En las cadenas de montaje es todavía más sencillo ponerle las cosas difíciles a un trabajador. Las piezas que llegan a cada fase o punto de trabajo varían constantemente. Es posible que los de Cronometraje decidan que una pieza que hasta ahora era ensamblada en la fase uno pase a ser montada en la fase tres a fin de ganar tiempo. A la vez, es frecuente que la pieza final, ya completada, vaya a parar «a la puerta» o «al patio» porque los aviones están muy avanzados y se han llevado allí, de forma que ahora es imposible traerlos de vuelta a la fase dos, donde la pieza de marras sería normalmente integrada. En estas circunstancias, es facilísimo conseguir que un hombre que hace bien su trabajo aparezca como un incompetente absoluto. Dicha treta ahora es poco frecuente, pues no abundan los obreros cualificados. En todo caso, si le llaman la atención, no tiene excusa posible. La simple alteración del orden de producción de las piezas basta para que todos se la tengan jurada. A mí, los cronometradores me dan lástima. Su existencia es un verdadero infierno. Van de departamento en departamento, de sección en sección, cronometrando el tiempo que a los obreros les lleva completar sus distintas tareas. A nadie le gusta que le cronometren el rendimiento, así que les hacen el trabajo lo más difícil posible. Es corriente que el obrero se niegue en redondo a que le tomen el tiempo: —¿Se puede saber qué coño estás haciendo aquí? ¿No ves que estoy ocupado? Déjame en paz de una vez. Lo normal es que el cronometrador no responda como es debido o llame la atención al capataz. Si lo hace, lo hará como último recurso. Está obligado a cronometrar la tarea, sí, pero se puede buscar un problema si provoca que un obrero cualificado abandone sus herramientas y se marche de su puesto. Todo el mundo puede manejar un cronómetro, pero no todo el mundo sabe emplear una remachadora o montar una columna de control. El cronometrador pone al mal tiempo buena cara y se muestra conciliador: —¡Qué cosas tienes! ¡Claro que aquí no paráis un momento! ¿Te parece bien si vuelvo después de comer? El otro no responde. —Je, je... Entonces, ¿vuelvo después de comer? —Me importa una mierda lo que hagas o dejes de hacer. El cronometrador regresa después de comer. —¿La comida, bien? Je, je... Estupendo. Vamos allá... —¡Lárgate de aquí de una vez! —Pero, hombre... Por favor. Yo... —Ya me has oído. ¡Largo de aquí! El cronometrador se dirige al capataz: —Lo siento, pero uno de sus muchachos no se deja cronometrar. —¿Ah, sí? ¿Qué es lo que pasa, Bill? —¿Quieres saber lo que pasa, Mac? Que el hijo de perra ese se pone delante de la lámpara y no me deja ver nada. —Ajá. Conque esas tenemos... Oye, tú, escúchame bien. Ya puedes volver a la oficina y decirles que si quieren tomar los tiempos en esta sección, lo primero que tienen que hacer es enviar a un cronometrador que conozca su trabajo. Y ahora, ¡arreando! Y así, una y otra vez. Los cronometradores se suceden los unos a los otros con rapidez. Hoy mismo vi a uno nuevo, un cuarentón mal vestido y de aspecto famélico a quien no auguro mucho futuro en este lugar. A un gracioso se le ocurrió confeccionar una réplica de un tampón sanitario con gasa y desechos, réplica que mojó en pintura roja y grapó a la parte posterior de su chaqueta. El cronometrador no dejó de advertir que los hombres se reían al verlo pasar y a la vez sentía algo pegajoso enganchado a su espalda. Pero como no podía verlo ni palparlo, supongo que acabó concluyendo que los empleados simplemente estaban de buen humor y que lo demás no eran sino imaginaciones suyas. Cuando los de la oficina lo vieron, supongo que lo despidieron en el acto. Y si no lo hicieron, me imagino que el hombre se sintió tan humillado que no pudo volver a la fábrica. Los cronometradores lo pasan todavía peor cuando tienen que bajar a las fundiciones enclavadas en los sótanos. Nada les gusta más a los operarios de los martinetes de forja que atrapar a un cronometrador en el estrecho pasillo que se extiende entre los martillos pilones. De pronto resuena un «bang-bang-bang-bang» incesante, cuyo ruido resulta ensordecedor y cuyas sacudidas bastan para hacerle perder el equilibrio. Y eso cuando no le meten una arandela al rojo vivo en el bolsillo o le salpican residuo de petróleo en los faldones de la americana, a los que luego acercan una cerilla. También es posible que al salir por la tarde descubra —mejor dicho, que los guardas de seguridad descubran— que en su bolsa lleva escondida una herramienta o una pieza muy costosa. Los de la oficina lo saben; está claro que saben lo que sucede. Pero nadie se plantea despedir o incluso amonestar a un obrero cuyo trabajo es clave por lo que pueda haberle pasado a un cronometrador. Antes vine a decir que si eres bueno en tu trabajo, en la fábrica te dejan hacer de tu capa un sayo. Entonces no lo decía literalmente, pero ahora sí que lo digo. Todavía no se ha dado el caso de que haya ido al baño y no me haya encontrado a alguien durmiendo sentado en una taza; los dormilones eran —y son— particularmente numerosos a primera hora de la tarde. Los guardas antes les tomaban el pelo, lo que luego suponía la suspensión de empleo y sueldo durante tres días. Pero ahora se limitan a despertarlos de su letargo, sin pasar a mayores. Antes era complicado dar con un lugar donde poder fumar un cigarrillo al mediodía, y ello debido a las restricciones de seguridad —en principio está prohibido fumar a menos de cinco metros de un avión. Ahora, sin embargo, si los guardas te ven fumando en un lugar indebido —y digamos que no se esfuerzan demasiado en verte—, se toman todo el tiempo del mundo a la hora de acercarse a tu lado, de forma que tengas tiempo de consumir el pitillo antes de su aparición. Ya nadie pone multas por faltas tales como correr por los pasillos de las cadenas de montaje. Hay tolerancia absoluta con respecto a las constantes bromas pesadas. Supongamos que un remachador llena de agua un vaso de papel y lo vacía sobre un mecánico que está tumbado boca arriba, completamente indefenso, ocupado en ajustar las piezas del cono de cola de un avión. El guarda jurado se percata del bromazo, da un paso al frente, pero en ese momento recuerda las instrucciones que ha recibido y mira para otro lado. La verdad es que los guardas también me dan lástima.