Soledad Ese día volvió a pasar por delante de la casa, lo que no había hecho en mucho tiempo. Habían pasado quince años. Se sentó en un café y me llamó. Me preguntó si me acordaba de ella. Ahora era una mujer adulta, tenía marido y dos hijos. Niñas las dos, de diez y nueve años, muy guapos. La pequeña se parecía a ella. No sabía a quién llamar. —¿Aún se acuerda de todo? —preguntó. Sí, aún me acordaba de todo. De cada detalle. Larissa tenía catorce años. Vivía con sus padres. La familia se mantenía gracias a los subsidios sociales, el padre estaba en paro desde hacía veinte años, la madre antes limpiaba, ahora ambos bebían. Los padres llegaban tarde a casa a menudo, a veces ni siquiera llegaban. Larissa se había acostumbrado a eso y a los golpes, como se acostumbran los niños a todo. Su hermano se había ido de casa a los dieciséis años y no había vuelto a dar señales de vida. Ella haría lo mismo. Sucedió un lunes. Sus padres estaban en el bar que había dos esquinas más allá, donde siempre solían estar. Larissa se había quedado sola en casa. Estaba sentada en la cama, escuchando música. Cuando sonó el timbre, fue a la puerta y miró por la mirilla. Era Lackner, el amigo de su padre, que vivía en la casa de al lado. Ella sólo llevaba puestas unas bragas y una camiseta. Él preguntó por sus padres, entró en el piso y se aseguró de que de verdad estaba sola. Después sacó la navaja. Le dijo que se vistiera y se fuera con él, de lo contrario le rebanaba el cuello. Larissa obedeció, no le quedaba más remedio. Se marchó con Lackner, que quería estar en su casa, que nadie lo molestara. La señora Halbert, la vecina de enfrente, se los cruzó en la escalera. Larissa se zafó, chilló y se refugió en sus brazos. Mucho después, cuando todo hubo terminado, el juez le preguntó a la señora Halbert por qué no protegió a Larissa. Por qué la soltó y la dejó en manos de Lackner. El juez quiso saber por qué se quedó mirando cómo el hombre se llevaba a la niña, que suplicaba y lloraba. Y la señora Halbert respondió lo mismo a todo, a cada una de sus preguntas: «No era asunto mío, a mí qué me importaba.» Lackner llevó a Larissa a su piso. Ella aún era virgen. Cuando hubo terminado, la mandó de vuelta a su casa. «Saluda a tus padres de mi parte», dijo al despedirse. Ya en casa, Larissa se duchó con agua tan caliente que casi se escaldó. Echó las cortinas de su habitación. Tenía dolor y miedo, y no podía contárselo a nadie. Durante los meses siguientes, Larissa empezó a encontrarse mal. Estaba cansada, vomitaba, se notaba distraída. Su madre le decía que no comiera tanto dulce, que por eso tenía ardor de estómago. Engordó casi diez kilos. Estaba en plena pubertad. Acababa de quitar de la pared las fotos de caballos para colgar otras sacadas de la revista Bravo. La situación empeoró, sobre todo los dolores de barriga. «Cólico», decía el padre. No le bajaba la regla, ella creía que era por el asco. El 12 de abril por la tarde casi no pudo llegar al cuarto de baño. Creía que iba a reventar, se había pasado toda la mañana con espasmos en el vientre. Era algo distinto. Se metió la mano entre las piernas y notó aquella cosa ajena. Salía de ella. Palpó pelo sucio, una cabeza minúscula. «No puedo tener esto dentro», eso es todo lo que pensó, dijo más tarde, una y otra vez: «No puedo tener esto dentro.» Minutos después el niño cayó al inodoro, ella oyó el chapoteo del agua. Se quedó sentada. Mucho rato, perdió la noción del tiempo. Finalmente se levantó. El niño estaba allí abajo, en el inodoro, blanco y rojo y sucio y muerto. Alargó la mano hacia la balda que había sobre el lavabo, cogió las tijeras de las uñas y cortó el cordón umbilical. Se secó con papel higiénico, pero no podía echar el papel encima del niño, de manera que lo tiró al cubo de plástico que había allí. Se quedó sentada en el suelo hasta que sintió frío. Después probó a andar, vacilante, y fue a la cocina por una bolsa de basura. Se apoyó en la pared, dejó una huella ensangrentada. Luego sacó al niño del inodoro, las piernecillas eran delgadas, casi tanto como sus propios dedos. Lo puso en una toalla. Echó un vistazo, muy rápido y a la vez muy largo, estaba allí, con la cabeza azulada y los ojos cerrados. Después lo envolvió en la toalla y lo metió en la bolsa. Con cuidado, «como si fuera una hogaza de pan», pensó. Llevó la bolsa al sótano sujetándola con ambas manos, la dejó entre las bicicletas. Lloró en silencio. Cuando subía la escalera empezó a sangrar, la sangre le corría por los muslos, pero no se dio cuenta. Consiguió llegar al piso, luego se desplomó en el pasillo. Su madre había vuelto, llamó a los bomberos. En el hospital los médicos extrajeron la placenta y avisaron a la policía. La agente era amable, no iba de uniforme y le acariciaba la frente. Larissa estaba en una cama limpia, una enfermera le había puesto al lado unas flores. La chica lo contó todo. «Está en el sótano», dijo. Y después añadió algo que nadie creyó: «No sabía que estaba embarazada.» Fui a ver a Larissa a la cárcel de mujeres, un juez amigo mío me había pedido que me ocupara del caso. La chica tenía quince años. Su padre concedió una entrevista a la prensa amarilla: siempre había sido una buena chica, él tampoco lo entendía, afirmó. Le dieron cincuenta euros. La negación del embarazo siempre ha existido. Sólo en Alemania, anualmente mil quinientas mujeres se dan cuenta demasiado tarde de que están embarazadas. Y año tras año casi trescientas no lo saben hasta que llega el parto. Dan una interpretación distinta a los síntomas: no tienen la regla por el estrés, el vientre está hinchado porque han comido demasiado, los pechos les crecen por un trastorno hormonal. Las mujeres son muy jóvenes o pasan de los cuarenta. Muchas ya han tenido hijos. Las personas son capaces de negar lo evidente, nadie sabe cómo funciona ese mecanismo. A veces todo sale bien de esa manera: también se engaña a los médicos, que renuncian a realizar más reconocimientos. Larissa fue puesta en libertad. El magistrado dijo que el niño había nacido vivo, había muerto ahogado, tenía los pulmones desarrollados, en ellos se habían encontrado colibacilos. Dijo que creía a Larissa. La violación la había traumatizado, ella no quería al niño. Lo negó todo, de tal manera que efectivamente no supo que estaba embarazada. Cuando dio a luz al niño en el retrete, se llevó una sorpresa. Por eso se vio en una situación en la que ya no era capaz de distinguir el bien del mal. La muerte del recién nacido no era culpa suya. Lackner fue condenado en otro juicio a seis años y medio. Larissa se fue a casa en tranvía. Sólo llevaba consigo una bolsa de plástico amarilla que le preparó la agente de policía. Su madre le preguntó cómo eran los juzgados. Seis meses después, Larissa se marchó de casa. Después de hablar por teléfono me envió una foto de sus hijas. Incluyó una carta, de letra bonita, redonda, en papel azul, debió de escribirla muy despacio: «Todo va bien con mi marido y mis hijas, soy feliz. Pero sueño a menudo con el niño, allí solo, en el sótano. Era un varón. Lo echo de menos.»