En el invierno de 1417, Poggio Bracciolini cruzó a lomos de su caballo los boscosos montes y valles del sur de Alemania rumbo a su remoto destino, un monasterio del que se decía que ocultaba antiguos manuscritos tras sus muros. Como seguramente comprobaron los aldeanos que lo veían pasar desde las puertas de sus cabañas, era un extraño en tierras lejanas. De constitución menuda y perfectamente afeitado, es probable que vistiera un ropón y una capa de corte sencillo, pero todo bien confeccionado. Resultaba evidente que no era un hombre del campo, y, sin embargo, su aspecto tampoco correspondía al de los individuos de las ciudades o de la corte a los que de vez en cuando veían pasar los habitantes de aquella región. Ni que decir tiene que, desarmado y sin la protección que ofrecían las ruidosas armaduras metálicas, distaba mucho de parecer un caballero teutón: habría bastado un simple golpe de maza de algún patán para derribarlo de su montura. Aunque no parecía un mendigo, tampoco se observaban en él los signos habituales que indicaban poder y riqueza: no era un miembro de la corte, ataviado con ropas lujosas y con el cabello perfumado y trenzado, ni tampoco un noble que hubiera salido de caza con su halcón. Y, como también resultaba evidente por su manera de vestir y por su corte de pelo, no era ni un clérigo ni un monje. Por aquel entonces el sur de Alemania era un lugar próspero. Todavía tenían que pasar muchos años para que la catastrófica guerra de los Treinta Años asolara los campos y destruyera las ciudades de la región, causando estragos como los que hicieron en nuestra época los horrores que acabaron con buena parte de lo que había sobrevivido de aquellos tiempos. Además de los caballeros, los cortesanos y los nobles, otros hombres importantes tomaban con frecuencia los accidentados caminos de la zona para sus desplazamientos. Cerca de Constanza, Ravensburg era una ciudad que, además de destacar por el comercio del lino, hacía poco que había comenzado a producir papel. Ulm, situada en la margen izquierda del Danubio, era un floreciente centro de manufacturación y comercio, al igual que Heidenheim, Aalen, la hermosa Rothenburg ob der Tauber y la todavía más hermosa Würzburg. Los habitantes de los burgos, los comerciantes del sector de la lana, la piel y los tejidos, los vinateros y los fabricantes de cerveza, los artesanos y sus aprendices, así como los diplomáticos, los banqueros y los recaudadores de impuestos, constituían figuras habituales que se veían a menudo por la zona. Pero la imagen de Poggio seguía sin encajar en aquel paisaje. Había también en él otras figuras menos prósperas: oficiales, caldereros, afiladores y demás individuos cuyo trabajo los obligaba a desplazarse continuamente; peregrinos que iban de camino a alguna ermita en la que rezar en presencia de los fragmentos de hueso de algún santo o de unas gotas de sangre sagrada; juglares, adivinos, buhoneros, acróbatas y mimos que iban de aldea en aldea; forajidos, vagabundos y bandidos. Y había judíos, con los sombreros cónicos y los distintivos de color amarillo que debían llevar por orden de las autoridades cristianas para poder ser fácilmente identificados como individuos odiosos y despreciables. Ni que decir tiene que Poggio no tenía nada que ver con ellos. En realidad, a aquellos que lo veían pasar, Poggio debía parecerles sin duda un personaje sumamente curioso. Por aquel entonces, la mayoría de las personas indicaban su identidad, el lugar que ocupaban en el sistema social de jerarquías, con unos signos visibles que todos podían entender, como las manchas indelebles en las manos que revelan el oficio del tintorero. Pero resultaba muy difícil entender quién o qué era Poggio. Un individuo solo, considerado al margen de unas estructuras familiares o profesionales, carecía de sentido. Lo que importaba era a qué o a quién pertenecía uno. El dístico que compuso en son de burla Alexander Pope en el siglo XVIII para uno de los pequeños carlinos de la reina habría resultado muy