La aviación no será decisiva en la contienda pero acabará con los últimos suspiros de la caballerosidad militar a mediados de 1916 y será una de las causas fundamentales de su victoria en Verdún. La respuesta germana en los siguientes meses fue la creación de escuadrillas comandadas por un reputado veterano del aire. El combate individualizado daba paso a las batallas aéreas en las que decenas de aviones se enfrentaban en un reducido espacio. Aunque había una cierta disciplina de grupo, estos combates entre escuadrillas también generaron toda una mística guerrera porque en definitiva cuando escogías un rival, la lucha volvía a ser individual hasta que uno se precipitara al vacío. La Escuadrilla de Caza 11 alemana será la más famosa de la guerra por estar comandada por Manfred Von Richtoffen, el "Barón Rojo", que hizo célebre en los cielos de Europa su triplano color rojo así como los llamativos colores de los cazas a su mando. Despreció el camuflaje aconsejado por los asesores militares, recuperando el simbolismo de los escudos heráldicos medievales. En El barón rojo (Roger Corman, 1971) tras una primera etapa de combates más cercanos a justas de altura, las escuadrillas comienzan a atacar aeródromos militares abandonando la exclusividad de combate individual y provocando los primeros daños en hospitales y otros centros civiles. El estupor de la antigua aristocracia prusiana se topa con la determinación de los nuevos héroes, entre ellos el joven teniente Herman Goering, que están dispuestos a devolver el golpe. Lejos de esas leyendas, la realidad era que un piloto tenía una expectativa de vida de cuatro o cinco semanas de media. El que no moría en el entrenamiento, lo hacía por las circunstancias atmosféricas o los fallos de sus aparatos. Si salía adelante, la estadística de derribos en el bautismo de fuego era alarmante. Si sobrevivías a todo ello, la suerte solía acompañar solo unos meses. Lo cierto es que las bajas eran tan rápidas que en ocasiones no daba tiempo ni a retirar los enseres del derribado ese día, cuando a la mañana siguiente llegaba un recambio a ocupar su barracón. Películas como La escuadrilla del amanecer (Howard Hawks, 1930) y su versión de 1938 dirigida por Edmund Goulding, reflejan los remordimientos y angustia que generan en el jefe de un escuadrón, la continua sustitución de sus jóvenes pilotos que mueren en los primeros combates. Muchos años después, también Ases del cielo (Jack Gold, 1976) centra su historia en los peligros que corre un joven aviador enviado al frente con quince horas de vuelo. Su bisoñez en la orientación, lectura de mapas o incluso para maniobras tan simples como aterrizar o despegar, llena de inquietud al jefe de escuadrón. Además, esta estupenda película recoge con fidelidad el verdadero mundo de la aviación de combate en la Gran Guerra: el encasquillamiento continuo de las ametralladoras, la pérdida de rumbo de los pilotos, su desequilibrio en habitáculos no techados que podían provocar incluso su caída al vacío, la negación del paracaídas para evitar los abandonos, o la importancia de las misiones de reconocimiento fotográfico de la escuadrilla del mayor Gresham son realidades que aquel incipiente arma vivió diariamente durante el conflicto. En poco más de cuatro años la historia de la aviación daría un paso de gigante: la capacidad de carga de los aparatos, la potencia de sus motores, el fuselaje o la autonomía de desplazamiento habían experimentado un vertiginoso desarrollo que no se detendría a lo largo de los años siguientes. UN CINE DE ALTURA El anhelo humano de volar empezaba a satisfacerse y el cine no podía perder la oportunidad que le daban sus recursos para reproducir aquella nueva experiencia de la Humanidad ante el espectador. Poco tardarían las productoras, especialmente las estadounidenses, en explotar ese creciente interés del público por ver la vida desde cien metros de altura. Para el cine, sobre todo desde mediados de los años veinte, el cielo constituirá un espacio espectacular que por si solo genera la suficiente emoción y ensoñación en el público. Será la Primera Guerra Mundial la que ofrezca uno de los más excitantes marcos de fondo para desarrollar historias del aire. Los escenarios reales del combate aéreo pasan al cartón piedra en el celuloide creando espectaculares secuencias que alejan al público de las poco cinematográficas trincheras del frente terrestre. El dinamismo de las