A Max y a mí nos habían encargado cooperar en un argumento (de nuevo, sólo un título) llamado El demonio y la carne. Max mediaba la cincuentena, era un tipo enjuto y nervudo, con una mirada astuta e intensa. Egoísta y dogmático, hablaba el idioma de la elite ejecutiva. Con el postre, entró un grupo de starlets, bailarinas de la danza del vientre en clubes nocturnos y damas de compañía. Las saludaron halos de placer borracho, y se hizo sitio para ellas en la mesa, una chica para cada hombre no acompañado. La fiesta se volvió cada vez más alegre, a medida que se descorchaban más botellas de champán. Pronto, los hombres empezaron a desaparecer con una o dos de las chicas, en dirección a los búngalos. Max Marcin desapareció con el resto. Yo estaba totalmente sobria, porque había vaciado mi vaso de vino bajo la mesa cada vez que me lo llenaban camareros atentos en busca de propinas. Debía apañármelas sola y tendría que haber llamado a un taxi y haberme ido a casa. Pero sentía curiosidad por lo que ocurría en esos búngalos. Varios hombres borrachos intentaron atraerme hacia allí, pero me los quité de encima. Finalmente llegué donde estaba la acción y vi más de lo que habría querido. Sin ropa, hombres despeinados perseguían a mujeres desnudas, entre chillidos y risas. En esta orgía participaban Ray Long, el representante del señor Hearst; Harry Rapf, mi propio productor, e incluso el inmaculado Irving Thalberg: todos borrachos, borrachos, borrachos. ¿Dónde me había metido? Sólo pensaba en marcharme del sitio tan rápido como pudiera, agradecida porque todo el mundo estuviera demasiado borracho como para darse cuenta. Cuando me dirigía hacia la salida más próxima, me encontré cara a cara con la sorpresa de la noche. ¡Antoinette! ¡Mi modista! Antoinette —guapa, treintañera, parisina—, que tenía su taller en un pequeño apartamento de Hollywood Houlevard que también era su hogar. Era una costurera maravillosa y podía copiar cualquier traje que quisieras con gusto y una precisión meticulosa. Usando mis cuentas de crédito, le llevaba ropa cara de diseñador y le pedía que la reprodujera, después devolvía los originales. Así ahorré cientos de dólares. Me había hecho algunos trajes exquisitos; trabajó para mucha más gente. Aquel día yo llevaba uno de sus trajes de noche: una gasa con vuelo, delicada y de muchos colores, tan hermosa como el arco iris. Pero allí estaba. Antoinette, una prostituta: semidesnuda, tendida en una silla, la mano estirada para recibir el billete de cien dólares que le daba Eddie Mannix, el grosero, feo, peludo y vulgar Eddie Mannix, guardaespaldas de Louis B. Mayer. Las demás cosas que había visto esa velada estúpida y nauseabunda apenas me habían importado; pero Antoinette me importaba. La talentosa y trabajadora Antoinette, que seguía cosiendo después de medianoche, dejándose los ojos, luchando para ganarse la vida, vendía sus favores en una orgía del cine. Fue un auténtico golpe. Abandoné la escena, cogí un taxi y lloré hasta llegar a casa. Antoinette nunca cosió ningún otro vestido para esta guionista de Hollywood. No la juzgaba ni la culpaba; simplemente, no podía enfrentarme a ella, sabiendo lo que sabía sobre su vida secreta. Pero de esa experiencia salió algo positivo: se me cayeron las anteojeras para siempre. Había visto de primera mano que Hollywood podía derribarte si lo permitías y, a diferencia de Antoinette y de tantas otras, tenía suficiente respeto elemental por mí misma como para impedir que eso ocurriera.