarios. A diferencia de sus homólogos soviéticos, que disfrutaban de un gran apoyo por parte del Gobierno, tras la Segunda Guerra Mundial, los espías esta dounidenses se encontraron sin trabajo debido a que el presidente Truman decidió desbandar la OSS en 1945. Hasta dos años des pués, los EE.UU. no volvieron a tener un servicio de inteligencia operativo, aunque todavía seguía recibiendo poquísimos fondos en comparación con los que obtenían sus rivales. Además, a la cú pula del servicio secreto estadounidense le resultaba complicado competir con el sector privado, que no solo pagaba más, sino que ofrecía a sus científicos la posibilidad de que recibieran elogios y reconocimiento público —algo impensable en una agencia de es pionaje—. Por tanto, la CIA se encontró en desventaja tecnológica durante casi sus dos primeras décadas de vida. A principios de los sesenta, por ejemplo, la CIA aún no había creado una cámara es pía pequeña y fiable con la que sus agentes pudieran copiar documentos. Esta desventaja resultó humillante y dolorosa cuando uno de los agentes rusos más importantes que trabajaban para los EE.UU., el coronel Oleg Vladimirovich Penkovsky, fue atrapado en otoño de 1962 y ejecutado en 1963. Para superar esta deficiencia tecnológica, la Agencia empezó a contratar a técnicos recién salidos de la universidad al tiempo que intentaba hacerse con varios proyectos del sector privado. Por ejemplo, a principios de los setenta y con la intención de desarro llar el diseño de una nueva cámara en miniatura conocida como T100, los técnicos de la OTS se pusieron en contacto con un con tratista externo que se dedicaba a fabricar ópticas de precisión y que era capaz de hacer lentes fotográficas de 4 mm de diámetro. Una vez acabada, la cámara era tan pequeña que podía montarse en una pluma estilográfica. En otro caso, los técnicos de la OTS trabajaron mano a mano con un fabricante de audífonos vanguardista con el que crearon un micrófono tan pequeño que ca bía en una bala del calibre 45. Los técnicos buscaban la manera de colocar un aparato de escuchas en un árbol que había en el patio de una embajada extranjera. La cuestión era, claro está, que dicho aparato funcionase una vez la bala se hubiera incrustado en el árbol. Les llevó algo de tiempo, pero lo consiguieron. Llegué a trabajar con muchos contratistas externos a lo largo de mi carrera, además de con Calloway. A mediados de los años setenta, trabajé con un mago que se dedicaba a diseñar trucos para ilusionistas y para productoras de Hollywood; juntos, perfeccionamos un artilugio llamado JIB. La idea que nos llevó a de sarrollar el JIB fue la necesidad de que el agente que fuera en el asiento del copiloto de un coche pudiera zafarse de la vigilancia enemiga mediante un muñeco que se pusiera en su sitio en cuanto él saliera del vehículo. No obstante, para conseguirlo había que ser tan rápido que el coche de vigilancia del KGB que les seguía no se diera cuenta del cambio. El artilugio sufrió varios cambios y pasó de ser una muñeca hinchable —con algunas modificacio nes— que se inflaba automáticamente a un aparato de la era espacial que pesaba más de veinte kilogramos. Me puse en contacto con el mago porque queríamos simplificar el aparato. Aquel mago era amigo de Calloway y ambos habían trabajado juntos en una película de James Bond. El hombre encontró una solución ele gante que podía ocultarse en varios objetos diferentes y que funcionaba como un paraguas. Una vez terminado, el conductor del coche podía, incluso, usar un control con el que hacer que el muñeco girase la cabeza. En nuestra primera reunión, Calloway me acompañó a dar una vuelta por los decorados de la serie de televisión de la que he hablado anteriormente y me presentó como su «amigo del ejército», frase que siempre acompañaba con un guiño. A lo largo de los años, esto acabaría por convertirse en un chiste muy nuestro: «Os presento a mi amigo, hace efectos especiales para el ejército». Cuando lo conocí, ya estaba considerado como uno de los maquilladores más innovadores del cine. De hecho, había ganado un premio muy importante en la industria cinematográfica por su trabajo en una película de ciencia ficción. Mientras me enseñaba todo aquel