Moscú puede ser un lugar frío y duro en invierno, pero la enorme y antigua casa del bulevar Tverskoy siempre pareció inmune a esos hechos concretos, del mismo modo que parecía ser inmune a tantas cosas a lo largo de los años. Cuando la miseria llenaba las calles durante el reinado de los zares, en la enorme casa se comía caviar. Cuando el resto de Rusia temblaba bajo los vientos siberianos, ardían fuegos y lámparas de gas en cada habitación. Y, cuando la Segunda Guerra Mundial terminó y ciudades como Leningrado o Berlín no eran más que escombros y paredes desmoronadas, los residentes de la enorme casa del bulevar Tverskoy no tuvieron más que coger un martillo y clavar un único clavo para colgar un cuadro en el rellano de las escaleras e indicar así el final de una larga guerra. El lienzo era pequeño, mediría tan solo veinte centímetros por veinticinco. Las pinceladas eran suaves pero minuciosas. El tema, un campo cerca de Provenza, fue una vez el favorito de un artista llamado Cézanne. Nadie en la casa hablaba de cómo el cuadro había llegado hasta allí. Ningún miembro del personal le pidió al hombre de la casa, un oficial soviético de alto rango, que hablara del cuadro o de la guerra o de qué servicios había prestado en la batalla o fuera de ella para conseguir un trofeo tan espléndido. La casa del bulevar Tverskoy no era lugar para las historias, todo el mundo lo sabía. Además, la guerra había terminado. Los nazis perdieron. Y los vencedores se quedaron con el botín. O, según el caso, con los cuadros. Al final, el papel pintado quedó descolorido y pronto pocas personas recordaban realmente al hombre que llevó a la casa el cuadro procedente de la Alemania del Este recién liberada. Ninguno de los vecinos se atrevía a murmurar las letras K-G-B. Ni uno solo de los antiguos socialistas ni de los nuevos socialistas que entraban en tropel a través de las puertas abiertas durante las fiestas se atrevía a mencionar a la mafia rusa. Aun así, el cuadro permaneció colgado, la música siguió sonando y la propia fiesta parecía no tener fin, resonando hacia el exterior, desapareciendo en medio del glacial aire nocturno. La fiesta del primer viernes de febrero tenía como objetivo recaudar fondos, aunque nadie sabía con exactitud para qué causa o fundación. No importaba. Los invitados eran los mismos de siempre. El mismo chef preparaba la misma comida. Los hombres fumaban los mismos puros y bebían el mismo vodka. Y, por supuesto, el mismo cuadro aún colgaba en el rellano superior, observando a los invitados en el piso de abajo. Pero una de las invitadas no era la misma. Al darle al hombre de la puerta un nombre de la lista, su ruso arrastraba un ligero acento. Cuando le dio el abrigo a una criada, nadie pareció percatarse de que era demasiado ligero para alguien que había pasado mucho tiempo en el invierno de Moscú. Era muy bajita, el pelo negro le enmarcaba una cara demasiado joven en todos los aspectos. Las mujeres la observaron pasar, examinando a la competencia. Los hombres apenas se percataron de su presencia, mientras esta mordisqueaba, daba pequeños tragos y esperaba hasta que avanzara el reloj y los invitados se achisparan. Cuando llegó ese momento, ni un alma vio a la chica de suave y pálida piel subir las escaleras y descolgar el pequeño cuadro del clavo que lo sujetaba. Se acercó a la ventana. Saltó. Ni la casa del bulevar Tverskoy ni ninguno de sus ocupantes volvieron a ver a la chica ni al cuadro. CAPÍTULO 2 Nadie visita Moscú en febrero solo por diversión. Quizá por ese motivo la agente de aduanas miró con curiosidad a la adolescente con una estatura por debajo de la media que esperaba en la fila detrás de personas de negocios y expatriados que llegaban a Nueva York ese día escapando del invierno ruso. —¿Cuánto tiempo ha durado la visita? —preguntó la agente. —Tres días —respondió la chica. —¿Tienes algo que declarar? —La agente de aduanas bajó