adecuado en el mundo en el que vivía Poggio: Soy el perro que tiene Su Alteza en Kew; ruego me digáis, señor, ¿de quién sois vos el perro? La familia, la red de parentescos, el gremio o la corporación eran los pilares de la identidad de un individuo. La independencia y la autosuficiencia no tenían asidero cultural alguno; de hecho, eran unas características difíciles de concebir y menos aún de valorar. La identidad estaba en estrecha relación con el lugar preciso y perfectamente conocido que ocupaba uno en la cadena de mando y obediencia. Tratar de romper aquella cadena era un verdadero disparate. Un gesto impertinente —negarse a hacer una reverencia, o no arrodillarse ni descubrirse la cabeza ante la persona apropiada— podía significar que le arrancaran a uno la nariz de una cuchillada o que le rompieran el cuello. Y, al fin y al cabo, ¿qué se ganaba con ello? No parecía que hubiera otras alternativas coherentes, y desde luego ninguna que hubiese sido ratificada por la Iglesia, la corte o los oligarcas de las ciudades. Lo mejor era aceptar humildemente la identidad que te había asignado el destino: el labrador solo tenía que saber cómo arar, el tejedor cómo tejer y el monje cómo rezar. Por supuesto, la gente podía hacer mejor o peor su trabajo: la sociedad en la que se encontraba Poggio reconocía y, en gran medida, premiaba el talento. Pero prácticamente era algo inaudito que una persona fuera recompensada por su admirable singularidad, por sus múltiples habilidades o por su gran curiosidad. De hecho, la Iglesia decía que la curiosidad era un pecado mortal. Dejarse llevar por ella suponía arriesgarse a pasar toda la eternidad en el infierno. Así pues, ¿quién era Poggio? ¿Por qué no proclamaba en su apariencia cuál era su identidad como solía hacer cualquier persona honrada? No llevaba emblemas, ni insignias ni fardos con productos con los que comerciar. Tenía el aire de autosuficiencia propio de los que están familiarizados con la sociedad de los más ilustres, pero parecía a todas luces que era una persona de escasa relevancia. Todo el mundo sabía cuál era el aspecto de un individuo importante, pues se trataba de una sociedad de lacayos, de guardias armados y de criados con librea. Aquel forastero, vestido con sencillez, cabalgaba en compañía de un hombre. Cuando se detenían en una posada, dicho hombre, que parecía su ayudante o su criado, se encargaba de hacer las comandas; cuando el amo hablaba, resultaba evidente que apenas conocía el alemán y que su lengua materna era el italiano. De haber intentado explicar a un curioso el motivo de su viaje, la aureola de misterio de la que se veía rodeada su identidad no habría hecho más que aumentar. En una cultura caracterizada por el analfabetismo, el interés por los libros constituía una verdadera rareza. ¿Y cómo habría podido justificar Poggio la naturaleza todavía más singular de sus insólitos objetos de interés? No iba en busca de libros de Horas, ni de misales ni de himnarios, cuyas exquisitas ilustraciones y cuyas espléndidas encuadernaciones ponían de manifiesto su valor incluso a ojos de cualquier analfabeto. Estos libros, algunos de ellos decorados con oro y con incrustaciones de piedras preciosas, solían estar custodiados en arcones especiales o encadenados a atriles y estantes, para que ningún lector amigo de lo ajeno pudiera apropiarse de ellos. Pero Poggio no tenía ningún interés especial en ese tipo de volúmenes, del mismo modo que tampoco lo tenía por las obras sobre teología, medicina y leyes que eran los prestigiosos instrumentos de las élites profesionales. Este tipo de libros tenían el poder de impresionar e intimidar incluso a los que no sabían leerlos. Tenían un poder mágico sobre la sociedad, asociado por lo general con hechos sumamente desagradables: un proceso judicial, un doloroso bulto en la ingle, una acusación de brujería o de herejía. Una persona corriente habría entendido que ese tipo de libros tenía dientes y garras, y por esta razón habría comprendido que un individuo inteligente