escenas y la individualización de los héroes muy acorde con la identificación del star system hollywoodiense que empezaba a consolidarse, ayudaron a la proliferación de estos filmes aéreos creando un auténtico subgénero con un público incondicional. Si el pionero del "cine bélico del mar" es John Ford, serán directores como Howard Hughes o William Wellman los que abanderen está novedad cinematográfica de las batallas aéreas. El multimillonario Hughes, piloto experimentado, se obsesiona con filmar en escenarios reales e invierte verdaderas fortunas utilizando todo lo necesario para rodar en las alturas. Por su parte, Wellman había formado parte de la famosa Escuadrilla Lafayette integrada por pilotos norteamericanos al servicio de la aviación francesa, experiencia que convertirá la batalla aérea en uno de los escenarios recurrentes de su filmografía. Y todo con el entusiasmo de la industria de Hollywood que verá una mina de oro en esos espacios aéreos tan distantes de la cruda vida en las trincheras, alejada del heroísmo, que miles de soldados relataron al volver del conflicto. Además, no solían verse muertos pues casi todos los enfrentamientos acababan con un avión cayendo en llamas, pero nunca con cadáveres. Este estado de excitación por el espectáculo de las alturas se origina cuando Alas (William Wellman, 1928) obtiene el primer Óscar a la mejor película de los premios creados por la Academia de Hollywood. A ella seguirán toda una rápida producción de cintas como La legión de los condenados (William Wellman, 1928), Águilas (Frank Capra, 1929), Aguiluchos, (William Wellman, 1930), La escuadrilla del amanecer (Howard Hawks, 1930), Cuerpo y alma (Alfred Santell, 1931), As de ases (J. Walter Ruben, 1933), El águila y el halcón El combate aéreo dará al cine un espectacular escenario para que el público viva experiencias a cientos de metros de altitud (La escuadrilla del amanecer) (Stuart Walker, 1933), Infierno en los cielos (John Blystone, 1934), que crean todo un cuerpo cinematográfico al que no afecta mucho el paso al sonoro. De hecho, la sonorización catapulta definitivamente el subgénero pues el sonido de los disparos y de los revolucionados motores de los aviones maniobrando en combate engrandece las escenas para deleite del público. Pero sin duda, la primera gran película del aire que abandona decorados, transparencias y maquetas es Ángeles del infierno (1930), en la que Howard Hughes hace todo un alarde de escenografía aérea filmando vuelos y combates reales. Portentosas para aquellos años resultan las escenas de combate de la escuadrilla del Barón Rojo contra una británica que acude en apoyo de los protagonistas. No es solo que el rodaje de la película haya merecido incluso otra como El aviador (Martín Scorsese, 2004), sino que la concatenación de planos en los aviones y la profundidad de campo en las persecuciones con una fotografía prodigiosa, asombran todavía hoy al espectador. Será en el aire precisamente donde surja esa tendencia cinematográfica hacia el trio amoroso en la guerra. Junto a su naturaleza de recurso dramático clásico, los dos amigos enamorados de la misma mujer servirán para evitar una cierta rumorología muy extendida tras el conflicto, sobre hombres rodeados de hombres durante cuatro años. El hecho de que en los guiones estos pilotos sacrificaran incluso sus vidas por el amigo, generaba en la conservadora mentalidad de las productoras la idea de algo más que amistad y camaradería por lo que se obligaba a dejar claro desde el primer momento, que ambos tenían amores heterosexuales. A partir de ahí, cualquier sacrificio de los contendientes amorosos tendrá como finalidad suprema la felicidad de la amada. Después de la Segunda Guerra Mundial, como en casi todos los escenarios de esta guerra, el combate aéreo de la Primera quedó diluido ante los enfrentamientos de la RAF con la Luftwaffe alemana desde 1940. Cualquier recordatorio de aquellos pioneros solo volverá a las pantallas en películas esporádicas como La escuadrilla Lafayette (William Wellman, 1956), o Ases del cielo (Jack Gold,1976). Las visiones del lado alemán, con independencia de la nacionalidad del film, no distarán mucho de las aliadas. La camaradería, la pugna entre los códigos tradicionales de combate y las nuevas estrategias o la muerte prematura de jóvenes inexpertos, inundarán las recreaciones de la aviación germana. Las águilas Azules (John Guillermin, 1966) que recrea