la cabeza y estudió a la chica por encima de sus gafas de media luna—. ¿Te has traído algo para casa, cielo? La chica se lo pensó durante un segundo y negó con la cabeza. —No. Cuando la mujer le preguntó si viajaba sola sonó más como una madre preocupada de que una chica tan joven viajara sola por el mundo que como una oficial del gobierno realizando los trámites correspondientes. Sin embargo, la chica parecía muy tranquila. Sonrió y respondió que sí. —¿Y has viajado por negocios o por placer? —le preguntó la mujer levantando la vista del papel azul claro de la aduana a los ojos azules de la chica. —Placer —dijo la joven. Cogió su pasaporte—. Tenía que ir a una fiesta. Aunque esa tarde de sábado acababa de aterrizar en Nueva York, mientras cruzaba el aeropuerto, Katarina Bishop no podía evitar que su mente se perdiera pensando en todos los lugares a los que aún tenía que ir. Había un Klimt en El Cairo, un Rembrandt precioso que se rumoreaba que estaba escondido en una cueva de los Alpes suizos, y una estatua de Bartolini vista por última vez en algún lugar en las afueras de Buenos Aires. En total, sumaban al menos media docena de trabajos que podían surgir después de aquel y los pensamientos de Kat iban de uno a otro como dentro de un laberinto. Aun así, la parte que más le pesaba eran los trabajos que aún no conocía, los tesoros procedentes de saqueos de los que no se había oído hablar todavía. Los nazis necesitaron un ejército para robarlos todos, se dijo. Pero ella era solo una chica, una ladrona. Se agotaba solo de pensar que posiblemente tardaría toda una vida en robarlos otra vez. Cuando pisó las largas escaleras mecánicas y comenzó el descenso, Kat ignoró por completo al chico alto de hombros anchos colocado detrás de ella hasta que sintió que el peso de 13 su hombro se aligeraba. Se dio la vuelta y levantó la mirada, pero no sonrió. —Será mejor que no intentes robármelo —dijo. El chico se encogió de hombros y estiró la mano para coger la pequeña maleta con ruedas a los pies de ella. —No me atrevería. —Porque se me da muy bien gritar. —No lo dudo. —Y pelear. Mi prima me dio esta lima que es como una navaja. El chico asintió despacio. —Lo tendré en cuenta. Cuando llegaron al final de las escaleras, Kat pisó el suave suelo y se dio cuenta de lo insensato —e increíblemente descuidado— que había sido por su parte no haberse fijado en el chico al que todas las demás mujeres de la terminal miraban con descaro. No le miraban porque fuera guapo (aunque sí lo era), no porque fuera rico (aunque eso también resultaba innegable); W. W. Hale Quinto tenía algo, una confianza que Kat sabía que no se podía comprar (y casi seguro que robarse jamás). Así que le dejó que le llevara las maletas. No protestó cuando caminó tan cerca de ella que su hombro chocó contra el brazo de su gruesa chaqueta de lana. Y aun así, más allá de eso, no se tocaron. Ni siquiera la miró cuando le dijo: —Habría enviado el jet. —Es que... —Levantó la mirada hacia él—. Intento acumular kilómetros. —Bueno, en ese caso... Un segundo después, Kat vio su pasaporte aparecer en las manos de Hale como por arte de magia. —¿Qué tal ha ido en Moscú, señorita... McMurray? —La miró—. No te pega el nombre de Sue. —Hacía mucho frío —respondió Kat. Pasó las hojas del pasaporte y estudió los sellos. —¿Y Río? —Mucho calor. ¿Y...? —Creía que mi padre y el tío Eddie te habían citado en Uruguay. —Se detuvo de repente. —Paraguay —corrigió él—. Y fue más una invitación. La rechacé con todo mi pesar. Además, tenía muchas ganas de hacer un trabajito de esos de Allanar y Coger en una mansión con la mitad del antiguo KGB presente. —Suspiró—. Una pena que nunca me invitaran para eso. Kat lo miró. —Fue más Charlar y Coger. —Qué lástima. —Hale sonrió pero Kat no sintió calidez en el gesto—. Me han dicho que el esmoquin me queda muy bien. Kat lo sabía. Estaba presente cuando su prima Gabrielle se lo dijo, pero