tinglado, alguien se acercó por detrás y dijo: «Jerome Calloway es marica». Cuando nos dimos la vuelta, vimos que se trataba de una de las estrellas de la serie. Si conocías a Jerome, el chiste tenía su gracia. Calloway, un estadounidense de primera generación que había crecido en Chicago, era una persona maravillosa. Su cara, grande y expresiva, quedaba enmarcada por un par de gafas típicas de los años cincuenta, de esas con una montura muy ancha, y siempre llevaba el pelo peinado hacia atrás y muy engominado y brillante. Era un hombre muy grande que tenía más pinta de matón que de maquillador. A la hora de vestir, llevaba camisas blancas de manga corta y corbatas negras como si fuera su uniforme. Sin embargo, tenía pinceladas de estilo; entre ellas, un anillo rosado con una piedra preciosa y que conducía un Pontiac de color amarillo pastel, el más grande que fabricaba la casa. A pesar de haber crecido lejos de la industria del cine, Calloway se había visto atraído por los flashes desde que era muy pequeño. Una vez me contó que, cuando era un crío, en Chicago, se enteró de que un almacén de su barrio se estaba quemando. Había corrido hasta allí con la esperanza de que si se ofrecía voluntario para ayudar, quizá apareciera en alguna foto del periódico. En un momento dado, vio que uno de los periodistas les hacía una foto a él y a otro chico mientras llevaban una camilla y pensó que estaba claro que iba a salir en la primera página. Sin embargo, a la mañana siguiente se llevó una gran decepción al ver que el fotógrafo había cortado la foto y que de él solo salían las manos. Acostumbraba a relatar esta historia para advertir de lo vacua que es la fama. «Después de pasar por tantos problemas... lo único por lo que te van a recordar es por tus manos». Ir con Calloway, ya fuera a comer a una hamburguesería o a uno de los diferentes y numerosos mundos de los que hablaba en sus relatos, era una aventura. Le encantaba contar historias, y cuanto más dramáticas, mejor. Y cuando ponía a trabajar sus brazos y esgrimía aquella sonrisa dentuda, su entusiasmo resultaba contagioso. Había muchas estrellas de cine que se negaban a trabajar a menos que fuera él quien los maquillara. Uno de sus mayores adeptos era Bob Hope. Como Calloway era un bromista nato, cuando le maquillaba se pasaban todo el tiempo intercambiando chistes. Después de darme una vuelta por el plató, Jerome me llevó a su estudio de Burbank que era, esencialmente, el garaje de una casa de una sola planta a las afueras de la ciudad. La casa era pequeña y estaba muy limpia. Calloway estaba casado con una mujer muy agradable, la típica ama de casa de los años cincuenta, y vivían con su padre, un anciano de noventa años que había sido fontanero en Chicago y al que llamaba «papi». Pasear por aquel garaje era como pasear por un museo dedicado a todo tipo de cosas. Calloway había modificado el espacio para que hubiera un estudio y un pequeño despacho. Había mesas de trabajo alineadas y en ellas había materiales de todo tipo y proyectos en diversas fases de construcción o creación. Detrás del garaje había un par de cobertizos donde guardaba todo lo que había hecho —estaban abarrotados—. Allí había narices y orejas de goma, miembros de monstruos... No paraba de recibir llamadas de otros maquilladores para que les echase una mano —¡incluso australianos!—. Si estabas buscando una nariz en concreto, nueve de cada diez veces la encontraba en alguna de las cajas de zapatos que tenía en aquellos cobertizos. Aunque, posiblemente, lo que más llamaba la atención de todo lo que tenía almacenado eran los bustos de varias actrices famosas. Antes de que llegara la cirugía plástica, Calloway había sido contratado para moldear el busto de algunas actrices, para, después, crear relleno de espuma para los sujetadores y que las mujeres parecieran más dotadas. Guardaba aquellos bustos cubiertos con toallas, pero, a veces, cuando venía algún amigo, los destapaba. Una de las muchas historias que contaba tenía que ver con un actor inglés muy famoso al que le enseñó el busto de su esposa sin decirle de quién era: «¿Lo reconoces?», le preguntó Calloway. «Me suena, sí», respondió el actor dubitativo. Acto seguido, Calloway le sacó