la lucha entre el capitán Huggelman, hombre con convicciones tradicionales, y el ambicioso teniente Snakel, hijo de camarero, supone otro ejemplo de esa tensión entre los antiguos valores y las nuevas fronteras éticas del enfrentamiento bélico. También aquí se nos da un ejemplo de la rápida asunción de nuevos papeles por la aviación en un ataque de apoyo a la infantería alemana o de rechazo a una gran ofensiva aliada. El avión también combate ya en tierra. Por su parte, El barón rojo (Roger Corman, 1971) y la homónima de Nikolai Müllerschon de 2008, se centran en el mayor héroe aéreo de la guerra, aunque con tantas licencias artísticas que el rígido oficial prusiano aparece más que desnaturalizado en ambas películas. CAPÍTULO 10 TRES HABITACIONES DEL INFIERNO OFENSIVAS OFENSIVAS A lo largo de 1915 se había puesto de manifiesto la dificultad de romper las líneas enemigas con los métodos tradicionales. Nadie supo durante mucho tiempo cuanta artillería era necesaria para destrozar de verdad el amasijo de alambradas y las robustas fortificaciones enemigas que se escondían detrás. Además, cada vez que se conquistaban unos pocos kilómetros resultaban difíciles de mantener por la falta de fuerzas de reserva, ya que el avance siempre suponía el exterminio de cuerpos de ejército casi completos. Para colmo, la tozudez y falta de imaginación de los responsables militares les llevaría a continuar a gran escala una verdadera orgía de muerte con el único objetivo de desgastar al enemigo. Salvo honrosas excepciones, la mayoría de los jefes militares de ambos bandos mantenían los esquemas de las guerras del siglo XIX. La obstinación en la apertura de brechas, el envolvimiento por los flancos y demás estrategias clásicas probaba la falta de adaptación de los estados mayores. Pero lo que durante el período inicial de la guerra se pudo calificar como impericia, falta de previsión, de reciclaje o simple negligencia, se convierte a lo largo de 1916 en un auténtico desprecio de la vida humana con unas masivas ofensivas condenadas al fracaso antes de empezar. El 6 de diciembre de 1915 se reúnen en Chantilly los diferentes altos mandos aliados para coordinar unas ofensivas en primavera que si bien no tienen un objetivo estratégico de gran relevancia, pretenden bloquear los imperios centrales por este y oeste. A principios de 1916 serán los germanos los que pongan en marcha una de las más macabras estrategias homicidas que ha conocido la historia militar: lo que intentan es conseguir el agotamiento material y humano del otro a base de enviar contra él más hombres de los que puede repeler. Sospechan que solo así conseguirán colapsarlo. Definitivamente la guerra se había convertido en una cuestión numérica que exigía miles de hombres disciplinados que convivieran con la muerte sin protestar. Como señala el escritor Robert Graves (122) ante los rumores de relevo por un nuevo batallón a fines de 1915: «No lo creo. Es del todo improbable que descarten por completo a las divisiones que ya han adoptado la costumbre de dejarse matar». En clave más que satírica la ácida imagen de Sir Douglas Haig que ofrece ¡Oh, qué guerra tan bonita! (Richard Attenborough, 1969), nos muestra a un individuo ansioso de gloria personal y obcecado en ataques cuya única finalidad es desgastar a los alemanes antes de que lleguen los americanos. Uno de sus mandos auxiliares pone reparos a la idea de una nueva ofensiva a lo que él responde que «al final, cuando a los alemanes les queden cinco mil, a nosotros nos quedarán diez mil». Esa fue la principal estrategia durante los siguientes tres años de guerra. El film nos muestra continuamente una especie de marcador de rugby en el que, sin un solo gesto de perturbación del Comandante en Jefe de la BEF, se van contabilizando los muertos británicos de cada ofensiva mientras la casilla de "Terreno ganado" está siempre a cero. La uniformidad del ser humano, la desposesión de individualidad del soldado, se habían potenciado con acontecimientos no tan inocentes como la creación británica en noviembre de 1914 del Servicio Postal de Campo. Este organismo ideó una nueva forma de mandar las tarjetas postales a la familia con cajetines a los que poner la cruz que procediera auténtico precursor del formulario impreso actual y del examen tipo test, lo que dará progresivamente paso al moderno hombre masa que alcanza su definitiva categoría conceptual en esta guerra, y que posteriormente