El Montmartre estaba en Hollywood Boulevard, una manzana al Este de la Avenida Highland, en la parte Norte de la calle, en un edificio de dos plantas y tejado español. Tenía unas hermosas puertas de hierro forjado mexicano en la entrada. Lo dirigía un individuo llamado Eddie Brandstatter. Y cuando digo «dirigía» quiero decir «Dirigía». Eddie B. era un restaurador sin igual. Lo supervisaba todo, de la cocina a la mesa; ningún detalle era demasiado insignificante para su atención. Nadie sabía cuándo dormía, porque al alba estaba en los mercados de productos del centro de la ciudad. Era un hombrecillo orgulloso y totalmente feliz. El Montmartre era un gran éxito y Eddie Brandstatter era el único responsable. No podías ir a Montmartre a la hora del almuerzo -entre las once y las dos—, a menos que fueras famoso o estuvieras con alguien que lo fuese. Los turistas hacían 1 ola desde primera hora de la mañana, a fin de conseguir el mejor sitio para ver a sus favoritos. Estrellas como Mary Astor (que todavía no había cumplido veinte años y era una desconocida) fueron descubiertas allí, cuando circulaban como modelos en espectáculos de moda, toleraban con buen humor las bromas salaces e ignoraban la ofensa si sus traseros recibían caricias o pellizcos al pasar junto a las mesas de los ejecutivos. Después de todo, los ejecutivos eran unos privilegiados y que se fijaran en ti podía llevar a una prueba de pantalla. Que te vieran en el Montmartre era obligatorio para permanecer a flote, en el brillo de las luces klieg. Los periódicos, las publicaciones de la profesión y las revistas de fans enviaban reporteros y fotógrafos para que tomaran instantáneas de los que entraban y salían. Si tu nombre aparecía mencionado en una columna, sentías que estabas «dentro», yendo a algún sitio; o contratabas a un agente de prensa que se encargaba de que te mencionasen. El Montmartre era El Lugar al que había que ir. El Lugar en el que uno debía ser visto. No había otro. Y, un buen día, apareció el Trocadero y todo cambió. Cuento esta historia porque revela mejor que nada el oropel de la escena hollywoodiense: su básica insinceridad, su hipocresía, su crueldad, su mezquino desdén por todo lo que es digno y meritorio; el abandono inmediato de lo viejo por cualquier cosa que sea nueva y esté de moda. El sitio al que iba la gente del cine de Hollywood era el sitio donde uno, si estaba en el negocio, quería que lo vieran y que lo situaran los periódicos. El Trocadero sustituyó al Montmartre. También señaló la perdición de Eddie Brandstatter. Un grupo de directores y productores habían juntado algo de capital y lo habían abierto en Sunset Strip, en una ubicación espectacular con vistas a un Los Ángeles en expansión. Casi de inmediato, el Trocadero se convirtió en el Lugar. Casi de inmediato, el Montmartre se transformó en una mancha fantasmal de mesas vacías y los clientes ilustres ya no esperaban. Todo el mundo se fue al Trocadero, el nuevo lugar donde se te debía ver, si querías que contaran contigo. Eddie Brandstatter estaba perplejo. ¡Pobre hombre! No podía entender ni creer lo que estaba ocurriendo. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? Había estado demasiado ocupado como para darse cuenta de que, a sus espaldas, la conjura había nacido en una de las mesas del Montmartre. Durante meses, esperó que los fieles regresaran, que fuera sólo una pesadilla pasajera. Quizá por ser escritora siento esta historia de una forma tan aguda. Lo más probable es que, como un ser humano que detesta ver que a alguien le hacen un daño inmerecido, siempre haya querido contarla. Me parece que es necesario hacerlo: la destrucción de Eddie Brandstatter, un hombre decente; una destrucción que vi con mis propios ojos en los meses siguientes. Finalmente, aquel hombre pequeño y valiente cerró el Montmartre y abrió una cafetería, a fin de mantener a su familia. ¡Una cafetería! Sólo era eso: en Hollywood Boulevard, cerca de la intersección con Vine Street. Al parecer, tenía poco capital. Se le había partido el alma. Un hombre construye y alcanza un sueño, recibe elogios, sólo para que todo ese sueño se derrumbe como un castillo de arena que se lleva el mar. Iba a la cafetería tanto como podía para hablar con Eddie, que no hablaba mucho. La cafetería no fue un gran éxito. En realidad, era un fracaso. Después llegó la mañana en que lo encontraron en su garaje: muerto en el coche, por gas, un suicidio. Todavía hoy culpo de la muerte de ese hombrecillo a Hollywood, que lo abandonó de forma vergonzosa. Tentaron a su maitre, a varios camareros y a un chef. Cuando abrieron el Trocadero, le podían haber dado una participación en el local y haber dejado que lo dirigiera. El Troc nunca alcanzó la perfección del Montmartre, nunca tuvo su clase, su elegancia ni su tono: esa magia especial que era Eddie Brandstatter. Supongo que ahora nadie se acuerda de Eddie Brandstatter, salvo esta anciana. En todo lo que se ha escrito sobre Hollywood, si su nombre o el nombre del Montmartre se han mencionado alguna vez, he debido de perdérmelo. Ha sido totalmente olvidado. Pero el edificio en el que se encontraba el Montmartre sigue en pie, paradójicamente, en Hollywood Boulevard, mientras que otros hitos de la primera época de Hollywood han sido demolidos.