Me pongo en situación: voy a conocer a un novelista, ensayista y poeta escocés, algunas de cuyas obras se han convertido en clásicos de la literatura universal. Es uno de los escritores de aventuras más populares de todos los tiempos. Ha dado al mundo expresiones hechas como el título de la novela que nos ocupa. Su legado incluye una vasta obra con novelas mayores, cuentos, crónicas de viaje, obras de teatro, poesía, ensayos y cartas que, en las diferentes ediciones de obras completas, alcanzan de diez a treinta y cinco volúmenes. Amigo de Mark Twain (autor de Las aventuras de Tom Sawyer y que aseguraba: «Cuando era más joven podía recordar todo, hubiera sucedido o no»), Leslie Stephen (padre de Virginia Woolf, la novelista integrante del grupo de Bloomsbury que acabó sus días ahogándose en el río Ouse), William Ernest Henley (poeta, amigo y también enfermo tuberculoso con el que escribió conjuntamente, entre otras obras, Deacon Brodie; su pata de palo le inspiró el personaje de John Silver el Largo) o Henry James (seguidor de Flaubert y hermano del psicólogo William James). Frente a este último defiende la novela de aventuras en el momento de máximo apogeo mundial de la novela naturalista o costumbrista. Ha inspirado a Jorge Luis Borges cuentos como El otro o Borges y yo. Chesterton admira la ligereza de su prosa como característica espléndida y suprema. Se ha ganado la admiración de autores como Graham Green, del que además es tío abuelo. Arthur Conan Doyle asegura que el cuento de El pabellón de las marismas es la cima misma de la técnica narrativa. El filósofo español Fernando Savater le conoce de niño en su San Sebastián natal y le responsabiliza de su pasión por la lectura: «Stevenson mismo es la razón de ésta. Es el ápice de la literatura que podríamos llamar de acción y de aventura. Además, las novelas de Stevenson están llenas de fuerza mítica y son una reflexión sobre el destino del hombre». Esta fuerza que el autor escocés nos transmite procede de una perentoria necesidad de escribir. Él mismo confiesa con un deje de amargura que: «Tanta prisa tenemos por hacer, escribir y dejar oír nuestra voz en el silencio de la eternidad, que olvidamos lo único realmente importante: vivir». ¡Caramba, ya me temía que esto iba ser algo serio! Y recibo la primera gran sorpresa al saber las circunstancias de la muerte de nuestro amigo: con apenas cuarenta y cuatro años recién cumplidos, en una comida con buen vino y nada menos que en Samoa, ¡vaya con el bueno de Louis! Conocido el desenlace final de su vida mi curiosidad por conocer más detalles sobre la misma va en aumento. ¡veamos cómo se inicia todo! Es un 13 de Noviembre de 1850 cuando el ingeniero civil y austero calvinista Thomas Stevenson y su esposa, once años más joven y de soltera Srta. Margaret Isabella Balfour, reciben a los dos años de su boda en su casa de Howard Place el regalo de su primer y único hijo. Los cónyuges, presbiterianos de la Iglesia de Escocia, pusieron al niño el nombre de Robert Lewis en homenaje a los dos abuelos. Robert Stevenson era un conocido ingeniero que con sus hermanos David y Alan tenía una empresa familiar en la que diseñaron más de treinta faros, entre ellos el más alto de Escocia con casi cincuenta metros llamado Skerryvore y que en gaélico escocés (Sgeir Mhor) significa «Roca grande». Debe su nombre a una pequeña isla de las Hébridas Interiores en la que se encuentra. Quedémonos con él ya que reaparecerá más adelante en la vida de nuestro autor.