se aplicará a la política, los negocios o el consumo. En la escena de arranque de Rey y patria (Joseph Losey, 1964) se nos muestra uno de los monumentos de homenaje a los soldados británicos caídos en la Gran Guerra. Y con clara intencionalidad ideológica el director pretende que identifiquemos esas figuras de piedra con los soldados inmóviles, deshumanizados, privados de historia y familia que fueron sacrificados sin ningún miramiento. Y así se irá consolidando una de las mayores obscenidades de la historia militar por la que se manufacturan miles de batallones para ataques y contrataques de ambos ejércitos sin una estrategia definida salvo la idea de agotar el suministro material y humano del enemigo. Para planificar estas masacres sin contemplar la pérdida de vidas de compatriotas, los altos mandos aliados necesitaban, además de la ya mencionada obstinación, un componente que deja apuntado Paul Fussell (27) muy certeramente: «Los oficiales del Estado Mayor británico sentían un implícito desprecio por los novatos, entrenados a toda prisa, del "ejército de Kitchener", la mayor parte de ellos reclutados entre trabajadores de los Midlands. Los planificadores suponían que esos soldados eran demasiado simples y brutos como para atravesar el espacio entre las trincheras opuestas a menos que fuera a la luz del día y alineados en filas o en "oleadas". Se creía que las tropas se sentirían desconcertadas ante tácticas más sutiles como eran las de avanzar cubriéndose, disparando o siguiendo de cerca una cortina de fuego continua». Efectivamente, la masiva movilización de voluntarios durante 1914 y 1915 había traído al ejército inglés a todo tipo de individuos despreciados por los militares de carrera debido a su condición. Pero además, a los reclutados obligatoriamente a partir de 1916 les despreciarán aún más por saberlos en el frente no voluntariamente, sino forzados a abandonar sus cómodos hogares. Ese elemento clasista, que también está muy presente en los ejércitos alemanes, será imprescindible para que a muchos mandos no les tiemble el pulso a la hora de mandar a decenas de miles de desgraciados a una muerte segura. Buen ejemplo de esas ofensivas extenuantes lo constituyen los diez días de ataque del batallón francés que integra el joven Demachy en Las cruces de madera (Raymond Bernard, 1932). Los rostros extenuados, el continuado exterminio de oleadas enteras de soldados, el poco terreno ganado a costa de tantas vidas, con el estruendo martilleante, atronador, plomizo, de miles y miles de obuses durante el avance, representan a la perfección un fresco de aquella masacre. Lo mismo podríamos decir de los ataques y contrataques de Sin novedad en el frente (Lewis Milestone, 1932). Da la impresión de ser una guerra sin objetivo claro en la que cuesta miles de vidas ganar unos pocos de metros de nulo valor estratégico, para perderlos más tarde con otro tanto coste humano. Pero durante décadas el cine espectáculo poco juego pudo encontrar en este tipo de guerra. La carnicería de las trincheras carecía de épica, no existían héroes individuales ni historias colectivas que pudieran ensalzar las virtudes del combate. El estatismo de las posiciones y las miles de muertes diarias de aquellas ofensivas en las que tan siquiera se llegaba a ver la cara del enemigo, no invitaban a armar un guion de buenos y malos. Solo cuando a fines de los años cincuenta aparece el cine de marcado carácter antimilitarista, aquellos hipócri La desesperación del coronel Dax no salvará a sus hombres de una arbitraria ejecución (Senderos de gloria) tas códigos de honor y patria teñidos de sangre servirán de marco inigualable para reflejar el absurdo y terrible mundo de las ofensivas más ofensivas contra la dignidad humana que había conocido la Historia. Será Stanley Kubrick y su colosal Senderos de gloria (1957) el que abra los ojos a los espectadores del mundo. El filme cuenta el imposible ataque francés sobre la colina de las Hormigas, fortín alemán inexpugnable. Los hombres del coronel Dax están extenuados por una guerra que a esas alturas se presenta como interminable y agotadora. La misión suicida no responde a un interés estratégico claro sino a la mezcla de las presiones del alto mando francés para conseguir éxitos a toda costa, representado por el general Broulard, y los deseos de gloria personal del general Mireau. Ante el fracaso de la ofensiva, las frustradas expectativas de