Nos deslizamos por el tráfico y conducimos relajados entre enormes camiones que pasan como una bala removiendo masas de aire. Cuando nos detenemos en una estación de servicio para repostar, vemos una vieja caravana que está provocando un tapón increíble delante de los surtidores. Hace mil maniobras para encontrar un sitio donde aparcar. El hombre que conduce el coche está muy nervioso. Veo que baja, observa la situación y se va corriendo a la caja a pedir información. Sale, metiendo los dedos entre los diez o doce pelos que le quedan. Me ve, intuye que debo de ser europeo. —¡Señor! No tienen televisor... ¡Estamos en América y no tienen televisor! Emite desgarradores lamentos porque no podrá presenciar la final del mundial de fútbol. Es teatral y muy divertido. Sus dos hijos pequeños y su mujer, que se han quedado en el coche, no lo son tanto. Se escuchan apreciables protestas en la comitiva. El hombre abre los brazos, sacude resignadamente la cabeza. Entonces se acuerda de nosotros y me grita. —Señor, está en juego el destino del país y me encuentro solo afrontando este momento tan delicado. ¿Le gusta el fútbol? —Bastante. —¿Bastante por cortesía o bastante de verdad? No entiendo adonde quiere ir a parar. A su espalda, su mujer está visiblemente molesta. Me asalta una irrefrenable solidaridad masculina. —No, no me importaría ver un buen partido... —Es el España-Holanda —susurra intentando que su familia no le oiga—. Me llamo Javier, oiga, ¿y si vamos a secuestrar pistola en mano una tele y disfrutamos del espectáculo caiga quien caiga? Dudo. —Yo no tengo pistola, ¿y usted? —En la caravana llevo una pandereta. —Puede servir. —No irá a favor de Holanda, ¿no? —No lo sé —contesto—. De quien juegue bien. —¡España! Decidimos que yo iré delante con la moto y que al primer indicio de televisor que vea por la carretera lo llamaré al móvil. —Andrea, vamos a salvar a España —le digo. Afortunadamente, unos veinte minutos más tarde encontramos una súper estación de servicio con motel anexo y aparato de televisión. —¡Javier, misión cumplida! El propietario del local se encoge de hombros cuando un español enloquecido y su ocasional ayudante le explican que quieren sintonizar el canal donde retransmiten el partido. En la pantalla se ve una teletienda. Lo presionamos, cede. El español se va corriendo a la caravana y regresa con una bandera de dos metros por dos. Se envuelve con ella y allí estamos él y yo, los únicos europeos del lugar, siguiendo el encuentro futbolístico entre la más total indiferencia de los asiduos americanos. Mientras tanto, se crea una inesperada alianza entre la familia del español y Andrea, que se niegan a quedarse tranquilamente en el local. La mujer y los niños patrullan por la plaza de la estación de servicio, Andrea sale y se sienta bajo un sol de justicia. Lo vigilo, está tranquilo, pero el sol pega fuerte de modo que voy entrando y saliendo durante la mayor parte del partido, preocupado. Confío en que la mujer de Javier y sus dos hijos intenten un acercamiento con Andrea, unidos por su fobia al fútbol, pero nada. Lo ignoran. Es más, el niño pequeño le hace burla continuamente. Andrea suda como un pollo. El partido llega a la prórroga, pero me veo obligado a abandonar a Javier y a España a su destino. En el local hacía fresco, se estaba cómodo, me hubiera gustado ver cómo acababa el encuentro, pero no hay manera de convencer a Andrea cuando decide algo diferente. Si se cierra en banda tira la llave. El mar es un ejemplo, si lo ve, quiere bañarse, puede repetirlo hasta el agotamiento. En Florida, gran parte de las playas son privadas y, para poder meterte en el agua, hay que alojarse en algún hotel. —Tenemos que disfrazarnos de clientes —le digo a Andrea. Aparcamos la moto, nos desnudamos y adoptamos un aspecto despreocupado y relajado. —¡Relajado, Andre, no dando saltitos como un canguro! Me escucha, muestra su mejor paso, de puntillas, naturalmente, con la cabeza alta, las manos colgando y la sonrisa inmóvil y delicada. La arena de la playa nos ha rebozado como a dos escalopes y cuando entramos en el restaurante, visiblemente desarreglados, con sal incrustada y gomas del pelo por todas partes, tanto los clientes como el personal nos miran como a dos piratas.