Cualquiera que haya ido en metro dos veces al día para ganarse el pan sabe cómo es: cuando subes al vagón muestras el mismo personaje que a los colegas y amigos. Lo has llevado contigo al pasar por el torniquete y las puertas correderas, de manera que los demás pasajeros puedan saber si eres altivo o cauto, apasionado o indiferente, si estás forrado o en el paro. Pero encuentras un sitio y el metro se pone en marcha, llega a una estación y luego a otra, unos se bajan y suben otros. Y con los vaivenes del vagón, que te mece como una cuna, ese personaje minuciosamente confeccionado empieza a desvanecerse. El superego se disipa a medida que la mente comienza a vagar sin rumbo por preocupaciones y sueños o, mejor aún, se sume en una hipnosis propiciada por el ambiente y en la cual hasta las preocupaciones y los sueños se alejan para que reine el apacible silencio del cosmos. Nos ocurre a todos. Sólo es cuestión de cuántas paradas hacen falta. Dos para unos. Tres para otros. Calle Sesenta y ocho. Cincuenta y nueve. Cincuenta y uno. Grand Central. Qué alivio proporcionaban esos pocos minutos con la guardia baja y la mirada imprecisa en los que hallábamos el único consuelo auténtico que permite el aislamiento humano. Cuánto debía de agradar ese estudio fotográfico a los no iniciados. Todos los jóvenes abogados, los banqueros de menor antigüedad y las animosas chicas de la buena sociedad que se paseaban por las salas debían de mirar las fotografías y pensar: «Qué proeza. Qué hazaña artística. ¡Aquí están por fin los rostros de la humanidad!» Sin embargo, a quienes fuimos jóvenes en aquella época, los fotografiados nos parecían fantasmas. Los años treinta...