ascenso u honores de este último junto a los miedos por caer en desgracia, le llevan a volverse contra sus hombres con el código penal militar como arma. Por eso, Kubrick filma un frio y arbitrario consejo de guerra en el que se juzgará por cobardía a todo el batallón a través de tres de sus soldados elegidos aleatoriamente. La corrupción, el desprecio a la vida humana, incluso de los compatriotas, o la arbitrariedad, se ejemplifican como nunca en esta película que reúne muchas de las características de aquellas ofensivas estériles. En la misma línea, El pantalón (Yves Boisset, 1997) narra la frustración de un general por no tomar una cota de relativo valor estratégico tras reiterados ataques. Con el código militar en la mano lee a su subordinado los artículos infringidos por el Regimiento núm. 60 y la necesidad de dar escarmiento para evitar la indisciplina y la cobardía. Un incidente del soldado Bersot que ha estado combatiendo con un pantalón blanco desde su llamamiento a filas porque no lo había rojo de su talla, le dará la oportunidad. Se ha negado a ponerse uno rojo rasgado y manchado de sangre que le han quitado a un compañero muerto en combate y lo ha hecho delante de sus compañeros desoyendo las órdenes de un oficial. Boisset, siguiendo a Kubrick, mantiene la misma línea de denuncia del estamento militar para desenmascarar unas formas de exterminio que lejos de inevitables, parecían más fruto de la ambición, negligencia o miedos de unos mandos que dirigían los combates, entre copa y copa de coñac, sin una sola mancha de barro en sus impecables uniformes. Junto a la forma de producirse, el tiempo supondrá una nueva característica de estas ofensivas. Los generales anteriores a la Gran Guerra las hubieran llamado "campañas" porque las batallas de esta nueva contienda ahora duran meses. No las detienen ni el mal tiempo ni la noche ni la gran masacre ni la continua necesidad de renovación de efectivos o abastecimientos. Sean cuales sean las circunstancias, harán que el tradicional concepto concreto de batalla extienda su campo conceptual a acciones militares que duran semanas. Aunque hay otros nombres como Arrás, Gallipoli, el Isonzo, la ofensiva Brusilov o Chemin des Dames, tres lugares han quedado para los anales de la historia de la guerra como ejemplo de esas ofensivas cuya única finalidad era desgastar al enemigo hasta límites insospechados para romper el frente: Verdún, el Somme y Passchandaele son las tres mayores habitaciones de aquel inmenso averno que resultó ser la Primera Guerra Mundial. UN LUGAR LLAMADO VERDÚN Probablemente los alemanes recibieron información de la nueva estrategia para 1916 diseñada por los aliados en Chantilly, por lo que el general Falkenhayn decide adelantarse el 21 de febrero con una impresionante ofensiva en el sector de Verdún. Decenas de miles de proyectiles sorprenden a un ejército francés que al no controlar el aire, no fue consciente de los preparativos germanos. Durante tres semanas las sucesivas oleadas de ataques y la implacable artillería no consiguen vencer las dos líneas de defensa del general Nivelle, pero el 25 de febrero cae el fuerte de Douaumont, uno de los símbolos de la resistencia francesa. Falkenhayn no tomó la casi abandonada Verdún por el agotamiento de sus tropas. Ante la gravedad de la situación, el alto mando francés rescata al denostado general Petain cuyas ideas del predominio artillero, protección y rotación de la infantería, y atención al factor moral de la tropa, habían sido despreciadas durante años. Sus órdenes pusieron en práctica por primera vez en la historia militar, la idea de recuperación psicológica del soldado con grandes resultados para esa nueva guerra moderna. Su innovadora estrategia defensiva de rotación continua de las tropas, las mantiene siempre frescas frente a las acometidas germanas resistiendo en Verdún de tal forma que, a lo largo de los dos meses siguientes, se convertirá en el símbolo y orgullo de la nación francesa. Además de conseguir una lealtad inquebrantable de sus hombres, con las multitudinarias rotaciones pasa por Verdún gran parte del ejército francés con lo que surge el mito de la defensa común de la patria y el efecto propagandístico se vuelve contra los alemanes. Durante estos meses destacan la devastadora guerra de gases ya incorporados a los obuses y la trascendental victoria francesa por el control del cielo en la primera batalla aérea de la Historia.