Un plan. Un plan desesperado y totalmente repugnante. Pero un plan al fin y al cabo que tenía a su favor un argumento de peso: era el único. Cogí uno de los tubos de cartón del papel higiénico y me lo metí en la boca. Comprobé hasta dónde podía apretar los labios. Levanté la tapa de la letrina. La pestilencia me golpeó la cara. Había un metro y medio hasta el recipiente, una mezcla fluida de excrementos, orina, papel higiénico y agua de lluvia que corría por la parte interior de las paredes. Llevar ese recipiente hasta el lugar de vaciado en el bosque exigía por lo menos la intervención de dos personas y era una pesadilla de tarea. Literalmente hablando. Ove y yo solo nos vimos con fuerzas para hacerlo una vez, y después nos pasamos tres noches soñando que chapoteábamos en mierda. Por lo visto, Sindre Aa tampoco se había visto con fuerzas; el recipiente, de una profundidad de metro y medio, estaba lleno hasta el borde. Lo que, casualmente, me venía de miedo. Ni siquiera un nietherterrier podría oler nada más que mierda si le ponían aquello delante. Me coloqué la tapa en la cabeza procurando que no se cayera, apoyé las palmas de las manos a ambos lados del agujero y me sumergí lentamente. Qué sensación tan irreal sumergirse en mierda, notar la ligera presión de los excrementos del hombre contra el cuerpo mientras me hundía con los empeines estirados. La tapa quedó encajada en cuanto la cabeza pasó por el borde del agujero. Era posible que ya tuviera el olfato saturado, pero el caso es que parecía haberse tomado unas vacaciones. Lo único que noté fue un incremento de la actividad de las glándulas lagrimales. La capa superior y más líquida del recipiente estaba helada, pero más abajo se notaba más caliente, quizá debido a los diferentes procesos químicos. ¿No había leído yo algo sobre cómo se generaba metano en las letrinas, no decía que uno podía morir de intoxicación si inhalaba demasiado? Había llegado a tierra firme, así que me agaché. Las lágrimas me corrían por las mejillas y me goteaba la nariz. Eché la cabeza hacia atrás, procuré que el tubo de cartón apuntara hacia arriba, cerré los ojos e intenté relajarme para controlar el impulso de vomitar. Me puse en cuclillas, con mucho cuidado. Se me llenaron los oídos de mierda y de silencio. Me obligué a aspirar a través del tubo de cartón del papel higiénico. Funcionaba. Ya no podía bajar más. Por supuesto, que la boca se me llenara de mierda, que me ahogara en la mierda añeja de Ove y en mi propia mierda, constituiría una forma de morir repleta de simbolismos. Pero no me apetecía experimentar una muerte irónica. Quería vivir. Como a lo lejos, oí que alguien abría la puerta. Ahí estaba. Noté la vibración de unos pies pesados. De pasos en el suelo. Y luego silencio. Pisadas de perro. El perro. Levantaron la tapa de la letrina. Sabía que ahora mismo Greve estaba mirándome. Que miraba dentro de mí. Estaba viendo la abertura de un tubo de cartón del papel higiénico que conducía directamente hasta mis entrañas. Respiré lo más silenciosamente posible. El cartón del tubo estaba mojado y blando. Sabía que pronto se abollaría, no era impermeable, se prensaría.