Al Zec solo le quedaban un pulgar y otro dedo en cada mano. En la derecha, tenía un muñón del dedo índice, ennegrecido y nudoso debido a la congelación. En una ocasión pasó una semana en invierno a la intemperie, vestido con una guerrera del Ejército Rojo, que tenía el bolsillo derecho mucho más desgastado que el izquierdo, porque el dueño anterior solía llevar la cantimplora a la derecha. Por aquel entonces, la supervivencia de El Zec dependía de una trivialidad. Salvó su mano izquierda, pero perdió la derecha. Sintió cómo sus dedos morían, empezando por el meñique y siguiendo con los demás. Sacó la mano del bolsillo y dejó que se le congelara hasta que se le entumeció por completo. Después se arrancó los dedos con los dientes, antes e que la gangrena se extendiera. Recordaba haber escupido los dedos al suelo, uno tras otro, como ramitas de color marrón. En la mano izquierda conservó el meñique. Pero le faltaban los res dedos del medio. Dos se los había amputado un sádico con unas tijeras de podar. El Zec se había arrancado el otro él mismo, con una cuchara afilada, con el fin de que le inhabilitaran para el trabajo en general. No podía recordar los detalles, pero se acordaba de un rumor convincente que decía que era mejor perder otro dedo que el trabajar a las órdenes de un capataz. Las dos manos destrozadas. Era recuerdo de otra época, en otro lugar. En realidad tampoco era demasiado consciente de tal amputación, pero así la vida moderna resultaba complicada.