En ese momento, Madeleine cruzó la calzada y se sentó en la terraza de un bar de marineros: tres mesas de hierro bajo un toldo descolorido. Flaviéres, oculto tras los toneles, no perdía de vista ninguno de sus gestos. Madeleine sacó del bolso una hoja de papel, una pluma, y con el reverso de la mano secó la mesa. No aparecía el dueño del bar. Ella escribía con esmero, el rostro un poco contraído. «Está enamorada de alguna persona, pensó Flaviéres, y esa persona está en el frente». Pero esta hipótesis no era mejor que las otras. ¿Por qué habría venido hasta aquí, si le era tan fácil escribir en su casa, donde nadie la vigilara? Redactaba rápido, a vuelapluma, sin vacilar; seguramente había meditado la carta por el camino. O bien durante la media hora que estuvo en el hotel. Todo aquello era un poco absurdo. ¿Se trataba de una carta de ruptura? ¿Esas idas y venidas no tenían otra explicación? Pero, en tal caso, Madeleine no habría ido a visitar la tumba. ¡La tumba de Pauline Lagerlac! Nadie se acercaba para atender a Madeleine. El dueño debía de encontrarse en el frente, como todos los demás. Madeleine dobló la carta y la escondió con cuidado. Miró a su alrededor, dio unas palmadas. No se movía nada en el bar. Así que se levantó con la carta en la mano. ¿Iba a volver sobre sus pasos? Madeleine vacilaba, y Flaviéres habría dado cualquier cosa por leer el nomre del destinatario. Todavía indecisa, volvió a bajar en dirección a la orilla, muy cerca de los toneles. Flaviéres percibió una vez más el perfume. Se alzó de repente una brisa suave que le ondulaba la falda. Su rostro, de perfil, parecía inmóvil, inexpresivo, tal vez incluso hastiado. Agachó la cabeza, giró el sobre entre los dedos y, de pronto, lo rompió en dos, luego en cuatro, en multitud de pedacitos que lanzó al viento, a pequeñas ráfagas. Volaban y rodaban sobre las piedras, corrían sobre la superficie del agua antes de posarse y perderse entre remolinos. Madeleine contemplaba los minúsculos náufragos. Se frotaba los dedos como si quisiera sacudirse un polvo intangible, purificarlos de un contacto indeseable. con la punta del tacón apartó algunos fragmentos de papel ocultos entre las briznas de hierba, los empujó a la orilla del muelle,desaparecieron. Avanzó otro paso con gesto apacible, y un chorro de agua salpicó el muelle, lanzando gotas. —¡Madeleine! De pie tras los toneles, Flaviéres miraba sin comprender. Solo quedaba un trocito de sobre, completamente blanco, que se deslizaba entre la grava, como un ratón, con paradas y huidas repentinas. —¡Madeleine! Flaviéres se quitó la chaqueta, el chaleco, se abalanzó hacia la orilla. El agua empujaba de nuevo tres grandes olas hacia la corriente. Se zambulló. El frío le aplastó el pecho. Sin embargo, no dejaba de gritar, en el fondo de su ser, como una suerte de delirio: «Madeleine, Madeleine...». Al extender los brazos palpaba algo viscoso, negro. De una patada ascendió, emergió a la superficie con un gran chapoteo y se elevó hasta la cintura. A varios metros de allí apareció ella, flotando de espaldas entre las olas. ahogada ya, blanda y pesada. Flaviéres se sumergió entre dos aguas para agarrarla por la cintura, pero solo encontró pequeñas corrientes que se enredaban entre sus dedos como hierbas; dio palos de ciego, luchando con las piernas y las caderas contra la fuerza del río. Con los pulmones irritados, resopló, giró sobre sí mismo y, con los ojos llenos de lágrimas y de agua, divisó una masa oscura que se hundía lentamente. De golpe se sumergió en sentido oblicuo, agarró una tela, recorrió su cuerpo con los dedos, muy rápido, tanteando... deprisa... El cuello, ¿dónde estaba el cuello...? Le rodeó la cabeza con el brazo, mientras lanzaba la otra mano hacia la superficie para ascender más rápido. El cuerpo pesaba mucho, había que arrancarlo como de un agujero, extraerlo del agua con todas sus raíces. Flaviéres vio la orilla que se alejaba rápidamente, no muy lejos, pero le flaqueaban las fuerzas. Respiraba mal, por falta de entrenamiento. Engulló un enorme trago de agua y surcó la corriente en diagonal hacia una escalera donde había una barca amarrada. Tropezó con la espalda en la cadena, se aferró a ella, se dejó llevar a lo largo de la orilla. Con los pies palpaba los escalones sumergidos. Soltó la cadena, se agarró a la piedra, subió un escalón, luego otro, pegando el cuerpo de Madeleine contra el suyo. Un chorro de agua salía de ellos, aligerándolos poco a poco. Dejó a Madeleine en un escalón, la agarró de otra forma y, con un gran impulso lumbar, la levantó y la llevó hasta arriba.