pudiera ir a la caza de ellos. Pero la indiferencia de Poggio por este tipo de obras resultaba, una vez más, desconcertante. El forastero se dirigía a un monasterio, pero no era ni un clérigo ni un teólogo ni un inquisidor, y tampoco buscaba libros de oraciones. Iba a la caza de manuscritos antiguos, muchos de ellos cubiertos de moho o comidos por los gusanos, y todos ellos indescifrables incluso para los lectores mejor preparados. Si las hojas de pergamino que los componían seguían intactas, tendrían cierto valor material, pues con la ayuda de un cuchillo podía borrarse cuidadosamente el texto y, después de alisarlas con polvos de talco, podía volverse a escribir en ellas. Pero Poggio no se dedicaba al comercio de pergaminos, y en verdad abominaba a los que se dedicaban a borrar los textos antiguos. Lo que él deseaba era ver lo que se decía en ellos, aunque estuvieran escritos con una caligrafía enrevesada, y sobre todo sentía particular interés por los manuscritos de cuatrocientos o quinientos años de antigüedad, que se remontaran, por tanto, al siglo X o incluso a épocas anteriores. De haber intentado Poggio justificarla, aquella búsqueda probablemente habría parecido absurda a cualquier habitante de la Alemania de entonces, excepto a unos pocos. Y les habría parecido todavía más absurda si Poggio hubiera explicado que, en realidad, no tenía interés alguno por lo que se había escrito hacía cuatrocientos o quinientos años. Despreciaba aquellos tiempos pasados y los consideraba un período marcado por la superstición y la ignorancia. Lo que esperaba encontrar en realidad eran palabras que no tuvieran nada que ver con el momento en el que habían sido copiadas en el viejo pergamino, palabras que, en el mejor de los casos, no estuvieran contaminadas por el universo mental del humilde amanuense que las puso por escrito. Dicho amanuense, confiaba Poggio, habría copiado con diligencia y esmero el texto de un pergamino aún más antiguo, obra a su vez de otro amanuense cuya humilde vida tenía igualmente el mismo escaso interés para el buscador de libros, excepto por la huella que hubiera dejado. Si, por un milagro, había suerte, el viejo manuscrito, desaparecido mucho tiempo atrás bajo capas y capas de polvo, sería a su vez una copia fiel de otro manuscrito más antiguo, y este a su vez sería copia de otro. Pues bien, en ese momento, al menos para Poggio, la búsqueda resultaba emocionante y su corazón de cazador latía con más rapidez. El rastro lo reconducía a Roma, pero no a la Roma de su época, caracterizada por una corte papal corrupta, por sus intrigas, por la debilidad política y por las epidemias periódicas de peste bubónica, sino a la Roma del Foro y del Senado, la Roma de una lengua latina cuya belleza cristalina lo llenaba de asombro y le hacía sentir la nostalgia de un mundo ya perdido. ¿Qué podía significar todo aquello en el sur de Alemania hacia 1417 para un individuo que tuviera los pies en el suelo? En opinión de Poggio, un hombre supersticioso habría sospechado de un tipo particular de brujería, la bibliomancia; un hombre más instruido probablemente habría diagnosticado una obsesión psicológica, la bibliomanía; un hombre piadoso se habría preguntado quizá por qué un espíritu en su sano juicio iba a sentir una fuerte atracción por la época anterior al Salvador, que había traído la promesa de redención incluso para los ignorantes paganos. Y todos habrían formulado una pregunta obvia: ¿al servicio de quién estaba aquel hombre? Es harto probable que el mismísimo Poggio se formulara con insistencia esa misma pregunta. Hasta hacía muy poco, había estado al servicio del papa, del mismo modo que anteriormente había estado al servicio de una sucesión de pontífices romanos. Su profesión era la de scriptor, esto es, escribiente de documentos oficiales de la burocracia papal, y, gracias a su habilidad y astucia, había ascendido hasta obtener el codiciado cargo de secretario apostólico. Así pues, era el encargado de poner por escrito las palabras del