también era consciente de que el tema no era el esmoquin. —Ha sido un trabajo fácil, Hale. —Kat se acordó del Frío viento en su pelo mientras estaba en la ventana. Pensó en el clavo vacío que seguramente nadie vería hasta la mañana y no pudo evitar reírse—. Demasiado fácil. Te habrías aburrido. —Sí —dijo—. Porque fácil y aburrido son dos palabras que suelo asociar con el KGB. —Me fue bien Hale. —Estiró la mano para tocarle—. En serio. Era un trabajo para una persona. Habría llamado si hubiera necesitado ayuda pero... —Supongo que no necesitaste ayuda. —La familia está en Urugua. y—Paraguay —le corrigió. —La familia está en Paraguay —pronunció elevando la voz pero después se escuchó hablar casi en un susurro—. Creía que estabas con la familia. Dio un paso hacia ella, estiró la mano y le deslizó el pasaporte en el bolsillo de la chaqueta, justo sobre el corazón. —No me gustaría que lo perdieras. Cuando él echó a andar, Kat observó cómo se abrían las enormes puertas de cristal. Se abrazó a sí misma bajo el viento helado, pero Hale parecía inmune al frío cuando se dio la vuelta para dirigirse a ella. —Así que un Cézanne, ¿eh? Ella levantó dos dedos a escasos centímetros de distancia. —Es uno pequeño... ¿Weatherby? —intentó adivinar, pero Hale se limitó a reír mientras el largo coche negro paraba junto al bordillo—. ¿Wendell? —probó Kat de nuevo. Se dio prisa para alcanzarle. Se deslizó entre el chico y el coche y allí, de pie con la cara de él a escasos centímetros de la de ella, la verdad de qué significaban las «W» de su nombre no parecía importar. Las razones por las que se había pasado todo el invierno trabajando se las llevó el viento. Hale estaba ahí. Pero entonces se acercó un poco más, hacia ella y hacia una línea de la que no había vuelta atrás, y Kat sintió que se le aceleraba el ritmo del corazón. —Perdone —dijo una voz profunda—, señorita, perdone. Kat tardó un momento en escuchar las palabras, en dar un paso atrás para dejar el espacio suficiente para que el hombre alcanzara la puerta. Tenía el pelo gris, los ojos grises y un abrigo de lana gris que, en opinión de Kat, creaban el efecto de que pareciese en parte mayordomo, en parte conductor y en parte hombre de acero, literalmente. —Me has echado de menos, ¿verdad, Marcus? —le preguntó mientras él cogía las maletas y las llevaba hasta el maletero abierto con elegante facilidad. —Por supuesto —respondió con su fuerte acento británico que Kat había dejado de intentar identificar hacía tiempo—. Bienvenida a casa, señorita —terminó con una inclinación del sombrero. —Sí, Kat —dijo Hale, despacio—. Bienvenida a casa. Hacía calor en el coche. Los caminos que llevaban a la casa de color rojizo del tío Eddie o a la casa de campo de I lale estaban limpios de hielo y nieve y los dos habrían llegado a algún lugar seco y seguro en menos de una hora. Pero Marcus se había demorado un segundo de más en la puerta. Los quince años de Kat como sobrina nieta del tío l'.ddie e hija de Bobby Bishop le habían afilado los sentidos. Y el viento soplaba en la dirección adecuada, estaba calibrado a la perfección para transportar la palabra que una voz gritó. —¡Katarina! En toda su vida, solo tres personas llamaban habitualmente por su nombre entero a Kat. Una de ellas tenía una voz profunda y áspera, y en aquel momento se encontraba dando órdenes en Paraguay. O en Uruguay. Otra tenía una voz suave y agradable pero estaba en Varsovia, examinando un Cézanne largo tiempo perdido y elaborando los planes necesarios para llevarlo a casa. La tercera era la que Kat temía encontrarse al darse la vuelta, porque la última voz, asumámoslo, pertenecía al hombre que, con toda probabilidad, quería matarla. Kat observó la larga fila de taxis que recogían a sus clientes y a los viajeros que se abrazaban y saludaban. Esperó. Observó. Pero no vio a ninguna de esas tres personas. —¿Katarina? Una mujer se acercaba a ella. Tenía el pelo blanco y los ojos amables y vestía un largo abrigo de tweed y una bufanda tejida a mano que le rodeaba el cuello. El joven que avanzaba a su lado la llevaba abrazada por encima del hombro; ambos se movían despacio, como si Kat estuviera hecha de humo y pudiera desaparecer con el viento. —¿Eres Katarina Bishop? —preguntó la mujer con los ojos abiertos de par en par—. ¿Eres la chica que robó en el Henley? 