de dudas y le dijo que era el de su mujer, una actriz que, por aquel entonces, era una joven prometedora. A pesar de ser tan bromista, Calloway era muy serio en su trabajo y tenía muchísimo talento, un don natural. Era innovador y nunca perdía la curiosidad, por lo que siempre buscaba tecnologías nuevas. Siempre iba por delante de los demás y siempre estaba en contacto con fabricantes químicos, buscando o desarrollando nuevos productos; en definitiva, haciendo todo lo que fuera necesario para conseguir los resultados que quería. Y nunca se conformaba más que con lo mejor. Era un maestro y era todo un honor colaborar con él. Siempre que debías resolver algo, Jerome tenía la solución o la encontraba enseguida. En muchas ocasiones, ya había trabajado en lo que necesitabas y lo tenía guardado en algún lugar de su estudio. «Hum... eso es como lo que hice para Robert Mitchum». Huelga decir que nos caímos estupendamente desde el principio. El proceso para crear un buen disfraz es muy similar al que se sigue para pintar un cuadro y tengo la sensación de que ambos entendimos inmediatamente que éramos almas gemelas. Necesité su ayuda al poco de conocernos. Un día, vino un agente veterano de la CIA con un problema muy serio. Era uno de los únicos —si no el único— afroamericano de la ciudad, por lo que era extremadamente sencillo seguirle. Por una extraña sucesión de acontecimientos, se había visto destinado a Laos debido a que el nuevo embajador de los EE.UU., que le conocía porque habían trabajado juntos en el Congo, había requerido que lo asignasen a su embajada. El agente tenía que reunirse con un ministro muy importante de Laos que tenía información interna vital acerca del bando comunista que participaba en las conversaciones de paz de Indochina. Hacía semanas que se reunían en secreto, pero como el Pathet Lao se cernía sobre la ciu dad, la milicia local había instaurado el toque de queda y había empezado a realizar controles de carreteras sorpresa. El agente sabía que, si descubrían al ministro de Laos con él, sería un desastre. Después de que me explicara todo esto, me quedé sentado unos segundos, pensando en qué hacer. Como no se me ocurría nada, le dije al agente que la próxima vez que fuera a hacer una ronda de recogida para reunirse con el ministro, le acompañaría y proyectaríamos un disfraz para ambos. Luego envié un telegrama al cuartel general para que me diera instrucciones. Recibí la respuesta casi inmediatamente: ellos tampoco sabían qué hacer. Lo que más les preocupaba, decían, eran las orejas. En otras palabras, que lo único que se les ocurría era un artilugio en el que es tábamos trabajando para agentes destacados en la Unión Soviéti ca que se ponía en la cara pero no cubría las orejas. Entonces, pensé en algunos de los «artilugios» que había visto en el estudio de Calloway y me pregunté si tendría algo que nos sirviera. Primero, no obstante, tendría que reunirme con el minis tro para tomarle medidas, cosa que conseguí hacer en una ronda de recogida —¡la primera a la que yo asistía!—. En cuanto tuve aquella información, me senté y escribí un telegrama largo en el que es bozaba mi plan. En él, no solo especificaba mi idea, sino que le pedía al cuartel general que le enviara aquella información a Calloway. Como descubrí más tarde, Calloway recibió las medidas y fue directo a los cobertizos donde almacenaba el material. Había hecho máscaras para los dobles de la mayoría de las estrellas de Hollywood y resultó que las medidas que le había enviado coincidían con las de Victor Mature y Rex Harrison. Unas pocas semanas después, recibí un paquete del cuartel general. Dentro había dos máscaras, además de otros materiales que había pedido, incluido un par de guantes de color carne. Las magníficas técnicas que Jacob y yo utilizamos para esta operación todavía son secretas. Cuando terminamos, habíamos transformado al agente afroamericano y al ministro en dos caucásicos que se parecían ligeramente a Rex Harrison y Victor Mature. Ambos hombres cogieron el coche y se dirigieron de vuelta al piso franco en el que se reunían... y entonces se hicieron realidad nuestros mayores miedos: se toparon con un control de carreteras sorpresa y los obligaron a parar.