papa, de registrar sus decisiones supremas y de llevar toda su amplísima correspondencia internacional, utilizando siempre un latín sumamente elegante. En el marco formal de una corte, en el que la proximidad física al gobernante absoluto constituía un valor primordial, Poggio era un hombre importante. Escuchaba con atención las palabras que le susurraba el papa al oído; él mismo podía susurrarle al oído sus propios comentarios; y era capaz de interpretar lo que quería decir el pontífice cuando sonreía o cuando fruncía el entrecejo. Tenía acceso, como la mismísima palabra «secretario» indica, a los secretos del papa. Y aquel papa tenía innumerables secretos. Pero cuando Poggio cabalgaba por Alemania en busca de manuscritos antiguos, ya no ostentaba el título de secretario apostólico. No es que hubiera caído en desgracia ante su señor, el Sumo Pontífice, ni que este hubiera fallecido. Pero todo había cambiado. El papa al que Poggio había servido, y ante el que los fieles (y los no tan fieles) habían temblado, se encontraba en aquellos días del invierno de 1417 encerrado en una prisión imperial en Heidelberg. Desprovisto de su título, de su nombre, de su poder y de su dignidad, había sido deshonrado públicamente y condenado por los príncipes de su propia iglesia. El «infalible y santo» concilio general de Constanza declaró que su conducta «detestable e indecorosa» había llevado el escándalo a la Iglesia y a la cristiandad, y que no era digno de seguir ostentando un cargo tan elevado.3 En consecuencia, el concilio liberó a todos los creyentes del deber de fidelidad y obediencia a su persona; en efecto, a partir de ese momento quedaba prohibido llamarlo papa y obedecer sus mandatos. En la larga historia de la Iglesia, con su impresionante número de escándalos, habían ocurrido hasta ese momento pocos acontecimientos tan impactantes como aquel, y no se repetiría nada semejante en el futuro. El papa depuesto no estuvo allí en persona, pero es muy probable que Poggio, su antiguo secretario apostólico, estuviera presente cuando el arzobispo de Riga entregó el sello papal a un orfebre, quien, solemnemente, lo partió en pedazos, junto con el escudo papal. Todos los servidores del papa recién destituido fueron despedidos, y se puso oficialmente fin a su correspondencia, la correspondencia para cuya gestión Poggio había sido trascendental. El papa que había elegido el nombre de Juan XXIII ya no existía; el hombre que había ostentado ese título volvía a llevar su nombre de pila, Baldassarre Cossa. Y Poggio era en aquellos momentos un hombre sin señor. A comienzos del siglo XV, el hecho de no tener señor representaba para la inmensa mayoría un estado muy poco envidiable, por no decir peligroso. En las aldeas y las ciudades se miraba a los viajeros con recelo; los vagabundos sufrían el castigo del látigo y del hierro candente; y en los caminos solitarios de un mundo sumamente inseguro los desprotegidos eran los más vulnerables. Ni que decir tiene que Poggio distaba mucho de ser un vagabundo. Sofisticado y con una gran preparación, hacía ya tiempo que se movía en los círculos de los más ilustres. Los guardias armados del Vaticano y de Castel Sant'Angelo le permitían cruzar las puertas que custodiaban sin preguntarle nada, e individuos importantes que ambicionaban entrar en el círculo papal intentaban obtener su favor. Poggio tenía acceso directo a un soberano absoluto, el acaudalado y astuto dueño y señor de un vasto territorio, que, además, decía ser el dueño y señor espiritual de toda la cristiandad de Occidente. En las dependencias privadas de los palacios, como en la propia curia pontificia, era habitual la presencia del secretario apostólico Poggio, intercambiando chistes con enjoyados cardenales, conversando con algún embajador o bien degustando exquisitos vinos servidos en copas de cristal y oro. En Florencia había sido amigo de los personajes más poderosos de la Signoria, el organismo gubernamental de la ciudad, y contaba con un distinguido círculo de amistades.