18 CAPÍTULO 3 Si tuviéramos que ser exactos al respecto, Katarina Bishop no robó en el Henley, ni ningún miembro de su equipo. Solo formaba parte del grupo de adolescentes que entraron en el museo más seguro del mundo hacía unos meses y descolgaron de sus paredes cuatro cuadros que no eran propiedad del Henley. Los cuadros no aparecían en ningún seguro. Ni tampoco en ningún catálogo. El Henley no había pagado ni un centavo por aquellas obras así que, aunque la propia Kat sacó uno (un Rembrandt) por las puertas del museo, no había quebrantado ninguna ley. (Un pequeño detalle comprobado por el tío Marco, un miembro de la familia que en una ocasión pasó dieciocho meses haciéndose pasar por un juez federal en algún lugar de Minnesota.) Por lo tanto, Kat habló sin dudar mirando fijamente a la mujer. —Lo siento. Creo que la han informado mal. —¿Eres Katarina Bishop? —preguntó el acompañante de la mujer y, aunque Kat no lo había visto nunca, era una pregunta formulada en un tono que había escuchado en numerosas ocasiones desde el diciembre pasado. «La chica que planeó el trabajo en el Henley debería ser más alta», parecía que quería decir la pregunta. Debería ser más mayor, más sabia, más fuerte, más rápida y, en general, mucho más que la chica bajita que tenían delante. —Esa Katarina Bishop. —El hombre hizo una pausa mientras buscaba las palabras—. La ladrona —susurró. Resultó que aquella no era una pregunta fácil de responder. Después de todo, robar, aun por causas nobles y dignas, era ilegal. Además, guiándose por sus acentos, eran ingleses, al igual que el Henley, los administradores del Henley y, lo que es más importante, la compañía aseguradora del Henley. Pero la razón principal por la que Kat no podía, o no quería responder, era que ya no se consideraba una ladrona. Kat era más bien una artista de la devolución, una especialista del embargo. Una criminal muy poco común. Después de todo, la estatua que se llevó en Río pertenecía por derecho a una mujer cuyos abuelos habían muerto en Auschwitz. El cuadro de Moscú pronto emprendería su camino hacia el hombre de noventa años de Tel Aviv. Así que no, Katarina Bishop no era una ladrona, y por eso dio la respuesta siguiente: —Me temo que se equivocan de persona —dijo, y se dio la vuelta para encarar a Hale y la cara limusina. —Necesitamos tu ayuda. La mujer se le acercó. —Lo siento —dijo Kat. —Nos habían hecho creer que tenías un gran talento. —El talento está sobrevalorado —fue la respuesta de Kat. Se acercó más al coche pero la mujer la cogió del brazo. —¡Podemos pagarte! Tras esas palabras, Kat tuvo que detenerse. —Me temo que, de verdad, se equivocan de persona. Tras una mirada de Kat, Hale abrió la puerta de la limusina. Aún no se había metido del todo en el vehículo cuando la mujer habló de nuevo. —El dijo que... ayudabas a la gente. Se le quebró la voz y el joven la abrazó más fuerte. —Abuela, vámonos. No deberíamos haberle creído. —¿A quién? Las palabras sonaron más bruscas de lo que pretendía, pero Kat no pudo contenerse. Salió del coche. —¿Quién os ha dado mi nombre? Alguien os ha dicho dónde podíais encontrarme. ¿Quién? —Un hombre... —murmuró la mujer buscando las palabras—. Fue muy convincente. Dijo... —¿Cómo se llama? Hale se acercó más al joven que le sacaría unos ocho años y unos cinco centímetros. —Vino a nuestra casa... —empezó a decir el hombre, pero lo único que Kat podía escuchar era el susurro de la mujer. —Romani. —Respiró profundamente—. Dijo que se llamaba Visily Romani.